Querida Nadie:
Han pasado más de dos años y, contra todo pronóstico, no te he olvidado. Impregné mi última carta con aroma a despedida, pero en todos estos meses no he hecho más que pensarte. Si te lo preguntas, sí, te he vuelto a sentir. Era una chica que consideré especial. Sus valores, su forma de ver la vida, sus cualidades. Obviamente, volví a equivocarme. Y me pregunto qué es lo que me encandila, si es tan sólo el físico, si son acaso las palabras bonitas, si es la forma en la que alguien me trata, que toca esa parte de mi alma necesitada de cariño y cedo mi voluntad incluso sin darme cuenta.
Mi determinación de adoptar el pragmatismo como estilo de vida se vio interrumpida por su llegada. Fue en agosto, la primera semana. De la curiosidad pasé al gusto, del gusto al anhelo, del anhelo a la frustración y de la frustración al fracaso. Pensé el típico «tal vez con ella será diferente», pero he vuelto a confirmar el hecho de que, a estas alturas, encontrar a alguien con quien congeniar y que no suponga un riesgo es cada vez más difícil. No la culpo del todo, claro. Ella acababa de salir de una relación tormentosa, me endilgó ese discursillo que ya me he aprendido de memoria: «no estoy lista para una relación, me estoy enfocando en mí», y yo me dejé llevar a pesar de que había notado varias actitudes suyas que despertaron esas alarmas internas en mi psique. Nunca pude comprenderla por completo, aunque ahora, tras rememorar ciertas actitudes y sus contradicciones, en parte puedo hacerlo. Pero si algo he aprendido es que las acciones de los demás reflejan más la esencia de ellos que de mí mismo, o de lo que yo les transmito. Con esto quiero decir que, cada vez que alguien me hiere, por casualidad o adrede, es porque ella estaba herida y no porque yo le di razones para hacerlo. Así que he tratado de evitar hacerme responsable de cosas que no puedo controlar y me centro en aquello que sí está a mi alcance. A mi alcance estaba salirme de su vida y, cuando me dio una razón culminante después de tantas que ya tenía, no lo pensé dos veces y me fui, sin remordimiento alguno.
Aunque no fue fácil. No digo que me haya costado lágrimas, no digo que me entregué a insomnios interminables, no digo que comencé a echarla de menos apenas puse un pie fuera del devenir de su historia… fue algo más bien físico. Tuve un malestar muy fuerte cuando lo hice. Creo que ahora los males ya no penetran hasta mi alma, sino que se quedan en aquella antesala física, la del cuerpo, y me atacan ahí. Las lágrimas reemplazadas por cólicos. Es la primera vez que me pasa, pero, sinceramente, prefiero esto que entregarme a sentimentalismos.
Es un tanto caótico, me doy cuenta, querida Nadie, esto de las relaciones. Debe ser por la época, ¿sabes? Es una moda extendida y algo inconsciente el hecho de no admitir responsabilidades o compromisos, siempre por miedo, siempre poniendo como excusa un pasado al que somos incapaces de renunciar por completo. Me incomoda que se haya normalizado el estar con alguien sin quererlo del todo. Que la gente ya no se entregue, que se encasille en prejuicios, que piense que es sano guardarse las palabras, evitar mostrar los sentimientos a flor de piel, unirse por ciertas conveniencias que nada tienen que ver con el «para siempre». Todos se encasillan en este juego absurdo de ver quién habla primero, ese juego en el que pierde aquel que demuestra, aquel que ama, aquel que está al pendiente, aquel que pone atención, aquel que se muestra vulnerable. Pierde aquel que abraza su humanidad. Quiero pensar que es culpa de las heridas que cargan —que cargamos—: en lugar de multiplicar el amor, han crecido el miedo y la desconfianza. Nadie abraza sin estar a la defensiva, nadie se esfuerza porque, a fin de cuentas, «nada es para siempre». Nadie admite que en el fondo necesita volver a creer, volver a ilusionarse, olvidar ciertos traumas y recuperar esa fe en todo lo bueno que todavía existe en el mundo.
Y mucho me temo, querida Nadie, que poco a poco me estoy uniendo a aquel rebaño social seudomodernista. No es que haya dejado de creer en el amor, más bien me veo como alguien que durante mucho tiempo ejerció el rol de ser quien entregue amor sin recibirlo de vuelta, y toda esa reserva que tenía por entregar, ya no ha vuelto a regenerarse. Lo poco que me queda lo expreso más en el plano artístico que en mi vida real. De hecho, cuando decidí enamorarme de esa chica, una de las razones que me di fue: «Todavía tienes amor dentro de ti, así que, en lugar de desperdiciarlo, ¿por qué no se lo entregas a ella, que se nota que lo merece?». Tanto da si me equivoqué con ella o no, pero lo cierto es que lo hice por convicción. La inmortalicé como la musa que fue para mí, y no me arrepiento.
Pero la consecuencia de entregarse de ese modo, de darle a alguien todo lo bueno que te quedaba, es enfrentar luego esa sequía sentimental que aparece como único horizonte. Porque después ya nada inspira el romance, la ilusión ya no se enciende, la ternura queda relegada a la cursilería y la cursilería se convierte en un campo al que resulta impensable acceder. Lo peor es la falta de motivación, porque aunque te quede una pizca de amor, no hay nadie que te inspire a entregárselo, y luego dudas de que ese alguien aparezca. Ya nadie te parece suficiente, ya nadie puede inspirarte más que una atracción física, el vínculo emocional ya no existe, y vas cayendo, lenta e inexorablemente, a formar parte de esa corriente de gente que va por la vida con la resignación atada al cuello de no volverse a enamorar nunca más.
Es triste, claro, pero, ¿acaso no se trata de eso el hecho de crecer, de ser adulto? De volverse frío, de despertar un día y descubrir que la venda de la ilusión se cayó por fin y ahora comienzas a ver el mundo con sus propias texturas, que desvelan esa realidad tan cruda que hace añicos todos los ideales con los que creciste y que pensaste que siempre ibas a defender. ¿No estamos condenados a eso? A observar con cierta ternura a aquellos que apenas comienzan a enfrentarse a la vida, envidiando su ingenuidad e inocencia, y sonriendo nostálgicamente porque sabemos que tarde o temprano terminarán como nosotros: rendidos, cansados, aceptando finalmente que esto es todo cuanto nos queda, y que hay que aprender vivir a partir de ello.
Lo pienso y todo esto me pone en la trágica posición de no tener nada que entregarte, querida Nadie. Porque algo me dice que ni siquiera podré reconocerte cuando aparezcas, que te dejaré marchar cegado por el pragmatismo, que no podré sentirte debido a mi ambición estoica, que transitarás por mi vida como una figura gris y anónima, como quien está de paso por una plaza vacía, en una tarde de invierno en que las hojas de los árboles alfombran los adoquines. Me pesa el saber que nunca podré saldarle la deuda a ese Heber quinceañero que soñaba con una relación bonita, una relación en que la llama de la ilusión nunca se apagaba. Toda su aspiración de vivir el romance quedó esparcida en páginas llenas de escritos cuyas musas abandonaron para siempre.
Por supuesto que a veces contemplo la posibilidad de que te encontré pero te dejé ir. Que no es cuestión de esperarte, sino de recordarte. Que tal vez fuiste la chica de las orquídeas, por ejemplo. Que tu misión en mi vida terminó hace tiempo y que no fui consciente de ello. En ese caso, me siento un poco más tranquilo porque, en mayor o menor medida, pude entregarte lo mejor que por entonces podía entregarle a alguien. Y vale que no fue como lo imaginaba, pero me conformo con eso, si eso es a lo único que puedo aspirar en mi vida, si eso es todo lo que estaba destinado a experimentar como amor, como amor bonito. La sensación de vacío e insuficiencia, sin embargo, no va a irse. Me quedará la insatisfacción de no haberme entregado por completo, de no haber hecho las cosas como quería hacerlas.
En fin, querida Nadie. Sólo deseo que te encuentres bien y que ahora mismo no tengas nada de que arrepentirte. Por mi parte, también estaré bien. Lo estoy, de hecho, y lo seguiré estando, siempre y cuando no vuelva a visitar ese lado de mi alma que está algo reblandecida por años y años de sentimientos encontrados.
Tuyo siempre,
Heber.
Si tuviera un diario y la habilidad de hacer arte mis palabras , no habria líneas más acertadas para mi propia experiencia que estás, me siento 1000% identificada con este texto inédito 🤍
Este contenido es en verdad muy bueno.