El día que volví a la casa de mi abuelo
Un mundo que sigue existiendo en mis recuerdos
Hay lugares que, por mucho que sigan existiendo, hace tiempo que dejaron de estar ahí. Ese es el pensamiento que estuvo abordándome mientras recorría, por fuera, la casa de mi abuelo hace unos días, cuando había ido a verla luego de años. Estaba buscando un lugar al que mudarme, y en vista de que me quedaba cerca, decidí pasar por ahí. El barrio, que yo recordaba bullicioso, ahora estaba inundado por un silencio impropio. No había niños jugando en la calle, tan sólo se abría ante mí un espectáculo de puertas cerradas, fachadas planas y con un aire que, si no hubiera sido por la ausencia de asfalto, hubiese resultado señorial.
La casa de mi abuelo cortaba la cuadra de extremo a extremo. Podías pasar por una calle y salir por la otra, tranquilamente. De niño pensaba que todas las casas eran así. Crecí siempre con dos puertas que daban a la calle, y sólo ahora, tras años viviendo en lugares con una sola salida, he podido darme cuenta de lo grande que era. Pasé por una de las fachadas. Las letras grabadas en concreto con el nombre de uno de mis tíos y el número de calle habían desaparecido. En su lugar sólo podía verse una planicie de concreto gris con el número de la calle pintado en azul: 2676, ese bendito número que tantas veces escuché en boca de mi padre cada vez que estábamos en el centro, cuando le indicaba la dirección a algún taxista para llevarnos de vuelta a casa.
Por aquel entonces amaba subir hasta la azotea y jugar con uno de mis amigos. Él desde su azotea, yo desde la mía. Llenábamos globos con agua y nos los lanzábamos, a riesgo de que su madre le regañara por desperdiciar agua y ensuciar. Nos separaba un techo vecino o, mejor dicho, la ausencia de este: era una caída en vertical hacia el primer piso de la casa de al lado. Todos los días, desde ahí, provenía un olor exquisito a comida que siempre quise probar. Cuántos sabores, cuántos aromas, cuántas imágenes, cuántas vivencias, cuántos recuerdos quedaron atrapados para siempre en aquellos muros que ahora observaba desde fuera.
Rodeé la casa hasta llegar a la otra calle. Mi abuelo tenía dos jardines, y en cada uno de ellos había un algarrobo. Hace años, cuando pasé por ahí, vi que sólo quedaba uno, y ni rastro de los frondosos jardines que decoraban la fachada. Ahora, al visitar nuevamente el lugar, no quedaba ninguno. En sus mejores tiempos aquella fachada era la mejor de toda la cuadra. Hoy sólo veía un terreno plano de tierra.
Frente a aquellos jardines que ahora sólo yo podía recordar, estaba el parque, que ahora parecía más bien un complejo deportivo. No quise recordar todas las veces que corría con mis hermanos por el perímetro, jugando, gritando, pero me fue imposible. Era una época en la que no había celulares —o no estaban proliferados, mejor dicho—, y aunque yo no era precisamente de aquellos niños a los que sus padres les daban total libertad para quedarse todo el día fuera de casa, sí pude pasar varias tardes ahí, trepando árboles, practicando volantines sobre el pasto hasta que se me subían las hormigas, y jugando con la pelota, ya que por entonces me gustaba el fútbol.
Y hablando de fútbol, recuerdo también cuando mi tío, primo de mi padre —que era entrenador de un equipo deportivo local—, nos hizo entrenar en aquel mismo parque. O cuando mi padre jugaba con nosotros. O cuando jugábamos con los amigos —por entonces cualquier niño al que conocías podías llamar amigo— en la calle, colocando piedras a modo de arcos, con una pelota vieja que tarde o temprano iba a chocar contra la puerta de alguna vecina gruñona que salía a gritarnos que no golpeemos su puerta, que juguemos en otro lado…
Ahora es que me doy cuenta de que, pese a los constantes problemas familiares —que hoy me hacen agradecer el hecho de vivir solo—, hubo momentos en los que fui feliz, de los que no fui consciente mientras transcurrían, porque más importante que buscarles un sentido o darles valor, era simplemente vivirlos, sin pensar en el mañana, sin sentir nostalgia, porque los recuerdos los estaba construyendo apenas: no se puede sentir nostalgia si no hay un lugar o un día al que se desee regresar. Y en mi niñez, incluso el dolor, la incertidumbre, eran todo el mundo que conocía, con sus destellos leves de felicidad y esperanza.
Recuerdo que me refugiaba en mis dibujos, llenando páginas y páginas de líneas que comenzaban siendo errantes y terminaban uniéndose en un andamiaje de tinta que sostenía la existencia fugaz de los personajes que me inventaba para no sentirme tan solo. Yo estuve ahí, en mis cuadernos, dándoles vida a mis sombras, intentando olvidar que me encontraba en mitad de una gresca que ocurría a mis espaldas y cuyos efectos se extendían hasta reducirme a un estado de obnubilación constante. Jamás quise ser consciente de eso, de un padre que se desvivía por sostener a una familia resquebrajada, de una madre que jamás quiso a su esposo y le hacía la vida imposible traicionándole en su propia casa. Yo, entretanto, permanecía callado, intentando encajar las piezas de un rompecabezas que me resultaba demasiado complejo para mis ocho años.
Mientras caminaba por en medio de aquel parque, pensé en que quizá por eso, ahora, me duele recordar incluso los momentos felices, de juegos con la pelota, con mi papá y mis hermanos. Porque es probable que aquellos fueran también los únicos momentos felices de mi padre, a quien jamás terminaré de agradecerle por no rendirse.
Eché un vistazo a la fachada de la casa de mi abuelo, que se veía ya lejos desde el otro extremo del parque. Quizá, por todo el amor que nunca vi entre sus muros, es que pasé luego tantos años dedicando esfuerzos inútiles a buscarlo en donde claramente no iba a estar. Quizá fui demasiado ingenuo. Quizá nunca debí haber emprendido aquella búsqueda. Quizá sólo necesité un abrazo a tiempo, algo, lo que sea, que me transmitiera la seguridad de que no iba a tener que elegir entre dos caminos, aunque finalmente iba a quedarme sin ninguno. Por supuesto, la soledad me atormentaba por entonces. Un niño siempre va a tener miedo de enfrentarse al mundo, hasta que descubre que el mundo es un cúmulo de almas tan rotas como la suya, y aprende a buscar un entresijo, un espacio en el que habitar sin incomodar, en el que desenvolverse sin estorbar en el paisaje. Tal vez por eso, más pronto que tarde, aprendí a abrazar la oscuridad, la soledad y el silencio.
Me alejé del parque, me alejé de aquel barrio, de los vecinos que —si es que seguían vivos—, estaba seguro de que no iban a reconocerme. Me alejé de mis recuerdos o, mejor dicho, los llevé conmigo de vuelta, silenciándolos con cada paso, intentando convencerme de que aquel mundo ya no estaba ahí, de que aunque mi vida fuera un vestigio suyo, yo hace tiempo que dejé de pertenecerle. Caminé con pasos apresurados hasta alejarme lo suficiente de la casa de mi abuelo, sabiendo de antemano que estaba equivocado, que tarde o temprano volvería ahí en sueños, como ha sido desde entonces, desde hace tantos años, desde hace tantas vidas…






