Al mediodía, el inspector jefe Hendriel Torjan se encontraba en su oficina de la Jefatura de la Guardia en compañía de sus dos hombres de confianza, los sargentos Torric Albáez y Draven Harthain, un par de jóvenes fuertes que habían ingresado al cuerpo juntos y que, además, eran amigos. Su disposición, destreza y efectividad les habían valido la buena consideración por parte del inspector Hendriel, que llevaba con ellos el caso del misterioso asesino en serie luego de haber tenido una buena participación con el caso de los asaltos hacía poco tiempo. Había sido la semana más dura de todas, con un alza de muertes a razón de tres a cinco por día.
Aquella misma mañana Hendriel recibió la noticia acerca de la muerte de una niña en el interior de su casa, a las afueras de Harquipec. Lian, que así se llamaba la pequeña, había sido desmembrada sin piedad y sus padres se encontraban desconsolados. Cuando Hendriel Torjan se apersonó en la escena del crimen, pudo ver que el cadáver de la pequeña Lian yacía en pedazos sobre un charco de sangre seca en el salón principal de su vivienda, lo que le hizo deducir que la niña llevaba cuatro o cinco horas muerta cuando sus padres descubrieron el crimen. Ordenó el levantamiento y el traslado a la morgue para su posterior entierro. No tuvo el valor de dar palabras de consuelo a los padres de la niña. Al llegar a la jefatura, Torric y Draven le esperaban con la noticia de la muerte de un anciano que vivía solo, a unas cuadras de ahí.
—Una vecina suya, que se dedicaba a cuidarlo y llevarle el desayuno junto con unas hierbas medicinales, fue la que nos dio el aviso. Dijo que le extrañó no haberlo visto recogiendo la maleza de su jardín, como todos los días, y que al llamar a su puerta y no recibir respuesta, decidió entrar. Fue ahí que lo encontró, sentado en su sillón de siempre, con la mano sobre una biblia abierta posada en su regazo —relató Torric.
Torjan era un hombre de aspecto feroz, bigotes frondosos y rasgos afilados. Visto por los demás como un hombre duro, procuraba mantenerse así, aunque había días, como ese, en los que sólo anhelaba dejarse caer en la cama junto a su esposa, y dormir durante todo el día. Se dijo que podría ser peor. Podría estar ahora mismo preocupado por el bienestar de ella, de no haberla mandado a resguardarse al otro extremo del país apenas comenzó la ola de asesinatos en la ciudad. Su esposa estaba a salvo en casa de una hermana suya, en Askhala, una ciudad fría pero lo suficientemente lejos de los incidentes criminales de Harquiec, en donde él tenía que desenvolverse y dirigir a la Guardia. Para ello necesitaba mantener su mejor semblante, un temple acerado y firme, comportarse como lo que alguna vez había jurado ser: la piedra angular de una de las instituciones de seguridad más importantes del país.
Había iniciado aquel día con la visita a casa de los señores Graventer. La visión del cadáver convertido en un amasijo de sangre seca y miembros de tonalidad violácea estuvo a punto de provocarle arcadas. Se preguntó qué clase de salvaje es capaz de hacerle eso a una niña indefensa. El señor Graventer consolaba a su mujer mientras los del equipo de la morgue realizaban su trabajo y los guardias tomaban las declaraciones de todos los testigos posibles, entre ellos una vecina amiga de la familia, que había llegado apenas oyó los gritos de la señora. Hendriel contemplaba la escena en silencio mientras se preguntaba cuándo acabaría aquella pesadilla. Asqueado, salió de la casa de los señores Graventer para sentir un poco de aire fresco que le hiciera olvidar aquella tragedia, sabiendo que sería imposible. Cuando llegó a jefatura lo confirmó. Torric le daba el alcance de sus pesquisas. Una nueva víctima, para variar.
—¿Cómo se encontraba el cadáver? —preguntó Hendriel luego de oír el reporte conciso de Torric.
—Con la cabeza recostada en el respaldar y la boca semiabierta —respondió Draven—. Parecía simplemente dormido, salvo por un par de lágrimas que surcaban sus mejillas.
—Sangre —dedujo Hendriel.
Draven asintió.
Se encontraban en la oficina principal del inspector jefe, un vestíbulo de techos altos, alfombras y cortinas finas. El escritorio de Hendriel, un mueble de caoba, dominaba el fondo de la oficina. En cualquier otra circunstancia aquel espacio habría dado la impresión de ser una suite de lujo; ahora, era como una moneda en el fondo de un estanque de agua sucia: toda opulencia yacía opacada por los malos tiempos que corrían.
—En la morgue nos dijeron que el anciano murió de asfixia —continuó Torric.
—Sea quien fuere el asesino, se entretuvo en estrangularlo —complementó Draven—. O al menos eso parece.
—¿Parece? —preguntó Hendriel.
—No tenía marcas en el cuello, salvo la piel amoratada por los vasos sanguíneos reventados. Pero nada de marcas visibles que sugirieran presión o cortes en el cuello.
—O sea que simplemente se ahogó —dijo Hendriel.
—Pero sabemos que fue asesinado por la sangre que había en su cara. El asesino le sacó los ojos.
—Y supongo que tampoco hay huellas de eso.
Torric y Draven negaron al unísono.
—Sólo sabemos que murió prácticamente a medianoche —dijo Torric—. Y, como siempre, nadie vio nada, nadie escuchó nada.
Hendriel Torjan caminaba lentamente de un extremo a otro en la oficina. Del interior de su abrigo extrajo un puro que se llevó a los labios para encenderlo con unos cerillos. Pronto, una neblina de fragancia amaderada inundó el lugar.
—Llevamos semanas con estos casos y no tenemos prácticamente ningún progreso. Ni pistas, ni testimonios sólidos, ni patrones —comentó Torjan.
—Sólo suposiciones —convino Torric.
—Todos en jefatura están muertos de miedo —dijo Draven—. La moral está por los suelos. El sargento Gunder perdió a su madre esta semana.
—Pobre hombre —se lamentó Torric—. Debe estar destrozado.
Hendriel Torjan, de espalda a ellos, miraba el mapa de la ciudad que se extendía sobre la pared.
—Hay algo que me llama la atención —dijo, sosteniendo el puro con sus dedos, sin despegar la vista del mapa de la pared.
Los sargentos lo miraron, expectantes.
—En la casa de la pequeña Lian, luego de hacer las respectivas diligencias, deduje que había sido asesinada a medianoche aproximadamente. Como mucho, una o dos horas después, una deducción que tomó fuerza cuando una vecina de la familia que estaba consolando a los padres dijo haber escuchado sonidos extraños provenientes del interior de la casa de los señores Graventer. Los oyó, según me dijo, pasada la medianoche, pero por miedo a salir de casa a esa hora y exponerse, prefirió no decir ni hacer nada. Sensato por su parte, pero lo que dijo fue crucial.
Señaló un punto en el mapa, una dirección que quedaba a cinco calles de la jefatura, y enunció:
—El anciano del que ustedes hablan se encontraba aquí.
Torric y Draven asintieron.
Luego Hendriel señaló un punto cerca del perímetro de la ciudad.
—La pequeña Lian murió aquí —dijo.
Los sargentos intercambiaron una mirada y luego enarcaron una ceja.
—La distancia —dijo Draven.
—Hay por lo menos una hora de camino entre ambos puntos —observó Torric—, y eso si uno viaja en carro.
—Pero no hay carros a esa hora —complementó Draven.
—Los crímenes se realizaron prácticamente al mismo tiempo —dijo Hendriel, expulsando una nube de humo al hablar.
—Quien haya hecho eso, debió saltar de un punto a otro a una velocidad imposible —dijo Torric.
—¿Pero de qué nos sirve saber eso, jefe? —preguntó Draven.
Hendriel no quería decirlo. Dio una profunda calada antes de responder.
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