Hola, lectores. Hoy toca una nueva entrega de Apuntes sueltos.
Apuntes sueltos es una sección en el blog en la que comparto textos, generalmente en prosa, de distintas temáticas. Se caracterizan por ser inéditos y, sobre todo, breves. Pueden ser reflexiones, relatos, observaciones, ideas, y los publico en conjunto en una sola entrada, ya que son de esos escritos que encajan en el género de dietario literario, como las famosas Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro, obra de la cual me he inspirado para escribir estos textos.
Sin más, les deseo una feliz lectura.
1
Ayer, mientras revisaba en mis archivos, me encontré con varios textos que nunca me atreví a publicar porque el mensaje que daba en ellos distaba mucho de mis ideales, aquellos que pasé —hasta hace unos años—, defendiendo toda mi vida. Pero creo que una de las cualidades de cualquier ser humano es la divergencia progresiva. A medida que uno va conociendo el mundo, aprendiendo y desaprendiendo cosas, el modo de ver y percibir la vida se vuelve distinto. Se dejan de lado ciertas creencias, se da apertura a nuevas perspectivas y, sobre todo, el pensamiento se abre, ya no sólo a nuevas ideas, sino también a nuevas interpretaciones de las ideas que ya teníamos previamente. Uno se sorprende diminuto, como un viajero que, acostumbrado a andar por el mismo sendero, descubre que existen diferentes caminos para llegar al mismo sitio. No es cuestión de perderse, sino de disfrutar de paisajes diferentes. Creo que la vida, al final, es una de esas aventuras un tanto extrañas, porque puede no ser emocionante para todo el mundo, pero basta con que lo sea para uno mismo. Y bajo esa premisa es que miro aquellos textos que escribí hace tiempo y que ayer encontré. Publicarlos será otra forma de conectar con el propósito inicial del Heber que comenzó a escribir hace prácticamente doce años: para explicarse a sí mismo las cosas, por una necesidad de llenura propia y no para complacencia ajena. Será un recordatorio de que, el hecho de tener a los lectores que tengo, no implica una renuncia a mi identidad: soy humano, y por lo mismo tengo derecho a cambiar, a no gustar, a explorar, a contradecirme, a incomodar, así como tanto tiempo he enternecido, he consolado, he acompañado, he enamorado. Después de todo, si soy escritor de ficciones, más me vale explorarlas en su totalidad, y por muchos años que lleve escarbando en las entrañas de la invención literaria, aún no he dado con la milésima parte todo lo que abarca. Me faltan tantas historias por explorar, tantas circunstancias que experimentar, tantos hombres que personificar, tantos defectos que exhibir, tantas voces que hacer mías, tanto odio que expresar, tanto amor, tanto rencor, tanta sapiencia, tanta ignorancia, tanto desprecio, tanta añoranza, tanto, tanto, tanto... Lo bueno es que estoy seguro de que habrá gente dispuesta a acompañarme en esos viajes que haré sin pedir permiso ni perdón. ¿Lo mejor? Que después de explorar todas esas posibilidades, siempre tendré a mi disposición aquel camino esperándome: aquel que me regresa a mí, al hombre que soy detrás de todas aquellas máscaras que me pongo para escribir.
2
Observo los libros que tengo: tantas ediciones hermosas, tanta elegancia en portadas y páginas. Maquetaciones preciosas, tipografías exquisitas, dignos gramajes. Releo los libros que me enseñaron tanto, mis favoritos de toda la vida. En sus historias aprendí a armar una frase, a construir un texto, a jugar con las palabras hasta volverme, si no un maestro, al menos alguien con la suficiente experiencia como para no reducirse a la categoría de novato. Y aun con todo —los libros publicados, los lectores que tengo, el nombre que me he forjado—, todavía sueño con publicar algún día el libro que me haga sentir completamente satisfecho. Ese que, al sostenerlo en mis manos, me haga sentir que todos mis años en el oficio han sido por fin justificados con creces. Sueño con escribir un libro que me haga desear morir en paz, porque mi deuda con la literatura por fin habrá sido saldada, porque ha llegado el día en que ya no habrá nada pendiente. Pero nada está dicho. ¿Escribiré ese libro? ¿Se trata de sólo un libro, o un conjunto de ellos? ¿Lograré ese objetivo? Son preguntas que, al final, sólo el tiempo y mi buena disposición en la escritura podrán contestar...
3
Una lectora hoy me dijo que existen dos tipos de nacimiento: uno, el natural: el día que llegamos al mundo; y otro, el día en que descubrimos nuestro propósito y comenzamos a vivir de forma más consciente y apasionada. Y, la verdad, es que yo concuerdo con ella. De hecho, el día que decidí ser escritor es para mí más importante incluso que mi cumpleaños. De todos los trabajos que he tenido, de todas las artes por las que he pasado, la escritura no sólo ha sido una constante, sino que se ha convertido en ese lugar al que siempre regreso y en el que mejor me desenvuelvo. No he tomado decisión más adecuada en mi vida que la de convertirme en escritor. Lo mejor es que no me he limitado a leer libros ni a escribirlos, sino que también decidí editarlos. Me gusta pensar que existen lectores, en alguna parte del mundo, amando mis libros. Y escritores, también, viviendo el sueño de su libro publicado gracias a mi trabajo. En ambos casos estoy ahí, dejando una huella indeleble, siendo inmortal, trascendiendo a través de mis palabras y de las de otros, encontrando el sentido de mi vida en cada libro que publico, que es, a fin de cuentas, la razón por la que he nacido por segunda vez.
4
Y el silencio, sin jugar un papel importante, terminó ganándonos la partida. Lo supiste desde el inicio: cuando las palabras se acaben, nos iba a quedar la poesía, aunque fuera disfrazada de miradas, encuentros a la sombra de la indiferencia ajena. Pero al final nos quedó al menos que un suspiro, un muro de mutismo, la gran losa que terminó sepultando las raíces de las flores que sembramos. Y ni siquiera pudimos despedirnos.
5
Yo sí escribo para ser leído. Si no quisiera ser leído, me guardaría todos mis textos para mí, desaparecería de las redes, eliminaría mi blog. Entre tantos escritores que manifiestan que escriben para ellos mismos sin importar si los leen o no, yo opto por la sinceridad del oficio. Porque es gratificante para mí saber que alguien conecta con lo que escribo, que le dedica tiempo, que lo valora. Siempre he pensado que uno debería trabajar en aquello que le apasiona, así que, si además de una pasión, la escritura se convierte en mi fuente de ingresos —y, por lo tanto, en mi sustento—, ¿qué cosa podría ser mejor que eso? Hace años que dejé de ver a la escritura como simple pasatiempo. Para mí es un oficio: mi trabajo. Y tengo todo el derecho de cobrar por ello. Me gusta ser leído. Me gusta que las personas compren mis libros, que me paguen por escribir algo, que paguen para suscribirse a mi blog a cambio de un trabajo de calidad, porque si quiero que la literatura pague mis facturas, he de verla como un trabajo y otorgarle el valor que merece.
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Cuando uno se toma la escritura como oficio, deja de verla como algo que proviene sólo de la inspiración. Las musas son para el que se toma la escritura como un pasatiempo; el trabajo real es para el escritor, para el artista. Bien decía Carlos Ruiz Zafón:
«La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea, y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración».
Si uno se queda esperando siempre a las musas, no escribiría todo lo que quisiera escribir.
7
He leído tantas historias, he visto tantos mundos literarios… eso a veces me causa cierta inquietud, porque también estoy creando mi propio universo literario. ¿Qué podría ofrecer yo que alguien no haya ofrecido ya? En ocasiones como esta es cuando recuerdo una de las máximas de Zafón: «Más importante que tener una buena historia, es el modo de contarla». O cuando uno de sus personajes dijo: «Tráigame una historia que no haya leído nunca. Y si ya la he leído, tráigamela tan bien escrita que no me dé ni cuenta».
Con esto comprendo que todo está dicho, que nadie crea algo desde cero, y que debo concentrarme en contar una buena historia, pero, sobre todo, debo concentrarme en contarla bien. Es como cuando empecé a escribir poesía: lo hice usando un estilo propio, en medio de tantos otros que también escribían poesía. Y pude encontrar mi lugar, y hacerme notar.
Aunque se vean los mismos paisajes, ningún viaje se parece a otro.
8
Estoy acostumbrado a ser el que escribe: el poeta, el que se inspira, el que dedica, pero casi nunca he experimentado lo que se siente estar al otro lado de la ecuación. Y quizá por eso aún no me acostumbro a verme reflejado en la forma en que ella me mira pero, sobre todo, en la forma en que piensa en mí. Digo esto porque ella escribió algo. Algo especial, muy significativo: escribió nuestra historia resumida en unas cuantas líneas. Escribió lo que sentía por mí. Y a medida que leía, me sorprendí reflejado con fidelidad en cada palabra. Una voz en mi mente decía: «¿De verdad significo todo eso para ella?», y no fue hasta terminar de leer cuando comprendí que sí, que por muchas sombras que me cubran, ella siempre sabrá encontrar ese resquicio por donde se filtra una luz hermosa. Una luz que, aunque ella asegure que proviene de mí, sé que es más suya que mía. Y tuve la sensación, por un momento, de ser el centro del mundo. Tuve miedo, sí, pero también me sentí afortunado, querido, considerado. No hay nada más bonito que unos ojos que saben mirar aquello que no sabías que tenías.