Publicar un libro no te hace escritor (y ser viral tampoco)
Reflexiones críticas acerca de lo que significa ser un escritor de verdad
A lo mejor el título de este artículo puede resultar irónico viniendo de alguien que ha publicado siete libros, y que su primer libro lo publicó a los diecisiete años. Pero tal como aclaré aquí, con estos artículos me he propuesto compartir mi experiencia como escritor y no dejar de lado la autocrítica. La escritura, como cualquier otro arte o disciplina, es un camino interminable de aprendizaje, y aquí todos, por mucha experiencia con la que contemos, siempre tenemos algo que aprender.
Te doy la bienvenida a Desde el oficio, una sección en la que comparto reflexiones basadas en mi experiencia de más de una década como escritor. Este es un espacio pensado para hablar, con franqueza y sin adornos innecesarios, sobre lo que significa ser escritor en estos tiempos. Si aún no te has enterado de qué va todo esto, te invito a leer este artículo.
Podemos aplicar la misma lógica a la creencia errónea de que sólo por escribir ya eres escritor. Y aunque este pensamiento es bienintencionado, lo cierto es que muchas veces incita a la mediocridad; es decir, el título de escritor, si se adquiere fácil (ya sea que te lo pongas tú mismo o que te lo otorguen gratuitamente), fácil también se denigra.
Escribir no te hace escritor, así como tocar un piano no te hace pianista, ni garabatear con un pincel sobre óleo te hace pintor. Vivimos en una época en que se ha desvirtuado el arte al punto de que nos conformamos con las acciones básicas de cada oficio para adjudicarnos títulos que no nos pertenecen. Ser escritor es algo mucho más grande, y hoy te voy a hablar acerca de eso.
Como siempre, te comparto una experiencia personal: tenía quince años cuando empecé a escribir, pero no fue sino hasta pasados los veintiuno que recién pude llamarme a mí mismo escritor sin sentir que el título me quedaba tan grande. Y por entonces todavía sentía el peso en la conciencia de que no merecía llamarme escritor. Era el año 2018 y sí, ya había publicado tres libros y tenía listo el cuarto.
Hoy en día muchos se adjudican el título de escritor por el simple hecho de escribir un diario o garabatear con las palabras haciendo poemas. Y eso no los hace escritores, pero tampoco te hace escritor el hecho de publicar un libro, ya que eso no es garantía de nada ni mucho menos es un indicativo directamente proporcional. Me explico: no todo el que publica un libro es escritor, ni todos los escritores publican un libro.
Sin más, continuaré con el desarrollo del tema.
El espejismo de la autopublicación
En una entrevista que le hice a Joel Estrada —un escritor de México a quien admiro mucho—, yo le pregunté a qué se debía el hecho de que no se considere a sí mismo como escritor, y esto fue lo que me respondió:
Si un día decides cambiar tu estilo de vida y sales todas las mañanas a correr cinco kilómetros, ¿eso te convierte en corredor? O si un día despiertas y te gana el capricho de pintar un cuadro para adornar tu habitación, ¿eres pintor? Si cuentas con los materiales y decides, un día, fabricar, quizá, una pequeña mesa, ¿ya eres carpintero? No. Detrás de cada artesano hay toda una vida de preparación, de constancia y de disciplina. Que yo lleve escribiendo desde los quince años no significa otra cosa más que me gusta escribir. Esto lo he repetido en incontables ocasiones: cualquier pendejo escribe un libro.
Me quedo con la última frase, resaltada incluso.
Una sentencia que podría parecer prejuiciosa pero que tiene algo de razón. Y es que hoy cualquiera —y resalto: CUALQUIERA— puede publicar un libro, ya sea en Amazon, Wattpad, Inkspired o cualquier plataforma que desee.
En la época en que vivimos se han desarrollado tantísimas plataformas para que todos puedan dar a conocer su trabajo de escritura y publicar un libro sin depender de los filtros y exigencias impuestas por las editoriales —que tampoco son cien por ciento confiables, pero de eso hablaré luego—. Y no estoy en contra de estas plataformas, al contrario: pienso que todo el mundo debe tener la posibilidad —y la libertad, sobre todo— de publicarse donde quiera.
Cuando publiqué mi primer libro, por ejemplo, no tenía tantas opciones como las que hay ahora (una de las razones por las que opté por publicarlo en digital y gratuito). Como dato curioso: yo no tuve ninguno de mis libros en mis manos sino hasta el año 2019, porque por entonces no había imprentas dispuestas a imprimir un solo ejemplar de mi libro —o me era difícil encontrar una, teniendo en cuenta que no contaba con los suficientes contactos a los dieciséis años—, sino que siempre requerían tirajes mínimos. Cuando fui a preguntar a las pocas imprentas que había en mi ciudad, tampoco ayudó el hecho de que era muy joven como para que me tomaran en serio.
Pero hoy la realidad es otra. Las plataformas de impresión bajo demanda se han proliferado hasta el punto de que uno puede elegir la que más le convenga e imprimir todo lo que quiera. Partamos por la más famosa: Amazon, que, incluso, según la historia oficial, le debe su éxito precisamente a que comenzó vendiendo libros.
Así que la democratización es algo positivo, sin duda, pero trae consigo una confusión peligrosa: la idea de que publicar un libro te hace escritor. Y todo esto sin mencionar a la IA, que ya de por sí hay plataformas que te ofrecen crear un e-book desde cero y generar ingresos pasivos gracias a eso.
Es importante diferenciar a un artista de verdad y a un producto de la industria
Una vez, no recuerdo bien dónde, vi un vídeo muy interesante que trataba acerca de saber diferenciar entre un artista de verdad y una celebridad que es sólo un producto más de la industria. La comparación mencionaba a dos: Michael Jackson y Bad Bunny. No tengo ni que mencionar a quién ponían de ejemplo como un verdadero artista, ¿no?
De forma rápida:
¿Por qué Michael Jackson fue un artista de verdad?
No sólo por su increíble voz, sino también por su disciplina y sus múltiples talentos: bailar, tocar instrumentos, armar coreografías icónicas, escribir, componer, y un largo etcétera.
¿Por qué Bad Bunny es sólo un producto?
Porque depende de Autotune para sonar «bien». Porque sus letras son vacías e intrascendentes. Porque la mayor parte de su éxito se debe al marketing.
Sí, lo mismo pasa con los autores (que no escritores).
¿Cómo diferencias a un buen escritor de un simple producto?
De entrada, te diré que hay que guiarse por una ley de descarte: se nota A LEGUAS cuándo un libro —y por consiguiente, su autor— es un producto de la industria creado sólo para generar ventas y no una obra literaria de calidad. Si no es uno, es lo otro.
Hubo un tiempo, hasta hace poco, en que se puso de moda que los youtubers con gran alcance publicaran sus libros: las editoriales los captaban y les ofrecían un contrato. Muchas veces el libro ni siquiera lo escribían ellos, sino que las editoriales contrataban a los famosos escritores fantasma1. El libro resultante era más bien un producto generado para ampliar la oferta de merchandising... en definitiva, para ganar plata.
¿Y cómo se da cuenta uno de esto? Si no lo notas al instante (ya me dirás qué calidad literaria tendría alguien que se la pasa jugando videojuegos y transmitiendo 24/7 y que, para colmo, no tiene un hábito de lectura), lo notarás con el tiempo: esos mismos libros que generaron furor en su momento, ahora casi nadie los recuerda. Toma nota: una obra literaria de verdad, trasciende.
Pero esto no es algo que se limita a las celebridades de internet que se convierten en autores, sino que se da también —y con mucha frecuencia— en aspirantes a ser escritores que autopublican su libro. He visto a más de uno inflar el pecho de orgullo y llamarse a sí mismo escritor sólo por haber publicado un libro, pero que, al mismo tiempo, descuida el manejo de sus expresiones y la calidad literaria de cada texto que publica. Lo peor es que, muchas veces, estos autores se dedican a menospreciar a otros escritores sólo porque no han publicado un libro, pero ese es otro tema...
Entonces, ¿un escritor no debe sentirse orgulloso por su libro publicado? Claro que sí, tiene todo el derecho del mundo —soy el primer defensor de eso—, pero hablo de aquellos que, específicamente, y en síntesis, escriben mal. Y no me refiero a que escriben cosas sin interés o intrascendentes —que también—, sino que, literalmente, escriben mal: tienen faltas ortográficas, gramaticales, y sus frases y textos son producto del facilismo2.
Si lo recuerdas, el primer artículo que publiqué en esta sección hablaba, precisamente, de que no todo lo que escribes puede ser llamado literatura. Pues hay autores que, si los lees, parece que hubieran publicado lo primero que se les ocurrió, sin una reflexión previa, sin una autocrítica profunda, y lo publican porque saben que eso genera likes, compartidos y, por ende, aumenta el engagement, que se ha convertido, por desgracia, en el principal norte de cada creador de contenido, incluyendo a los artistas.
Abundan las frases breves, las expresiones trilladas, los «poemas» que parecen ser el resultado de haber presionado la tecla Enter varias veces a un texto en prosa. No hay ritmo, ni imágenes literarias, ni perspectivas o propuestas interesantes. Si juntas cada texto que ves en redes sociales para leerlos de corrido, te darás cuenta de que todos parecen ser escritos por la misma persona. Los textos carecen de identidad, porque la identidad implica trabajar arduamente en forjar un estilo propio, y eso, además de tiempo, conlleva dedicación. Y la dedicación no consiste en teclear palabras directamente sobre un programa de edición y descargar la imagen resultante para publicarla en Instagram. La dedicación exige disciplina, técnica, oficio; en definitiva, exige estudiar, pero estudiar es lo que cada vez menos personas están dispuestas a hacer.
¿Por qué? Por la idea errónea y extendida de que escribir es un simple pasatiempo. A esto me refería con que existe el peligro de que la democratización haya hecho fácil el proceso de darse a conocer como autor. Cuando publicar es fácil y todo el mundo lo hace, se corre el riesgo de denigrar el oficio. Se reduce al escritor a alguien que se dedica a teclear por simple gusto y en sus ratos libres. Como si la literatura no pudiera considerarse trabajo. Como si la escritura estuviese exenta de pasión genuina. Como si la literatura no fuese un fuego que consume el alma y te pide a gritos escribir para seguir existiendo, así como el cuerpo pide a gritos comida para vivir.
Ahora bien, si publicar un libro no te hace escritor, ¿qué es lo que sí te hace?
Lo que hace a un escritor
Quiero comenzar este apartado con un fragmento de la novela El juego del ángel, de Carlos Ruiz Zafón. Y me vas a perdonar que cite todo el tiempo a Zafón pero es que él es, con diferencia, el escritor al que más he estudiado, junto con Ribeyro (ambos mis favoritos):
Hay muchas personas que tienen talento y ganas, y muchas de ellas nunca llegan a nada. Ese es sólo el principio para hacer cualquier cosa en la vida. El talento natural es como la fuerza de un atleta. Se puede nacer con más o menos facultades, pero nadie llega a ser un atleta sencillamente porque ha nacido alto o fuerte o rápido. Lo que hace al atleta, o al artista, es el trabajo, el oficio y la técnica. La inteligencia con la que naces es simplemente munición. Para llegar a hacer algo con ella es necesario que transformes tu mente en un arma de precisión.
Lo que hace a un escritor no es la portada bonita ni el ISBN. Un escritor es un artesano de la palabra, alguien que, como dijo Ribeyro alguna vez, escribe porque necesita hacerlo. Porque no concibe la vida sin escribir. Habría que conocer la misma vida de Ribeyro para entender lo que quiso decir con eso. Por ejemplo, él rechazó grandes oportunidades laborales sólo porque quería dedicarse a escribir. Incluso había desarrollado una especie de simbiosis entre el acto de fumar y el acto de escribir; es decir, no podía hacer uno sin lo otro, hasta el punto de que, a pesar de encontrarse gravemente enfermo, seguía fumando, por el simple hecho de que no podía quedarse sin escribir. No te estoy diciendo que hagas lo mismo, claro, pero esa actitud me parece una gran demostración de lo mucho que Ribeyro priorizaba su escritura: la ponía por encima de su propia vida, muchas veces. Te dejo este fragmento de su diario La tentación del fracaso:
¿Cuánto amor puede tener un escritor por escribir? ¿Cuánto puede sacrificar un escritor por su oficio? Esa es una pregunta que sólo un verdadero escritor podrá responder.
Un escritor escribe para sí mismo, sí, pero también para los demás. En la entrevista3 que le hice recientemente a Ernesto Pérez Vallejo (otro de mis escritores favoritos), le pregunté que, si escribía para sí mismo, cómo tomaba el hecho de compartir su trabajo con los demás. Él fue tajante:
En el momento que publicas, ya dejas de escribir para ti mismo. Incluso buscas cierta aceptación. Hasta puede llegar a frustrarte el no tenerla. Lo que sí es verdad, es que si nadie me leyera, yo también escribiría. O que jamás escribo pensando en gustarle a determinado público.
Por su parte, Carlos Ruiz Zafón tiene una máxima que siempre cito:
Se escribe para uno mismo pero se reescribe para los demás.
En lo que podrían coincidir ambos es que tanto si escribes para ti, como si escribes para publicar, el punto en común es que lo haces por convicción: no compartes para otros aquello que no te convenció a ti primero. Y si a esto le sumas una autocrítica consciente, el resultado será literatura de calidad —un reconocimiento que vale más recibirlo que adjudicárselo uno mismo, dicho sea de paso—.
En términos puntuales, ser escritor implica un proceso mucho más profundo, que ocurre en silencio y en soledad. Y ese proceso se sostiene en tres pilares: constancia, calidad y voz propia4.
Veamos cada una de ellas con detalle.
Constancia: escribir todos los días, construir un hábito a base de disciplina
Un escritor no se forja en los aplausos, sino en la repetición silenciosa del acto de escribir. La constancia es esa disciplina invisible que sostiene al oficio5.
Piensa en un músico que toca el piano: no basta con haber dado un concierto memorable si después abandona el instrumento por meses; la destreza se oxida. Con la escritura ocurre lo mismo: quien no escribe, pierde la agilidad con las palabras. Da igual si crees lo contrario: a la hora de escribir, sentirás que algo te falta. No cometas el error de subestimar lo mucho que puede corroer al talento la falta de disciplina.
La constancia no significa llenar páginas interminables a diario, sino mantener encendida la chispa del oficio. Puede ser un párrafo, una idea, una nota en el móvil. Lo importante es no dejar que el músculo creativo se atrofie. El escritor que escribe sólo cuando «se siente inspirado» pone en manos de la musa6 todo su arte, corriendo el riesgo de depender de ella. Y lo ideal es que tú tengas el control de tu escritura, que dependas de tu propia capacidad creadora para ponerte a escribir, no de esa musa caprichosa e inoportuna que casi nunca llega cuando se la llama.
Recuerda que, si te quieres dedicar a la escritura, no la debes tomar a la ligera. Deja la inspiración para los que escriben como pasatiempo. Tú eres artista, escritor de oficio. Actúa como tal.
Te dejo las palabras que Zafón dio cuando terminó su tetralogía de El cementerio de los libros olvidados:
Si yo hubiera esperado a que la inspiración acudiera a mí de pronto, no habría logrado nada de lo que he hecho.
Calidad: pulir, reescribir, mejorar
El primer borrador es apenas arcilla húmeda: informe, caótica, llena de excesos. Lo que transforma esa arcilla en una escultura es la paciencia de quien la trabaja con las manos, una y otra vez. En literatura, eso se llama edición.
El escritor de verdad entiende que su trabajo no termina cuando coloca el último punto. Al contrario, ahí empieza el verdadero desafío: leer con ojo crítico, tachar, recortar, corregir. La calidad no se mide en la cantidad de páginas escritas, sino en el esfuerzo por que cada línea tenga sentido y esté impregnada de autenticidad.
Un ejemplo sencillo: una frase puede sonar brillante al escribirla, pero al leerla en voz alta revela un ritmo torpe o una palabra innecesaria. Reescribir es afinar un instrumento hasta que la melodía pueda sonar limpia. El escritor que se resiste a corregir es como un orfebre que entrega una joya sin pulir: puede tener valor, pero carece del brillo que la hace inolvidable.
Y debes entender que este proceso es constante. Nunca termina. Con cada lectura a profundidad puedes encontrar siempre —SIEMPRE— algo nuevo que corregir. En una entrevista, Borges dijo que la razón por la que él publicaba era para dejar de corregir sus textos. Y Zafón coincide: un texto nunca está terminado. El truco consiste en saber dónde detenerse.
Voz propia: un modo único de decir las cosas
Aquí está la esencia del escritor. La voz propia no es inventar un idioma nuevo ni ser extravagante a la fuerza; es encontrar ese timbre que hace que el lector te reconozca aunque borres tu nombre de la página (lo que decía en líneas más arriba: si logras diferenciarte de los demás, has escapado al facilismo).
Piensa en un bosque. Todos los árboles comparten raíces con la tierra, pero cada uno se alza con una forma distinta, con un modo particular de extender sus ramas. Así es la voz literaria: bebe de influencias, pero se alza única.
Esa voz no se encuentra en los primeros intentos, ni se copia de otros. Surge de un proceso lento, de leer mucho y escribir más, de fracasar y volver a intentarlo. Es el tono, el ritmo, la mirada con que transformas el mundo en palabras. Dos escritores pueden narrar la misma escena —una lluvia cayendo sobre la ciudad, por ejemplo— y, sin embargo, el lector sabrá distinguirlos: uno lo verá como melancolía, otro como esperanza, otro como ruido de fondo.
La voz propia es lo que hace que tus textos permanezcan cuando los likes desaparecen y los algoritmos te olvidan. Es la marca indeleble que trasciende la moda del momento. Forjar un estilo propio es lo que te hará resaltar y ser inolvidable.
¿Por qué crees que, aunque hay miles que publican al año, sólo pocos permanecen? Porque son pocos los que se toman la escritura con constancia, buscan darle calidad a su trabajo, y se dedican a forjar un estilo propio.
¿A ti te gustaría que te recuerden o que te olviden?
No voy a mentirte: no hay atajos. Y soy de la opinión de que tampoco debería haberlos. Tener la certeza de que tu escritura cuenta con valor literario es una satisfacción que sólo se obtiene con trabajo duro y, por lo mismo, se valora más.
Cuidado con la vanidad literaria
Uno de los grandes males de la escritura contemporánea es la obsesión por la validación inmediata. Como lo he dicho a lo largo de este artículo, muchos creen que el simple hecho de haber publicado un libro es suficiente para proclamarse escritores consumados. Es la vanidad disfrazada de logro. El clásico: «ya publiqué, entonces ya soy escritor».
Pero publicar, en sí mismo, no garantiza absolutamente nada. Lo que define a un escritor no es la existencia de un archivo en Amazon o una copia impresa en la estantería, sino la hondura de lo que ha sido escrito y la huella que deja en quien lo lee; la experiencia compartida entre autor y lector.
El riesgo de escribir sólo para alimentar el ego
Cuando se escribe únicamente para inflar el propio nombre, se pierde de vista el verdadero diálogo que toda obra debería entablar. El ego convierte la literatura en un monólogo vacío, en un espejo que sólo refleja al autor y nunca ilumina al lector.
El escritor que busca únicamente verse publicado —o aquel que aspira a volverse viral con cada publicación que hace en redes sociales— termina siendo rehén de la autocelebración. Sus textos carecen de profundidad porque no nacen de la necesidad de decir algo verdadero, sino de la urgencia por demostrar que puede decir algo, lo que sea (y peor: como sea).
Además, este camino desconecta al escritor tanto de la tradición literaria como de los lectores reales. Y con tradición no me refiero a rituales, sino al aprendizaje previo que nos dejaron aquellos que estuvieron antes que nosotros. La tradición no se honra copiando, pero tampoco ignorando; dialogar con los que vinieron antes amplía la voz propia y la coloca en un contexto mayor. Y los lectores, por su parte, merecen más que un autor obsesionado consigo mismo: merecen obras que los conmuevan, los reten, los acompañen. Hablo, por supuesto, de los lectores conscientes, que buscan elevar sus aspiraciones literarias, no de los que leen por moda, de esos que abundan en booktok, bookstagram, booktube y compañía...
Publicar como primer paso
Publicar no es algo negativo. Al contrario: publicar un libro puede ser de las experiencias más emocionantes en la vida de un escritor. Ver tu nombre en la portada, sostener el volumen entre las manos, sentir el peso físico de lo que antes sólo existía en tu mente, todo eso tiene un brillo que sólo pueden comprender quienes lo han vivido. Publicar un libro es un acto valioso, necesario incluso, porque es la manera en que el escritor pone a prueba su trabajo en el mundo. Pero esa emoción, aunque legítima, no debe confundirse con la meta final. Publicar es apenas la puerta de entrada al oficio, no la culminación del camino.
Ser escritor es un viaje mucho más largo y exigente. Requiere paciencia —nunca dejaré de decirlo—, porque los frutos de la literatura no siempre son inmediatos. Exige humildad, para aceptar que cada texto puede ser mejorado, que siempre habrá algo por aprender. Y demanda dedicación, porque el verdadero arte se sostiene en la constancia, no en el impulso pasajero.
El escritor que se detiene tras la publicación, creyendo que ya ha alcanzado la cima, tarde o temprano se dará cuenta de que en realidad apenas ha dado el primer paso en la montaña. El verdadero oficio empieza después: en seguir escribiendo, en seguir aprendiendo, en seguir construyendo una obra que se sostenga en el tiempo. Un libro publicado puede ser un destello inicial, un faro que anuncia tu presencia en el horizonte literario. Pero lo que hará que esa luz no se apague con el tiempo será la construcción de una obra coherente, profunda y honesta.
La vanidad literaria es un atajo tentador, pero engañoso. Lo sé porque yo mismo la he experimentado. Se siente bien recibir miles de likes, ser leído por, literalmente, millones de personas, pero de todos aquellos que alguna vez me leyeron —incluso de todos los que alguna vez dijeron que soy su escritor favorito—, pocos se han quedado. Y es que la vanidad puede darte el aplauso rápido, pero no te dará permanencia. Si te dejas dominar por ella, te afectará cuando la gente, de un día para otro, deje de seguirte. La literatura no se mide en el ego, sino en la capacidad de permanecer en la memoria de otros.
Te dejo un recordatorio, esta vez de mi cosecha:
Un libro publicado puede hacerte visible, pero sólo tu obra te hará perdurar.
No todos los escritores publican un libro
Por último, quiero hablar acerca de aquel grupo de escritores que se merecen el título con creces y que no se caracterizan precisamente por publicar libros, ni siquiera por esforzarse en destacar en redes sociales. Sí, esos escritores existen. Yo mismo he tenido contacto con ellos. Son casos excepcionales, porque muchos son incluso conscientes de su talento pero, simplemente, no ven su vida embarcada en el acto de publicar libros o desenvolverse en el mundo literario. Y, por supuesto, eso no los hace menos escritores.
Son personas que, en pleno ejercicio de su libertad, optaron por escribir cada día sin pretensión alguna de publicar. Escriben porque lo necesitan, porque es la forma más sincera que han encontrado de estar en el mundo. Llevan diarios que nadie leerá, llenan cuadernos que tal vez acaben olvidados en un cajón, escriben cartas, fragmentos, poemas sueltos. Y dejan, en cada palabra, una parte de sí mismos. Son escritores que podríamos llamar invisibles, pero no por eso inexistentes.
El mercado editorial —y hoy también las redes— ha instalado la idea de que un escritor se mide por la cantidad de libros que publica o por la visibilidad que logra. Básicamente, y como lo mencioné en líneas más arriba, pareciera que el norte de todo artista hoy en día sea esforzarse por captar más atención, en lugar de hacer arte de calidad. Pero, si lo pensamos con calma, la literatura no nació como un espectáculo público: nació como un acto solitario, introspectivo, como una forma de autoconocimiento, de comprensión, de consuelo, incluso de rebeldía. El verdadero escritor no escribe para cumplir con un calendario de lanzamientos ni con un planificador de contenido, sino para entender lo que le pasa, para ordenar su caos o para dotar de palabras al silencio.
Hay personas que, aunque comparten su talento en redes sociales —con sobriedad, con calma, a su ritmo y sin dejarse amedrentar por los algoritmos—, han pasado una vida entera escribiendo sin publicar libros. Algunos por timidez, otros por perfeccionismo, otros porque simplemente no lo necesitan. Debemos comprender que la publicación no siempre es el destino natural del texto: a veces el texto cumple su propósito en el momento mismo en que se escribe. Existe sólo para que su autor lo lea, y eso basta.
No es casual que muchos escritores que son de gran renombre hoy en día hayan alcanzado su fama luego de fallecidos. No les faltó talento, ni pasión, ni oficio. Y en algunos casos lamentables, les faltó una oportunidad. Te hablaré brevemente de algunos.
Franz Kafka pasó su vida escribiendo, y aunque sólo publicó algunos relatos en vida, todos sabemos que la historia cuenta que pidió a su amigo Max Brod que destruyera sus manuscritos tras su muerte. ¿Por qué? Porque Kafka no se consideraba un verdadero escritor y creía que su obra no tenía valor. Si algo podemos aprender de su caso es que la falta de publicación no equivale a falta de genialidad; simplemente, algunos escritores no sienten la necesidad de exponerse al mundo. Resulta irónico que un grande como Kafka haya tenido un concepto muy bajo de sí mismo, y que hoy en día muchos autores mediocres exijan reconocimiento sólo por tener un libro publicado. Lo sé, es algo común, y pasa no sólo en la literatura.
Otro ejemplo —quizá el más emblemático— sea Emily Dickinson, que vivió recluida en su casa y escribió, según cifras oficiales, casi 1800 poemas. ¿Lo irónico? Sólo una docena fueron publicados en vida, y para colmo sin su consentimiento. Sabemos por la historia que Dickinson no buscó fama ni reconocimiento: escribía en papeles sueltos, en sobres, en el reverso de cartas. Su obra fue descubierta tras su muerte, cuando su hermana Lavinia halló sus cuadernos.
¿Te suena La conjura de los necios? Se dice que el autor, John Kennedy Toole, pasó años intentando publicarla, sin éxito, e incluso murió sin verla impresa. Años después, gracias al esfuerzo de su madre, el manuscrito fue publicado y ganó el Premio Pulitzer. Es un caso doloroso y revelador. A él me refería con eso de que algunos escritores sólo necesitan una oportunidad, porque talento tienen. Digamos que son el otro extremo de los escritores que no publican: mientras hay quienes se mantienen en la invisibilidad por voluntad propia, hay otros que son forzados a eso, por distintas circunstancias. El caso de John Kennedy es una muestra de lo cruel que puede ser el sistema editorial con quienes no encajan en su molde.
Por otro lado, tenemos el caso de Gerard Manley Hopkins, quien fue un sacerdote jesuita y poeta inglés. Es considerado hoy uno de los innovadores más notables de la poesía en lengua inglesa, pero durante su vida apenas compartió sus poemas con un pequeño círculo de amigos. Fue su amigo Robert Bridges quien editó y publicó sus obras treinta años después de su muerte. Hopkins escribió con la convicción de que la belleza y el lenguaje eran, ante todo, un acto espiritual. Para él, evidentemente, publicar era secundario.
Joseph Cornell fue un artista visual conocido por sus cajas surrealistas, pero también fue un escritor silencioso. Llenó cuadernos con diarios, reflexiones, relatos y correspondencias que nunca publicó. Sus textos mostraban una mente poética y obsesiva, más preocupada por registrar su mirada del mundo que por compartirla.
Por último mencionaré a Henry Darger, quien, recluso en su pequeño apartamento de Chicago, escribió y dibujó durante décadas una obra monumental: In the Realms of the Unreal, un manuscrito de más de quince mil páginas, acompañado de ilustraciones, mapas y relatos épicos. Nadie supo que existía hasta después de su muerte. Darger nunca buscó publicar; su creación era su refugio. Hoy se lo considera un genio del arte marginal.
Te mencionaría más ejemplos, pero creo que con ellos se puede entender la idea: el hecho de no publicar no disminuye la condición de escritor; sólo redefine nuestra relación con la escritura. Hay quienes la viven como profesión, y hay quienes la viven como refugio. Pero ambas son legítimas. Desde esta perspectiva, el acto de publicar no se ve como el punto de llegada, sino como una posibilidad, una entre tantas formas de prolongar el acto de escribir.
Lo importante es no confundir el silencio con la ausencia. Varios de los mejores escritores que conozco no tienen libros, pero poseen algo que muchos autores publicados no: coherencia entre lo que escriben y la vida que llevan. No aspiran a los aplausos ni al reconocimiento, porque su satisfacción está en el proceso mismo de escribir algo que lleve su esencia.
Así que, si escribes y no tienes libros publicados, no te desanimes ni mucho menos te sientas menos. Tu oficio tiene el valor intrínseco de la pasión con la que lo llevas a cabo, no en la exposición que le des. Hay escritores que publican libros sin alma, y escritores que nunca publicaron, pero que dejan alma en cada línea que escriben.
Aunque suene cursi (ignora la ironía), podemos decir que la literatura, la de verdad, se parece al amor. En lugar de gritarse a los cuatro vientos, necesita simplemente existir, y ser real.
Palabras finales
Primero quiero darte las gracias por leer hasta aquí. Este es, quizá, el artículo que más tiempo me ha llevado escribir, ya que me ha tomado tres días. Y aun así se me han quedado un par de temas fuera. Los dejaré para otra ocasión mientras los termino de pulir.
Me hace ilusión la idea de que todavía hay escritores que aman el oficio y se han propuesto otorgarle calidad a su trabajo, alejándose del facilismo, leyendo más, practicando el doble, exigiéndose como parte de su formación, sin ceder a la vanidad. Espero, de corazón, que tú formes parte de esos escritores. Y que, algún día, cuando publiques tu primer libro —o el siguiente—, lo hagas con la convicción de haber logrado una obra de calidad, y de que es lo mejor que puedes entregar de ti.
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Si tienes alguna consulta, opinión o alguna reflexión acerca de todo lo que has leído hoy, me encantaría leerte. Charlemos en la sección de comentarios, compartamos ideas. Sabes que siempre respondo y estoy abierto al diálogo.
Sin más, me despido por hoy. Te mando un abrazo desde este rincón del mundo.
Que estés muy bien.
Con cariño:
Lee los artículos anteriores:
En esencia, escritores a los que pagaban por escribir un libro para atribuírselo a otro autor.
Abordaré el tema del facilismo con más detalle en otro artículo, pero en términos simples, y tal como su nombre sugiere, el facilismo es la tendencia a —en este caso— escribir algo sin esfuerzo (o con el más mínimo).
La cual puedes leer aquí.
Esto ya lo había tratado en el primer artículo de esta sección, No todo lo que escribes es literatura. Ahí hablo del «acto de reescribir» y de «la mirada del autor», que aquí llamo «calidad» y «voz propia», respectivamente. Aunque, en términos prácticos, trato el mismo tema, las ideas que expongo son complementarias. Como mencioné una vez, todos los artículos de la sección Desde el oficio son interdependientes, por eso mi recomendación es leerlos todos.
Dejaré para luego el tema del bloqueo creativo o la obsesión enfermiza causada por la productividad constante, que es algo que suele ocurrir cuando la disciplina se convierte en autoflagelación (lo que me ha pasado, y que no recomiendo).
Entiéndase como musa a la fuente de inspiración del artista, que puede ser una idea, un sentimiento, un lugar, una evocación, etc., no necesariamente a una mujer inspiradora.









Con esto me recordaste algo cursi, pero que se me olvidaba disfrutar: el viento en el frío. Para mí eso es ser escritor, dejarme llevar y no pensar en absolutamente en nada más que escribir. No sé si sea un profesional, pero agradezco a este noble arte por no matarme, por darme una y otra vez la oportunidad de expresar mi complejidad con tanta libertad.
En hora buena, es muy satisfactorio leerte y sentir que en este mundo mercantil hay mucho espacio para cuestiones del alma...