Hache de silencio

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[Sombras y fuego] Capítulo 2

La sospecha

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Heber Snc Nur
mar 14, 2025
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Sálvator pasaba los días con una rutina de lo más particular. De día no salía de la casa del sacerdote y dedicaba sus horas a escribir. Sobre un cuaderno forrado en piel, relataba historias oscuras y sangrientas que nunca le había mostrado a nadie, ni siquiera al cura. Solía también dejar narraciones inconclusas y, cuando eso ocurría, esperaba que la noche se cerniera sobre la ciudad para salir a dar largas caminatas por las callejas desiertas, en las que, ocasionalmente, encontraba rastros de sangre sobre los adoquines. A veces oía gritos lejanos, aullidos que evidenciaban que aquel asesino del que todo el mundo hablaba no había cesado de sus hórridas actividades. A la luz de aquellos sucesos y su inminente gravedad, el hecho de salir a pasear en horario nocturno constituía una decisión suicida. Pero Sálvator continuaba caminando, saboreando el silencio narcótico de Harquipec, un silencio que dejaba atrás el ruido de la gente, del transitar de las carrozas y del trote de los caballos que tiraban de ellas.

Las primeras noches fueron tema de discusión con el cura, pues este intentaba convencerle de que había un toque de queda que respetar y que no debía arriesgar su vida de ese modo, a lo que Sálvator respondía que por él no se preocupara, que sabía cómo arreglárselas para no ser visto. El cura no sabía, desde luego, que aquellos escapes nocturnos eran para Sálvator una necesidad más que un simple capricho. Sálvator era un hombre atormentado que estaba en permanente lucha son sus pensamientos. Constantemente, la visión de su mujer y sus hijos asaltaban su cordura. Oía sus voces y, cuando él buscaba sus rostros, podía verlos extendiendo sus manos en dirección suya, llamándolo. Sálvator se apresuraba hasta ellos, pero justo cuando los tocaba, la imagen de su mujer y sus hijos se desvanecía. Estas visiones lo atormentaban hasta reducirlo a un mar de lágrimas cuando se descubría solo en aquella buhardilla del cura, entre paja y miseria. Y entonces, aquella hambre volvía, un hambre que nada tenía que ver con el estómago, sino que provenía de su alma, de ese rincón oscuro y profundo al que solía asomarse para comprobar que, hiciera lo que hiciera, nada iba a poder saciarla. La mayoría de veces esta ansia salvaje se manifestaba en una inquietud que se limitaba a permanecer en su mente, pero otras veces se convertía en un dolor físico que le hacía gemir como si algo se lo estuviera devorando por dentro. Era un dolor que debía afrontar a solas, por ello mantenía aquel suplicio lo más lejos posible del padre Leopoldo de Luna. Temía cometer un error cegado por el impulso si lo tenía cerca.

Todas sus caminatas nocturnas lo dirigían al mismo sitio: un lugar resguardado en las sombras, cerca de la dársena del puerto, adonde los guardias no llegaban y podía encontrar un lugar en el que se sentaba a contemplar el espejo oscuro del agua, matando las horas, intentando olvidar o, en lo posible, calmar sus pensamientos. Cuando veía la silueta del sol alzarse sobre el horizonte, Sálvator regresaba con parsimonia a la casa del cura para continuar escribiendo sus historias, porque aquel abismo que tenía aprisionada a su alma seguía creciendo y reclamándole una venganza que él, día con día, se esforzaba en vano por disipar de su mente. La imagen de su casa envuelta en llamas le asaltaba de súbito y abría la espita del rencor y la ira que sólo las páginas en blanco podían acallar.

Los días se apilaron en semanas y las habladurías no tardaron en hacerse presentes. Más de uno atisbaba desde ventanas y balcones a aquel hombre que parecía no tener miedo, caminar sin rumbo en mitad de la calle, desafiando la ley promulgada por la Guardia. Más de uno juraba luego que aquel hombre nunca caminaba solo, que había otros que lo acompañaban, pero que a ellos nunca se les podía ver porque iban cubiertos de negro de la cabeza a los pies. Ante tales rumores que llegaban hasta la catedral de Harquipec, el cura Leopoldo abordaba a Sálvator con preguntas claras pero discretas.

—¿Qué es lo que lleva escribiendo, Sálvator?

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