¡Hola, gracias por leerme! Te cuento que hoy tengo para ti una colaboración que escribimos Natzi Coatl y yo. Ella es una colega de México a cuyo trabajo le tengo mucha estima y respeto. Hemos contado, a través de misivas, una historia de amor y odio que, esperamos, sea de su agrado. Puedes seguir a Natzi a través de Instagram y Facebook para conocer más de sus producciones. Que disfrutes de la lectura.
Él
Querida Natzi:
Hace años que no duermo. Los sueños que me abordan se parecen a escenas de películas en las que yo siempre estoy huyendo. Despierto sobresaltado, incapaz de juntar cuatro horas de sueño al día. Hablo a solas, y mi reflejo me rehúye, como si temiera que mi tristeza fuese contagiosa. Ojalá vieras el polvo que recubre los muebles: parece caer como escarcha cuando los rayos de un sol débil atraviesan la ventana.
He consumido semanas releyendo tus cartas. Cada una con el mismo adiós, con diferente pretexto. Has logrado multiplicar un fracaso, una ruptura como si se tratase de un caleidoscopio: por cada figura que conjuro, otra se desarma; por cada trama que se forma, otra aparece. Así me siento al leer cada una de tus palabras.
Nunca supe que tenías tanto talento para las letras, y eso me hace pensar que siempre fuiste mejor escribiendo que hablando. Tus cartas también me enseñaron a odiarme, a creerme todas las mentiras que me cuentas, y aun ahora, cuando intento mirarme al espejo, no logro reconocer a aquel que encuentro en el reflejo. Pero también es verdad que a través de tus misivas he aprendido a conocerte. Quién diría que cuatro años juntos no fueron suficientes para que me dejaras ver tu alma, tus inquietudes, tus anhelos, tu hartazgo de este ser al que siempre quise mejorar por ti y nunca pude. A veces cometemos ese error, querida Natzi: mejorar por la otra persona, como si nosotros mismos no fuésemos lo suficientemente importantes para hacerlo.
Es por eso que también me siento culpable. No tanto por perderte, sino por perderme contigo, porque ese Heber que te entregué jamás volverá a mí aunque los años pasen. Y aunque es verdad que la conciencia no me da tanto como para arrepentirme por todo esto, lo cierto es que me he acostumbrado a echarte de menos de forma involuntaria. Tu recuerdo se ha vuelto imponente, porque no me visita amablemente; prefiere arrastrarme de forma inexorable al abismo, al llanto entre las sábanas, a la sensación de estar encerrado en mi propia casa, a la pérdida del gusto por ver la vida más allá de estas ventanas. No hace falta que te diga que no tengo amigos: tú eras mi única conexión con este mundo del que nunca esperé nada bueno, hasta que te conocí.
Hoy, ya lejos de mi orgullo, no me queda más que confesarlo: te echo de menos. Echo de menos tus muslos bajo mi lengua, los poros de tu piel estremeciéndose ante mi tacto, mientras mi boca me guiaba, por instinto, a esa playa que escondes entre tus piernas. He sido tu náufrago y escondite, tu explorador más osado, tu vacacionista más intrépido. He sido tu perro faldero, tu guardián de fantasía, tu confidente más discreto. He sido tu odio más puro, tu deseo más ardiente, tu jamás y casi siempre, tu más grande fortaleza, tu más débil reticencia. Te he conocido tan frágil y dura, como un diamante pero más brillante, digna de ser exhibida en escaparates y joyas, adornando mi vida y vaciándola entera. A mí te me has entregado sin reparos, y conocimos juntos ese lugar de ensueño que sólo puede verse bajo la privacidad de las sábanas, al otro lado de un secreto compartido, como dos que ya no saben qué más inventar para pertenecerse.
Qué difícil resultaron los amaneceres sin ti. Qué pesar causaron los desayunos a medias, las tostadas intactas, el café frío, la fruta criando moho en los rincones. No voy a mentirte: vacié más botellas de alcohol que nunca, y las colillas de los cigarros que me ayudaron a sobrellevar las horas que pasaba sin ti, pronto se multiplicaron hasta perder la cuenta. Los días dejaron de tener nombre, las estaciones me resultaron indistinguibles, las horas se evaporaban con los atardeceres que siempre confundía con madrugadas. Tu nombre, Natzi, no me abandonó ninguno de esos días. Tuve que aprender a vivir con ese vacío en el pecho, con tus manos ajenas, con tus caderas lejanas. Y comprendí por fin que me había convertido en un hombre con la mirada apagada, perdida en un pasado irrecuperable; un pasado en forma de mujer, un pasado en forma de felicidad manchada por un adiós.
Por eso, cuando te fuiste, vacié posibilidades buscándote: un abanico de lugares fue desfilando sin tu rastro, como si te hubieses esfumado del mundo pero no del más diminuto habitáculo enclavado en mi psique, ahí donde todavía perviertes mis suspiros y me privas de todos los destinos que jamás conoceremos. La ciudad se volvió demasiado grande: por cada paso que daba, los callejones se alargaban; y por cada esquina que doblaba, las cuadras se multiplicaban. Tu ausencia es una maldición en esta urbe, tu ausencia quema y congela, estruja y acaricia, maldice y bendice, a partes iguales.
Nunca me dieron alguna señal tuya, no encontré más razón que un «no sé dónde está», no hallé pista que no se difuminara al instante. Te habías ido, simplemente, y fue difícil aceptarlo: nadie está listo para enfrentarse a la noticia de que la única persona que importaba en su vida se ha ido para siempre.
Lamento que no hayas tenido noticias mías antes, pero ya ves cómo de escurridiza me resultas. Mis pesquisas no cesaron, evidentemente, de lo contrario no te estaría escribiendo esto. Mis palabras son la evidencia de que nunca dejé de ser un perro con el suficiente olfato para encontrar lo que no le conviene. Así que ahora que sé el nombre de la ciudad donde estás aprendiendo a olvidarme, me atrevo a derramar algo de todo lo que he querido decirte durante estos últimos meses.
No te escribo para reprocharte, aunque parezca. Escribo para confirmar tus sospechas de que nada ha cambiado conmigo: sigo siendo aquel amante irredento de tu boca, sigo amando el aroma que sólo tu humedad desprende, sigo echando de menos tus uñas pintando cicatrices en mi espalda, sigo creyendo que sólo tu saliva puede saciar esta sed que me embarga. Escribo para que sepas que he sobrevivido, que no hay adiós que duela para siempre, aunque las ausencias jamás puedan borrarse. Escribo para decirte que te quiero, ya no como aquel que piensa que eres lo mejor que le ha pasado, sino como el adicto que sabe que no hay marcha atrás y se entrega a su droga predilecta para terminar de morirse.
Te quiero, aunque duelas. Te quiero porque no sé quererme a mí mismo, y aun hoy soy incapaz de aceptar esta distancia que nos separa. No sé perder. No sé perdonar. No sé olvidar, querida Natzi. Así que vuelve cuando quieras, aunque sea para terminar de desarreglarlo todo, que a estas alturas ya no me importa. Vuelve para confirmar que la perfidia también cabe en una sonrisa, que el dolor a veces nos hace sentir más vivos, y que no hay lugar en el mundo en el que espere terminar más que tus brazos, tu cuello, tu pecho, tu vientre, tus piernas… Soy adicto a ti y no me importa. Hace tiempo que he aceptado la idea de que de algo hay que morir, y yo decido morir no por ti, sino de ti.
Con amor y odio:
Heber.
Ella
Querido Heber:
La vida pasa de largo y no he tirado ninguna de tus cartas, te leo con los ojos llenos de impaciencia y apareces de golpe, no puedo evitarte, llegas en un escenario cuando ambos quisimos tanto y el corazón se me entusiasma, como si de algún modo pareciera que en otra vida lo logramos; y de repente sucede, sin quererlo pasa, miro a mi alrededor y resulta que simplemente fue eso, un recuerdo fugaz de todos los días, tan efímero que me hace plantarme en mi habitación llena de cosas nuevas que ya no comparto contigo.
Quiero contarte lo difícil que ha sido la vida sin ti, lo extraño que me parece absolutamente todo después de ti. ¿Desde cuándo tiene ese color el cielo? ¿Por qué razón amanece y anochece? No me había detenido a admirar al mundo sin ti y créeme: qué sufrimiento tan insoportable. Siento que me falta el aire porque te extraño cada segundo que no estoy contigo, todo lo llenabas tú y nada está completo desde que te fuiste. Ya no le encuentro sentido a la ducha sin tus manos en mi cuerpo, mi cama no para de llorarte y yo, por el contrario, lucho cada día para extrañarte un poco menos, para que no te me cueles en alguno de mis pensamientos, pero qué complicado es esto de arrancarte de golpe porque te encuentro en todos lados. Simplemente estás, y te juro que no puedo con eso.
Me enseñaste tanto y eso será difícil de olvidarlo. Incluso, la bajeza tan grande que me heredaste, correr a la boca de otro hombre, refugiándome en unas manos que en nada se parecían a las tuyas y que lo único que hacían era recordarme que existes, que en algún rincón de la ciudad te están haciendo el amor, que estás siendo mío en los brazos de alguien más. Dime qué desgracia es más grande que añorar tanto algo que ya perdiste.
¿Cómo lo haces tú? ¿Cómo puedes estar con alguien que no soy yo? Qué ingenuidad la mía. Creía ser irremplazable, me sentía tan segura de mí y de lo que ofrecía y, sobre todo, me hacías sentir que tú también lo creías. Ahora que sé que existe alguien nuevo con quien compartes tu almohada, me pregunto si fue lo más correcto alejarme, haberte dicho adiós y asegurar que podía sin ti. Lo cierto es que me abruma tratar de entender que no decidiste quedarte, que no quisiste esperarme, que era más fácil abandonarme y dejarme en esta casa que sólo me recuerda a ti, en estas cuatro paredes que me consumen y que me vuelven somnolienta, débil, incapaz, inútil.
A veces te busco tanto de cama en cama, y me frustro, y lloro, y me arrepiento hasta que vuelvo a intentarlo. Sobrevivo con la esperanza de que me toquen unas manos que les ganen a las tuyas. Viajo a todos lados temblando de angustia por encontrarte acompañado, sin darme cuenta de que a lo que realmente le temo es a verte a solas y seguir sintiéndome tuya. En ocasiones me gustaría sentir que ya llegó el olvido a mí y que ya no eres importante aquí, porque duele tanto dormirme contigo y despertarme sin ti.
También te cuento que se fue Anne, justo un par de años después de que tú lo hiciste. La razón concreta no la sé, simplemente se acabó, hasta parece que tú se lo enseñaste. Ya nunca habrá un «nosotros» y me encantaría equivocarme, sólo que no dejo de tratar de buscar alguna explicación lógica de por qué se van exactamente cuando más amo, cuando más necesito que se queden.
Debo confesarte, también, lo ridícula que me siento escribiéndote esto y no salir corriendo a buscarte, que desde hace tiempo no encuentro auxilio que me salve. Me siento tan rota que desde tu partida tan injusta todos los pedazos de mi corazón gritan tu nombre, me preguntan cuándo será el día en que regreses, si todavía hay un poco de amor para mí, si me echas de menos o ya me olvidaste, porque aquí, aquí me estoy muriendo sin ti. Porque es cierto: aún te quiero con el corazón roto. Todo lo que rompiste te extraña todavía, y me odio por eso, pero te odio más a ti por largarte y dejarme así.
¡Ay, Heber, cuánto me haces falta! Ojalá que a pesar de leerme mil veces, mil veces decidas no volver, porque es cierto que aún no te olvido, que sigo deseando estar caminando de tu mano y saber cómo seríamos si hubiera funcionado. Pero también me arden las venas al recordar lo que me hiciste, lo que nos hiciste, saber que por orgullo te fuiste. Te amo y te odio con todas mis fuerzas. Por fin entendí lo certeros que son los poetas: sólo se ama profundamente, si se odia sin medida.
No me queda más que acariciarte lentamente en mi memoria, besarte uno a uno los lunares de tu espalda, tocarte, aunque se desgasten las yemas de mis dedos y hasta que se vean mis huesos, ponerme encima de tus muslos y bailarte de arriba a abajo, pasar mi lengua por debajo de tu ombligo, hincarme y suplicar que la vida nos dé otra oportunidad. Escribirte para que no mueras, escribir para que yo no muera. Porque nosotros fuimos más allá de lo que se dice del amor y la pasión, éramos amantes en un mundo tan carente de eso. Podíamos desaparecer de ese mundo simplemente por estar juntos, podíamos reinventar otros mundos. Y es una pena, no sabré cómo lucirás cuando te dejes la barba, ni tú me verás del color de cabello que alguna vez te conté. Realmente es una pena. No te conoceré de treinta, ni tú me conocerás de veintiséis.
Siempre tuya:
Natzi.
Estoy publicando en Patreon con frecuencia nuevos episodios de mi pódcast y otros textos exclusivos que no publicaré en Substack. Si deseas unirte a mi comunidad totalmente gratis, haz clic en el siguiente botón para reclamar una membresía por tres meses:
Por algo la frase es tan popular: “Nadie sabe lo que tiene hasta el día que lo pierde ”.