Sus ojos se robaron mis palabras. Eran profundos y parecían exponer la antesala a un abismo. Admito que me sentí tentado de saltar, de acariciar su rostro con mis yemas temblorosas. Quise hacer tantas cosas pero el miedo congeló cualquier asomo de movimiento. Sólo quería que lo supiera, pero no se lo dije: que durante los días que no nos habíamos visto llegué a echarla tanto de menos que me parecía que todas las mujeres tenían su rostro. Que escribía cartas que nunca le enviaba, no sé si por temor a que no las respondiera o a que simplemente evitara leerlas.
Sin embargo, yo también había olvidado muchas cosas. Olvidé, por ejemplo, que hacía poco ella no quería verme, olvidé que los roces constantes habían terminado en peleas y las peleas en distancia, una distancia que ahora que la tenía al frente la volvía más lejana que nunca, como si en cada paso que me separaba de ella estuviesen contenidos todos los kilómetros que pueden crear los silencios y esa indiferencia cruel de aquellos que se dejan llevar por el orgullo. Lo olvidé todo, porque en aquel momento un aura la envolvía: era ella y su magia, su perspicacia de hacerme creer en lo imposible, de reconciliarme con lo bonito, hasta hacer trizas ese orgullo que por tanto tiempo me había impedido volver a llamarla para vernos.
Pero en aquel momento ella estaba ahí, oyendo mis balbuceos, mis tontos pretextos, hasta que mi orgullo decidió marcharse y le dije que la quería.
Ella, cruel y hermosa, guardó un silencio infinito, pero luego sonrió y entonces comprendí que todo ese mundo que nos rodeaba comenzó a desvanecerse hasta dejarnos a solas y hacer que aquel instante transcurra con lentitud, como si el tiempo de pronto hubiese decidido extender ese momento hasta volverlo interminable. Recuerdo que la acaricié con delicadeza y ella no se apartó. Tomé su rostro con mis manos a la vez que ella acariciaba mis nudillos. Y la besé. Ese roce de labios fue perfecto, como tocar el cielo con la boca. Sentí una paz inexplicable, una paz que ocultaba una guerra interna entre mi cordura y el miedo que me embargó de pronto, un miedo que me decía que quizá aquello era fugaz o, simplemente, que no era real. Pero me dejé llevar porque la tenía y, al juntarnos, todo nuestro dolor desapareció con besarnos en silencio.
Ella todavía sonreía entre los besos cuando aquel miedo me embargó nuevamente. Esta vez fue tan fuerte que abrí los ojos y ese vacío salió a flote, como si de pronto aquel mundo que había desaparecido cuando la besaba se volviera a solidificar en una estancia tan solitaria como mi alma, con los recuerdos como únicos compañeros. La realidad a veces resulta ser un puñal que te clavan por los ojos. Había despertado. El corazón me latía con rabia y me invadió la oscura certeza de que en todo este tiempo nunca había abandonado a mi orgullo y ella y yo llevábamos varios meses sin dirigirnos la palabra. Suspiré.
Fue entonces que me di cuenta de que el sabor de sus labios todavía estaba impregnado en los míos. Y supe que había llegado el momento de volver a verla.
¡Gracias por leer!
Este texto pertenece a mi libro «El Rostro del Invierno». Si te gustaría echarle un vistazo, te dejo el botón con el enlace a Amazon. Me honraría que le dieras el privilegio de ocupar un espacio en tu biblioteca personal.
El próximo martes compartiré otro texto de otro de mis libros. Cuéntame, ¿qué te ha parecido este? Te leo en comentarios.
¡Saludos!
Qué peligroso es leerte a estas alturas, Heber. Me recuerda a aquel tiempo en que me refugiaba en Tumblr para encontrarme con tus palabras. Ahora escribes mucho mejor. Sé que este no es un texto actual, pero he leído aquellos textos que has escrito recientemente y, con sinceridad, puedo decir que te has superado, y mucho. Siempre amante de lo que escribes. 💕