Este texto lo escribí en colaboración con mi amigo y colega Joel Estrada, hace ya varios años. La primera vez que vio la luz fue en mi libro Tormenta de Pensamientos, que por entonces tenía una sección dedicada a colaboraciones. Hoy traigo este texto para ustedes, lectores, y espero que sea de su agrado. Feliz lectura, feliz domingo, feliz vida. 🫶
Me he levantado temprano. Algo me dice que hoy será un gran día, así que he preparado café. Metí una rebanada de pan en el tostador, y creo que le untaré mermelada de durazno. Iré a la oficina, como de costumbre, y cumpliré con mis obligaciones a tiempo —como de costumbre—, para volver a ser el empleado del mes. Este será un gran día, como todos los anteriores. Llevo alrededor de dos años con días como este, con dolores en lugares a donde mis manos no llegan, con la habitación apestando a vacío y el corazón echando a correr escaleras abajo. Desde que te fuiste, no hay más que días como este, donde las mañanas también son finales, donde las noches son el inicio de un sinfín de intercambio de palabras con una esperanza hueca y donde a las malas noticias hay que recibirlas con los brazos abiertos. Ya te digo, días en los que brilla el sol y el frío del amanecer ya no congela. Días donde el desorden forma parte del decorado, donde anidan los recuerdos.
Debo confesar que eso me ha cambiado. He dejado de caminar a media calle, por ejemplo. Ahora lo hago sobre las aceras, como si un asomo de prevención me lo dictara. No voy a engañarte: me reconforta y me llena de una tranquilidad inexplicable. Ya no le tengo pavor a las alturas, me he acostumbrado a mirar a la soledad a los ojos y el miedo que le tenía a la oscuridad se ha evaporado. Pienso que ella —la oscuridad— también se sentía sola sin tu presencia. Ahora nos hacemos compañía como dos amigos íntimos que se conocen a la perfección y comparten confidencias. Es menester que sepas que el lado de tu cama ya no es tan frío, y eso se debe a que ya no duermo en la cama. Encontré un sofá cómodo en donde verter mis lágrimas. La hora exacta de mis comidas ahora es una prioridad. Estés o no, nunca me falta el apetito. Así que ya no te espero. Como si debiera hacerlo. Bebo si me da sed. Todo es más sencillo. Eso sí, me he vuelto más huraño. No soporto el ladrido de los perros pequeños, el llanto de los niños, ni los ruidos que hace la gente al masticar. Le he cogido un rencor absoluto a la Navidad y las luces de colores. Lo que antes me parecía divertido de bailar ahora lo detesto con todas mis entrañas (te diría que con mis fuerzas, pero esas las utilizo para todo menos para odiar). Quizá era cuestión de tiempo comenzar a odiar todo eso que me hace recordar tu sonrisa.
A veces quisiera borrarte por completo. Exterminar de mi memoria tu presencia como si se tratase de una fotografía entregada a las llamas. Hacer como si nunca hubieses existido, como si lo que viví contigo hubiese sido parte de un mal sueño. Una pesadilla de mi infancia, de esas que uno nunca acaba de recordar por completo. Pero acabo tragando amargo cuando pasas nuevamente, paseando por el ayer y poniendo lo que yo dejé de lado, en el mismo sitio donde lo dejaste. Y odio ese lugar, ese maldito pasado que es una película que no cesa de rebobinar en mi cabeza. Aun con todo, sólo tengo buenos días, de esos en los que corre la calma y la inconsistencia de las promesas que nunca se cumplen, pero que aun así aprendes a asimilar como parte de la rutina. Sólo buenos días, que a veces quiero pensar que se tratan de otros cualquiera, de esos días que tiene todo el mundo cuando sale de casa y sonríe, quizá para engañar a otros o para terminar de creer ellos mismos que, aunque estén incompletos o con un montón de grietas en el alma, la vida sigue y nunca deja de ser hermosa.
Qué puedo decirte a estas alturas de mi vida. Si te has ido, eso es algo que no puedo manejar. Puedo escribir, echarme a llorar, mantener el equilibrio de una sonrisa puesta al revés. Puedo decir que no te necesito, que puedo solo, que estás de más y que aunque vuelvas no te abriría las puertas. Pero —y este es un pero que me pesa— ambos sabemos que es mi intento de apaciguar las llamas que se encendieron en tu ausencia. Puedo tener días tranquilos y decir que son buenos, fingir que no me duele el ver a otras personas lograr todo lo que yo soñé contigo; puedo intentar ser feliz a riesgo de fracasar y terminar con daños severos pero a todas vistas predecibles. Porque esto es más un intento de supervivencia que de acoplamiento. La providencia no me sonríe, pero tu recuerdo sí. Y no sé qué es lo peor de todo, si vivir felizmente sabiendo que te he superado y no necesito más, o morir lentamente aceptando la poca paz que me otorga la imagen del vapor de tu presencia fugaz.