Carta 14. Si el dinero y el estatus no importaran, dedicaría mi vida a hacer esto
Respondiendo a la tercera pregunta
Hoy respondo a la tercera pregunta de la serie de quince preguntas que encontré navegando en Instagram.
Si no tienes idea de qué trata, te cuento rápido: navegando en Instagram, un día encontré un reel con quince preguntas introspectivas para hacer journaling. Las respuestas a cada una de las preguntas las estoy compartiendo aquí en forma de cartas para que las leas y me acompañes en este viaje de reflexiones que, además de permitirme tener siempre una idea a la mano para escribir, es una oportunidad genial para conocerme más, ordenar mis ideas, y compartir contigo lo que voy descubriendo de mí mismo.
Dicho esto, te doy la bienvenida a la carta de hoy, en la que responderé a la tercera pregunta.
Si el dinero y el estatus no importaran, ¿qué elegirías hacer y por qué?
Voy a pecar de predecible, supongo, pero mi primera respuesta es obvia: escribir. Esta semana, en el más reciente artículo que publiqué para la sección Desde el oficio, escribí:
No podemos darnos el lujo de tomarnos la escritura a jornada completa: sentarnos a escribir durante ocho horas, mantenernos al margen de las redes sociales, teniendo la plena seguridad de que una editorial grande apostará por nuestro trabajo y publicará el próximo libro que escribamos. No. Ese lujo se lo pueden dar escritores de renombre…
Si no tuviera que preocuparme por el dinero, empeñaría a darme ese lujo que, como apasionado por la escritura, anhelo con el alma: dedicar mis días a escribir poemas, cartas, historias y reflexiones varias, además de mi diario. Si bien en mi día a día puedo darme espacios para hacerlo, fantaseo con poderme dedicar a ello a tiempo completo.
La ambición sería distinta, por supuesto. Ya no me guiaría el dinero, sino el placer, la llenura, la pasión pura, alejada de toda pretensión utilitaria. Vivir para escribir y escribir para existir con plenitud.
Ahora vivo, en parte, de la literatura, pero no como escritor, sino como editor. Es un oficio mejor remunerado, pero más esclavizante. Por ello, sería un sueño cumplido poder dedicarme por completo a escribir, confiando en no tener que preocuparme por dedicar parte de mi tiempo a trabajar en otra cosa para cubrir mis gastos, o a crear contenido en pos de construir una comunidad en redes sociales.
Creo que ahora, como escritor, esa es mi mayor ambición: vender tantos libros que no haga falta tener que autopromocionarme. Yo estoy en las redes porque necesito hacerme notar, usarlas como escaparate, como un exhibidor virtual de mi trabajo para que el público sepa de mí, de lo que hago, y compre mis libros. Pero si no hiciera falta hacer nada de eso, abandonaría las redes sociales, eliminaría las pantallas de mi vida, y volvería a vivir rodeado de libros, soledad y silencio.
A propósito, no puedo concebir una vida dedicada a la escritura sin la lectura. Y esto me lleva a la segunda respuesta: me dedicaría a leer.
Soy uno de los afectados por esta epidemia modernista en alza: tengo muchísimos libros pendientes por leer. Este mes, de hecho, quería comprar más libros, porque una de mis librerías favoritas lanzó una promoción que pone en vigencia una o dos veces al año y que no suelo perderme, pero en vista de todos los libros que me siguen esperando desde hace, literalmente, años para que los lea, además del hecho de que no me gusta tampoco actuar por impulso, desistí.
Antes, cuando no tenía celular (qué casualidad, ¿no?), todo mi tiempo se iba en leer libros. Recuerdo que, incluso, me las arreglaba para leer en el mercado, cuando trabajaba ahí. En medio del ruido, de las interrupciones constantes, yo vivía en mi burbuja de historias y emociones. En la calle leí Marina, de Carlos Ruiz Zafón; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde; La metamorfosis, de Kafka, y otras joyitas que ahora no recuerdo. Me sobraban razones para distraerme y, aun así, yo me concentraba, siguiendo la ilación de la historia, sumergiéndome en la lectura para lograr comprender ideas aparentemente complejas. Quisiera volver a eso: a los días enteros de lectura —pero también de desconexión—, a los desvelos con los ojos pegados a las páginas de un libro, a mi mente sumergida en calles, colores, atmósferas, sensaciones…
Hoy me paso los días encerrado en casa, ya que mi trabajo es virtual y no me gusta salir mucho. No hay ruido del tráfico, no hay clientes preguntando por precios, mi mente no está en constante alerta. Y, sin embargo, tengo más distracciones que antes. El ruido ahora está en mi propia mente, en el maldito impulso de revisar el celular cada minuto, en la ansiedad que me provoca el pensar en el mañana, en todas las cosas que tengo pendientes… Vivo con la sensación de que me falta tiempo, pero soy consciente de que lo que en verdad ocurre es que me falta dirección. Tiempo tengo tan de sobra que hasta lo desperdicio (algo de lo cual no me enorgullezco). Es un mal hábito, pero mis anhelos más profundos siguen ahí, porque hago mi esfuerzo por volver a los libros o, por lo menos, a la lectura, pues dedico tiempo a leer artículos aquí en Substack y en otras plataformas a las que estoy suscrito.
Pero, eso, que quisiera leer más, apagar durante unas horas al día todo el ruido que hay en mi mente, recuperar mi amor por los libros… o dedicarles tiempo de calidad, mejor dicho. Porque el amor sigue intacto, ya que si algo he aprendido con los años es que ese es un amor que no muere.
Pero, además de leer y escribir, me dedicaría a dibujar, como cuando era niño. Inventar personajes: hombres, mujeres, híbridos, bestias, demonios…
Recuperaría el gusto por elaborar historietas. Recuerdo que en tercer grado de primaria llevaba al colegio un cuaderno amarillo en el que estaba creando una historieta con los personajes de Los Súper Campeones, que era mi programa favorito por entonces. En aquel tiempo también salió un álbum de dicho programa y yo usaba las ilustraciones que venían en las páginas y en las láminas para tomarlas como referencias y dibujar mis personajes hablando, haciendo algún gesto, o ademanes propios del fútbol: dando patadas, saltos, driblando, etc. Un día de esos, la profesora de Inglés notó que, en lugar de hacer apuntes sobre la clase, estaba avanzando con mi historieta, y me llamó la atención. Pero esa historieta me tenía obsesionado. Lo primero que hacía al llegar a casa era abrir mi cuaderno amarillo para continuar dibujando y escribiendo.
Mi última historieta la realicé el año 2014, si mal no recuerdo. Han pasado más de once años que, por cierto, coinciden con mi dedicación plena a la escritura. Hoy sigo dibujando algunos bocetos, pero no es lo mismo. Antes era mi actividad principal y ahora mi actividad principal es escribir. No me arrepiento del cambio, en absoluto, pero uno nunca olvida a su primer amor, y en mi caso, ese fue el dibujo.
Así que, si no tuviera que preocuparme por el dinero, mi vida estaría sostenida por esos tres pilares: la escritura, la lectura y el dibujo. Pero eso no es todo lo que disfruto hacer. También me dedicaría a todo lo que tenga que ver con la actividad contemplativa: observar paisajes, tomar fotos, charlar con amigos sin prisa, sin preocupaciones.
Recuerdo los tiempos muertos de mi niñez —y buena parte de mi adolescencia—: horas y horas que dedicaba a actividades tan banales como buscar figuras en las texturas del techo, o mirar la luz en polvo cayendo en columnas finísimas que se filtraban desde el techo de calamina. Me desesperaba no tener nada que hacer. No poder salir a la calle porque no tenía permiso de mis padres, no dibujar porque no tenía ganas, y no hacer tareas del cole porque nunca me gustó hacerlas. Esos tiempos muertos, que antes me desesperaban, hoy los añoro.
Y no es que esos tiempos muertos hoy no existan, es que ahora, incluso los tiempos muertos implican estar conectado a internet. Estar sin hacer nada es estar con los ojos pegados a la pantalla, scrolleando, viendo tonterías en TikTok, revisando notificaciones de likes, comentarios y mensajes que alimentan ese ego que me dice que, aunque nadie me note en la vida real, en internet muchos saben que existo.
Por eso, en estos últimos días, he estado haciendo el esfuerzo de dejar el móvil intacto y, simplemente, dedicarme a respirar, a pensar, y encontrarme con esas ideas que aparecen en el silencio y el aislamiento que sólo me puedo permitir de noche, cuando intento dormir, ya que es ahí cuando me asaltan los pensamientos y me mantienen despierto hasta la madrugada, por muy temprano que me acueste. Pero no es algo de todos los días. Siempre termino revisando el móvil por impulso. Es raro pensarlo, pero podría decir que echo de menos aburrirme, aburrirme de verdad… supongo que será materia de reflexión para otra carta.
Cuando era niño, también, pasaba horas hablando con mis amigos del barrio. Después de una tarde de fútbol en el parque —sí, hubo un tiempo en que amaba jugar fútbol—, nos reuníamos a la puerta de la casa de uno de nosotros a hablar. Obviamente no recuerdo los temas específicos de los que hablábamos, pero nunca faltaban las historias de miedo ni las risas. Hoy, esas reuniones son inexistentes, y no conservo a ninguno de esos amigos, por no decir que ni siquiera puedo recordar sus nombres.
El grupo grande de antes fue reemplazado por un círculo social minúsculo. La última conversación que recuerdo y que se puede parecer a las de antaño, fue la que tuve con uno de mis mejores amigos en la plaza principal de Chiclayo. Luego de ir a cenar algo, nos sentamos en una de las bancas a matar el tiempo, charlando. Nos quedamos hasta las tres de la mañana hablando de las relaciones que tuvimos y que no funcionaron, del dolor que eso implica, de las decisiones que tomamos, de los anhelos que, a pesar del tiempo y las circunstancias, todavía perseguimos… en definitiva, fue un intercambio de confidencias (no por nada es mi mejor amigo) que me hizo sentir más que bien.
Tuvimos más conversaciones profundas luego, pero ninguna nos hizo desvelarnos en la calle. Eso ocurrió hace un par de años. No hemos vuelto a repetirlo, precisamente porque hay que dedicar el tiempo y el esfuerzo a cosas más urgentes como el trabajo, pero, como decía, si no fuera necesario el dinero, las conversaciones con mis amigos estarían a la orden del día. Dedicaríamos tiempo a llevar a cabo planes, como conocer lugares, que es algo que nunca he hecho con ellos pero sé que esa es una afición que ellos sí tienen: viajar a pueblos nuevos. En palabras breves, me dedicaría a fabricar recuerdos con mis mejores amigos.
Por otro lado, siguiendo con el recuento de las cosas a las que me dedicaría si no tuviera que preocuparme por llegar a fin de mes, está mi gusto por la cocina.
Yo cocino desde los ocho años, y lo que antes era una responsabilidad, poco a poco fue convirtiéndose en gusto. Me gusta cocinar porque disfruto comer. Es tan simple como eso. Un tiempo, mi gusto por la cocina creció al punto de que estaba considerando seriamente estudiar Gastronomía, pero con lo caro que resultaba, desistí. Años después, trabajar en varios restaurantes me enseñó lo agotador y estresante que es dedicarse a eso. Preferí, entonces, mantener el cariño del oficio antes que aprender a odiarlo gracias a esas jornadas. Hoy no pienso dedicarme a la cocina de forma profesional, pero nunca he dejado de aprender, y el gusto permanece intacto.
Cuando me independicé, hace poco más de un par de años, me dediqué a comer en la calle y dejé de cocinar, porque en el lugar donde vivía el dueño no permitía cocinar. Ahora que me mudé, cocino todos los días. Y he vuelto a sentir ese placer indescriptible de probar nuevamente mi sazón después de tanto tiempo. Una sazón heredada de mi madre, todo hay que decirlo.
Así que así está la cosa: si no tuviera que preocuparme por el dinero, me dedicaría a escribir, leer, dibujar, cocinar y «no hacer nada», o aburrirme a conciencia. Aquí añadiría también entrenar, hacer ejercicio. Si algo debo admitir con respecto a esto último, es que la única razón por la que me ejercito es para comer sin culpa.
Ahora que lo pienso, acabo de describir una vida sencilla: escribir, leer, dibujar, cocinar, observar, pasar tiempo con los amigos, ejercitarme… Tal vez el secreto de la felicidad —o al menos de la mía— está en la simpleza. Resulta irónico que mi ambición más grande consista en algo que podría considerarse tan poco. Pero, definitivamente, si no tuviera que ir tras el dinero, buscaría mi paz. Sería feliz. Y compartiría esa felicidad con las personas que me importan.
Ahora me gustaría leerte a ti.
Si el dinero y el estatus no importaran, ¿qué elegirías hacer y por qué?
Te leo en comentarios.
Muchas gracias por acompañarme hoy.
Con cariño:








Coincido en bastante de lo que dices. También me preocupa el dedicar más tiempo a hablar sobre lecturas que a leer libros; a escribir sobre escritura, en vez de escribir libros. Esto de Substack tiene mucho peligro, vienes buscando almas parecidas y terminas encontrándolas.