Si algo he aprendido durante el tiempo que estuve contigo y, aún más, durante el tiempo que estuve sin ti, es que el recuerdo tiene un aliciente y ese aliciente es el dolor. No existe un estímulo más efectivo que él, tanto si se trata de una herida física, emocional, espiritual o, como tú, sentimental. Comenzaré diciendo que pocas mujeres he conocido con la capacidad de hacerme temblar la piel con una caricia, pero sólo tú has podido hacerme temblar el alma con una mirada. Y eso es lo más cerca que he estado de entregarme al sopor que ofrece la pérdida de conciencia en los brazos de alguien por quien, además, había apostado todas fichas de mi vida.
No eras perfecta, para qué engañarnos. La perfección es una de esas ironías inventadas por alguien que vio este mundo tan abúlico que, para rescatarlo de la desesperanza, no tuvo idea más brillante que presentarle una meta tan inalcanzable como bonita, y a eso se le llamó perfección. No eras perfecta, pero eso no impidió que te haya visto como alguien ideal. Alguien con quien no hubiese estado mal darme más oportunidades que resignaciones. Alguien que no cumpla con las expectativas de todo el mundo, pero sí con las mías. Y quise hacerte feliz. Te amé ahí, en mitad del invierno y de las miradas frías de soslayo del resto. Y sé que lo que hice no estuvo mal.
No estamos juntos, pero ganas no me faltan, aunque nos han dicho tantas veces que una promesa no debe romperse. Te prometí alejarme y alejarte si es que volvías. Eché a golpes mi sentimentalismo y las secuelas hoy me arden. Hay un vacío con la forma de tu sonrisa, que por las noches araña las paredes de mi alma, como si buscara extenderse allí por donde el dolor pintó del color de tu boca las partes de mi piel que hace tiempo dejaste de besar. Nos hemos convertido en fantasmas, que miran el reloj como si estuviesen esperando algo importante; dos que por las noches ahogan las penas en un vaso de lágrimas; dos que cuando se ven por casualidad en la calle fingen no reconocerse, cuando antes morían por encontrarse y se buscaban detrás de cualquier persona. Quizá sea ese el precio a pagar por haber matado un amor que pedía a gritos una oportunidad más. Quizá seamos nosotros los culpables, los que convertimos el amar en un acto suicida, una inquisición entregada a un propósito extincionista. Quizá seamos los que siempre estuvieron equivocados, los que nunca tuvieron malas intenciones, sino malos procedimientos.
Hoy te recuerdo abanderando el cielo con tu sonrisa seductora. Te recuerdo embelleciendo mi vida con un abrazo, con el contacto de tu piel con la mía, en roces que tenían lugar más allá de la vista de cualquiera. Solíamos viajar por tantos lugares, e incluso guardábamos secretos como si nos hubiésemos convertido en una caja fuerte con uso compartido. Y lo mejor era que aquello no nos lo quitaba nadie, ni siquiera el tipo que quiso entrometerse, al que atribuías el valor de una amistad que velaba un objetivo que nada tenía que ver con el compañerismo; no nos lo quitó ni siquiera aquella mujer de lana y cera, a la que más de una vez miraste con un recelo comprensible pero innecesario. Cómo no recordarte, entonces. Cómo no caer en la cuenta de que te quiero de vuelta. Cómo evitar buscarte en otras caras ni llamarte por las noches. Cómo. De aquellos días me queda el olor de la lluvia empapando nuestra ropa. Puedo oler aquel calor de tu cuerpo si cierro los ojos. Me quedan las fotografías que hice en mi mente de cada momento en el que tarareabas alguna canción a solas, o veías el atardecer por la ventana.
Ya te digo que nada de lo que hicimos fue malo, simplemente no logramos hacerlo bien. Ver cómo estamos ahora convierte a aquella promesa que te hice en un peso demasiado grande. Porque recuerdo que más de una vez rompí mis propias promesas contigo y ahí estuviste, pasando por alto mis faltas. Más de una vez te herí y no lo tuviste en cuenta, y entonces aprendí a odiarme y a quererte más de lo que alguna vez quise a alguien. Hoy estás lejos, es cierto —y duele aceptarlo—, pero la próxima vez que te tenga cerca, no impediré nuestra coincidencia, no voy a alejarme ni a alejarte, porque he aprendido que las promesas son como las esperanzas: una vez que se acaba con la primera, el resto se rompen fácilmente y sin remordimiento. Yo quiero verte y convencerme de que aún me recuerdas, ya no me importa si lo haces con dolor, tal como yo lo hago contigo. Me importa saber que no me has echado al olvido tan rápido, tal como me cuesta hacerlo a mí.
Como siempre, Heber. Deseando leer más, me quedo con el desazón de qué prosigue.
Eres un buen escritor.
Saludos desde Colombia.
Imposible terminar de leerlo sin un nudo en la garganta