Ella
He descubierto que hay un mar detrás de tus ojos, es lo que he visto a lo lejos, pero no puedo describir a ciencia cierta el color que tornan tus estrellas cuando me miran, porque desafortunadamente nunca he tenido el placer de conocerlos. Esto es así: un amor de lejos, platónico e imposible de olvidar. Conozco tu nombre, tu silueta y tu paso ligero de andar. He querido descubrir qué hay detrás de esas ojeras que llaman por las noches horas incontables y qué se siente el roce de tu piel con la mía cuando no hay más dardos que tirar. Dicen que los suspiros roban trozos de vida, y yo creo que ya llevo varios a tu nombre y me sobran unos cuantos en la lista. Voy contando los minutos que me faltan para volver a verte al siguiente día, y el mes, y espero que aunque la vida no nos haya dado la dicha de mirarnos de cerca, que no me arrebate la esperanza de verte a distancia.
Estudias en la facultad de Letras, a dos kilómetros de la mía, hemos cruzado miradas y un par de arrebatos de corazón, pero es lo único que conozco de ti, al fin de cuentas. Quisiera poder correr a tus brazos, estrecharte y jamás soltarte, decirte que tienes el rostro más bello que nadie podrá cincelar o plasmar y que ni las fotografías te hacen justicia. Quisiera conocer qué le gusta a tu mamá de cumpleaños, y por qué tu hermano pequeño siempre lleva un moretón en la rodilla, quiero conocer cuál es el color de tu risa en verano y la forma en que agitas tu cabello cuando no sabes la respuesta.
Creo que te conozco más de lo que pensé sin habernos saludado, sé que tuerces la boca hacia la izquierda cuando algo no te parece, que has inventado versos que riman con mi risa, y es que, duele cada vez que miras hacia mi dirección como queriendo encontrar una señal de que debemos estar juntos, una utopía difícil de rememorar, sé que llevas atorado en la garganta un nombre imposible de tragar, que llevas contigo un libro en el regazo todos los martes a la hora del receso y que el tiempo se detiene en tus playas para verte caminar. Pero he decidido que es mejor así: a distancia. Puedo imaginarte, borrarte y reinventarte sin el temor de perderte en una de esas; le he contado a mis amigas de ti y no dejan de burlarse del hecho que no tenga las agallas suficientes de plantarte cara y pedirte una oportunidad, como si fuera tan sencillo hablarte. Destilas aire de inocencia y tienes el perfil de un ángel caído del cielo, ojos negros y secretos en las pestañas.
Esta vez, has caminado directo hacia mí, me he paralizado por completo, tratando de encontrar palabras que decirte como: «tienes una sonrisa que electriza mis sentidos, creas dudas en mi cabeza que sólo tus besos podrían resolver y que tú siempre eres la respuesta a la pregunta». Pero no, me he equivocado, has pasado de largo y te has ido a saludar a una chica esplendorosa, con el cabello rubio y largo, con ojos de cristal, y sólo he podido respirar tu aroma para dejarme el corazón en el piso.
Por lo que, quiero decirte aquí que tal vez nunca conozca más de ti en mi vida, que nunca aprenderé tus hábitos ni podré llevarte a los lugares que tanto deseas, que algún día me arrepentiré por no tener el coraje de pedirte que te quedes a compartir mi taza de café con poca azúcar, así que aquí te espero: en el café de siempre, donde me has visto suspirar por sueños que quizá no se cumplan y que siempre llevan tu nombre escrito en el papel.
Él
Adrián, así se llama mi hermano pequeño. Un día, jugando en su bici nueva, midió mal un giro y cayó de bruces, lastimándose la rodilla. «Es parte de la lección —le dije—, nunca dejes de pedalear, pero para saber en qué cosas no debes volver a fallar, conviene llevarse un buen recordatorio, para que no lo vuelvas a hacer a la próxima». Los niños suelen entenderlo todo sin el menor atisbo de prejuicio y aquella vez él asintió y me mostró una sonrisa enorme. Lejos de llorar, tomó el timón y nuevamente se puso en marcha. Mi madre, que había mirado la escena, sonrió. Percibí un amago de orgullo en su mirada, como si me estuviera diciendo que estaba en lo correcto. Supongo que después de esto mi hermano no volverá a cometer el mismo error. Lo peor que puede pasarte es que aparte de caer te acostumbres a abrazar al suelo y un día cualquiera decidas no volver a levantarte.
Recuerdo haberte visto de pasada. En aquella fiesta, donde todas las facultades se habían reunido. Nadie me dijo nunca que a veces, quien nos desea en silencio es a quien queremos también sin saberlo todavía. Yo lo aprendí de la manera menos cruel que pude: mirándote. Entre aquel bullicio y un montón de parejas abrazándose, presumiendo su amor al mundo, te vi. Con tus ojos alegres, como si algún reóstato interno se encendiera para hacerlos brillar. Ojos oscuros, de abismo y de cielo, de espacio y universo. Con los que bien podías matar o abrazar a voluntad.
Fue en aquellos días cuando comprendí que tenías alma de musa y yo mano de poeta. Y como poeta, más amante del dolor que de las sonrisas, y acostumbrado a encontrar belleza ahí donde una herida sangra, me dije que ni lo pensara. «Es de esas chicas a las que sólo puedes permitirte mirar de lejos, una imposible».
Siempre me arrepentiré de haberle hecho caso a esa voz atronadora de mi cabeza. Siempre. Durante las semanas que transcurrieron no dejé de preguntarme a qué carrera ibas, si esa noche ibas como parte de la universidad o como invitada. Victoria, una amiga de esas que siempre ven más allá de lo que uno nota, me dijo que a veces te quedabas callada, ignorando a tus amigas que te llamaban, con tus ojos tristes mirando hacia donde yo estaba. En medio de una incredulidad de esas que dicen qué no hacer por mucho que a uno le convenga, le respondí que no lo veía posible. «Es que ustedes los hombres son tan bobos», reprochó. Y no pienso contradecirla. Era rubia, ojos oscuros, con los que más de una vez me decía «sé más valiente, maldita sea».
No le he dicho a nadie que eres en quien pienso cuando digo que no pienso en nada. Que me ha bastado un día, una noche, una hora, para saber que tienes el cuerpo perfecto para el que se amoldan mis brazos. Que cabes en este suspiro, en una palabra que me roba el silencio más cobarde del mundo, cuando paso por tu lado y en lugar de hacerte frente y quitarme el nudo de la garganta de una vez por todas, decido ir a ver a Victoria, que más de una vez me da media vuelta y me empuja a tu encuentro, pero para entonces te vas y me quedo pensando en todo lo que podría haber sido si hubiese dejado de tenerle miedo a lo que es lo más bonito del mundo.
Cómo será quererte. Cómo. ¿Tendrán tus labios el sabor de la paz? ¿Tus manos sabrán acariciar tal como prometen? ¿Tu piel será tan ardiente como la veo? Me he visto contigo más de una vez en un cine, o en un café; frente al mar o en mitad de un montón de árboles, saboreando un sinfín de miradas y caricias de aquellas que te hacen comprender que has encontrado tu lugar en el mundo, y que no es un sitio, sino alguien. Algún día, supongo, me cansaré de ser un cobarde, me la jugaré por lo que quiero, por ti, por ese futuro. Aunque primero tengo que conocerte y romper el iceberg, porque no, esto no es un simple hielo.
Qué diría Adrián si supiera que su ejemplo a seguir es incapaz de ir a por sus propios sueños. Le he dicho que es necesario caerse para aprender, pero yo llevo ya no sé cuántos tropiezos y algo me dice que me he enamorado de la piedra más que del camino. Me convertiré en un barco de esos cargados de sueños y promesas, e iré a por ti, a romper en pedazos aquel trozo de Antártida emocional. Aunque tenga que naufragar en el intento, aunque te burles en mi cara por ser un completo ingenuo. Supongo que después de todo, arriesgar es necesario. Quizá me digas que no, que todo este tiempo lo he estado malinterpretando todo, pero cuando lo sepas, cuando sepas lo que guardo, sólo con eso, te juro que sentiré no haber fracasado demasiado. Y habrá valido la pena.
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