No soy un hombre de muchas virtudes. Creo, de hecho, que si algo me caracteriza es la de ser coleccionista de defectos sin sentirme del todo culpable por ello. Cuando uno llega a cierta etapa de su vida, aprende a convivir con los demonios que lo habitan. Primero es una cuestión de supervivencia, luego de resignación y, más tarde, de costumbre y conformidad. Las sombras ya no se disipan con la luz, sino que vienen a formar parte de la identidad propia.
Más que talento, lo que he tenido siempre es una necesidad: la de escribir, la de expresarme, la de hacer arte como si mi alma no hubiese nacido para otra cosa. Y a medida que los años han pasado, esa necesidad se ha ido haciendo cada vez más grande. He llegado a comprender que no estoy hecho para horarios de oficina, ni para jornadas de horas interminables, ni mucho menos para la socialización constante. Si alguna vez recurro a alguna de esas opciones, será por esa otra necesidad que tenemos todos en común: hambre. Porque si de mí dependiera, me pasaría la mayor parte de mi vida recluido en casa, frente a un teclado, escribiendo desde que el sol sale hasta que se oculta. La soledad es el eje principal de mi existencia. Y por ello mismo, me es difícil confiar en alguien que no sepa estar solo.
Pero claro, las idealizaciones distan mucho de la realidad. Uno tiene que aceptar que la vida, aunque es propia, nunca llega con instrucciones de uso, sino que la mayoría de decisiones las tomamos improvisando, tirando de unos cuantos cables de sabiduría aquí y allá, pero abrazando siempre la más absoluta incertidumbre. Porque no hay nada garantizado. Ni la soledad para quien la ama, ni la compañía para quien la rehúye. Ni una buena vida para el alma noble, ni un castigo para el infame. Crecemos escuchando el discurso de que la justicia es ciega y al final lo que descubrimos es que es invisible. Así que, más que justicia, lo que podemos esperar es, al menos, un poco de lógica, de coherencia. Pero a veces ni eso. En ese sentido, vivir se parece a embarcarse en altamar sin ninguna orilla a la vista.
Los años te enseñan que abrazar ciertos ideales, ciertas creencias, es como ponerte una máscara y pensar que, cuando te paras frente al espejo, estás mirándote a ti mismo. Pero lo cierto es que sólo conoces tu verdadero rostro cuando te despojas de todo eso. Porque si hay algo que vale la pena defender es el derecho inherente de no permitir que nadie nos escriba los guiones, sino que hay que usar nuestra propia voz, nuestra fuerza, la poca libertad de la que aún disponemos. Nunca nos libramos del todo de esas máscaras, claro, pero reconocer nuestra condición ya es un paso muy grande. Sería injusto —y hasta peligroso— subestimar la diferencia que hace una dosis pequeña de valentía.
Escribo esto porque, de algún modo, estoy harto. Harto de la vida —o de sus cargas—, harto de las responsabilidades que se asumen en pos de principios impuestos, no elegidos. Harto de que todo deba tener una razón de ser, como si la espontaneidad significara vacío, como si uno tuviera que justificar hasta el simple hecho de respirar. Harto de los recuerdos, de tener que volver a ellos cada vez que necesite inspiración o ideas. Harto de no apreciar las cosas simples. Harto de existir para generar, para enriquecer. Harto de estar acostumbrado más al golpe que a la caricia. Harto de cambiar el arte por la productividad. Harto de las antiguas rutas, de las promesas vanas, de los futuros ajenos. Harto de sentirme, siempre, fuera de lugar en cada sitio en el que me encuentre.
Y aun con todo, abrazo la esperanza. Porque aunque en mi horizonte no vislumbre más que oscuridad, me gusta pensar que existe una luz nacida de mis propios miedos, que me dice que está bien sentirse perdido, sentir que desencajo, que está bien que a estas alturas de mi vida no me haya librado del todo de las máscaras que llevo puestas. Porque soy humano, y eso me hace propenso al tropiezo, pero que incluso ahí, cuando esté mordiendo el polvo, sabré levantarme para vestir de poesía la caída, y volver al ruedo de este mundo como una pieza que, a pesar de que no encaja, se siente parte del paisaje, aunque sólo sea como un error ya que, al final, incluso en los defectos hay algo de belleza.
Soy consciente de que mi personalidad está cimentada sobre el rencor. Que soy incapaz de olvidar porque soy incapaz de perdonar. Por eso me es difícil desenvolverme entre extraños, sobre todo entre aquellos que alguna vez formaron parte de mi vida. No hay odio —o tal vez sí—, sino un miedo profundo de que cada muestra de confianza que entrego vuelva a convertirse en un juego de ruleta rusa. No me gusta la idea de vivir asido de la suerte, ya no como último recurso, sino como el único. Si lo pienso, es triste. Porque eso me convierte en alguien condenado a transitar errante, sin echar raíces en ninguna parte, sin sentir que algo me pertenece. Estoy acostumbrado, sí, pero no significa que no duela aunque sea un poco. Porque todo lo que alguna vez conocí como hogar ya no existe: se encargó de exterminarlo la misma persona que me hizo habitar sus lares.
Por eso he aprendido a buscar refugio en las palabras, en la música, en los libros, en la ausencia, en los gestos sutiles, los deseos callados, en todo aquello que pasa desapercibido para el mundo, tal vez porque yo me siento de la misma forma: una figura gris, etérea, cuya presencia sólo es percibida por aquellos con la suficiente sensibilidad como para dejar a un lado las prisas y reconocer que yo también proyecto mi propia sombra, saber que estoy ahí, a veces existiendo como espectador, pero formando parte de esto que llamamos vida, de esto que es el mundo. Siendo imperfecto siempre, cargando con más defectos que virtudes, con más ganas de irme que de quedarme, con contradicciones que aún me atormentan. Un hombre no tan bueno, un hombre tal vez como cualquiera...
"Más que talento, lo que he tenido siempre es una necesidad: la de escribir, la de expresarme, la de hacer arte como si mi alma no hubiese nacido para otra cosa." precioso. y te entiendo.