Hubo un tiempo en que los ciudadanos de Harquipec vivían a escondidas, en silencio y envenenados de recelo. Corría el verano de 1855 y por entonces la ciudad semejaba un rompecabezas de corte medieval conformado por edificios de piedra cuyos torreones y cimborrios se elevaban al cielo infinito. Barrios desperdigados, caserones de piedra envejecida y ralos jardines que rodeaban edificios palaciegos complementaban aquel paisaje urbano por cuyos entresijos reptaba una neblina pálida proveniente del litoral cercano y que inundaba de humedad las calles.
En aquella época, Harquipec era conocida por su proverbial fortuna de ser la predilecta para el comercio dentro y fuera del país. Desde muchos rincones del mundo venían a parar forasteros en forma de vendedores de joyas, telas y perfumes traídos desde lugares cuyos nombres, aún por entonces, sonaban a leyenda y ensueño. Junto a aquel nutrido grupo de visitantes solían colarse de vez en cuando, a modo de polizones, ciertos rufianes y maleantes cazadores de fortuna fácil. Fue por esa creciente riqueza que los harquipenses llegaban a amasar que este último grupo de indeseables crecía con el transcurrir del tiempo. Así, mientras más abultados resultaban los bolsillos de los ciudadanos, más riesgo corrían al caminar por las calles, especialmente en las noches, en las que ni siquiera la presencia de los guardias de seguridad de la ciudad custodiando cada camino de aquella metrópoli era garantía de llegar sano y salvo a casa. Aquel aliciente criminal fue lo que instó a la Guardia Nacional a incrementar la seguridad. Bajo el mando del inspector jefe Hendriel Torjan se llevaron a cabo un sinnúmero de operativos que arrojaron resultados de inmediato. La cárcel se llenó de gente ruin que hedía a vileza, mientras que las calles poco a poco fueron libradas de sus temibles victimarios. Muchos pensaron que el mal que por bien había venido se había ido para siempre. Pocos imaginaban que aquella ola de asaltos y asesinatos era apenas el primer bocado de un plato fuerte que recién comenzaban a probar y que estaba destinado a convertirse en su pan de cada día.
Llegó el otoño y con él un nuevo desafío para las fuerzas del orden. Eran varios los temas que sostenían las tertulias de los harquipenses de a pie que se daban encuentro en los emporios o en aquel nutrido mercadillo central, pero sin duda había uno que, tras un lapso considerable de tregua, comenzó a acaparar el protagonismo. El rumor de recientes muertes y crímenes varios perpetrados por un hombre cuyo rostro nadie había visto se expandía de puerta en puerta mediante voces de pena y horror sembrando el temor y la sospecha en todos los rincones de la ciudad. Se decía que mataba de día y de noche, sin discriminar entre ricos o pobres, y que sus actos sanguinarios le granjeaban el repudio de quienes condenaban sus cruentas atrocidades, pero también el respeto silencioso de otros que lo tomaban por héroe, pues era muy sabido que en la lista de sus víctimas figuraban también otros criminales. Lo cierto era que todos le tenían miedo y con el transcurrir de los días su mala fama iba ganando más terreno al igual que víctimas, llegando incluso a los periódicos, donde a diario se reservaba un espacio para espantos y crímenes que, la mayoría de veces, tenían como protagonista a aquel individuo que parecía vivir entre las sombras. Fue en aquellos días, de horrores sin nombre y noticias cada vez más espantosas, que la gente comenzó a terminar su jornada diaria temprano y, para cuando las luces de las farolas que punteaban las avenidas comenzaban a encenderse, ya eran pocos los que quedaban en las calles. La memoria de aquel año, sin duda, iba a acompañar a los harquipenses por el resto de sus vidas.
Sucedió una noche que un hombre caminaba por las calles desiertas de Harquipec. Cargaba con un costal al hombro y avanzaba a paso lento, como si le pesaran el alma y la conciencia. Los faroles de gas teñían de una claridad ocre las fachadas de las casas y un aliento frío que olía a electricidad auguraba la proximidad de la tormenta. En aquellos días la Guardia había puesto en vigencia un toque de queda nocturno, por lo que no se tropezó con nadie en su trayecto. Pocos fueron los que lo vieron y menos aun los que atendieron a su llamado cada vez que aquel hombre con trazas de mendigo tocaba los portales para pedir posada. «No podemos recibirle —solían decirle, arguyendo algún pretexto—, pero vaya usted con cuidado, que por estas calles anda suelto un asesino muy peligroso». Con estas palabras y el eco de los truenos a lo lejos por toda compañía, el caminante solitario siguió avanzando, apretando los puños para ocultar aquel tembleque que no sabía si era de miedo o de frío.
Cuando llegó a la Plaza Mayor, la lluvia ya caía con fuerza. Flashes de luz iluminaban la ciudad desde el cielo durante milésimas de segundo para desvelar un escenario de soledad y abandono. Las calles yacían oscuras y el caminante avanzó casi a tientas, temeroso al oír pasos a su espalda, pues cada vez que se volvía para ver si había alguien ahí, no encontraba a nadie. Procuró resguardarse bajo los arcos que rodeaban la plaza, abrazando aquel costal para evitar que se mojara como si en el empeño se le fuera la vida. Se recostó sobre un muro y rogó al cielo o al infierno que le diera el merecido descanso eterno, porque no se sentía capaz de continuar. Al rato, sumido en un gran sopor, oyó pasos en el charco. Abrió los ojos y vislumbró una burbuja de claridad amarillenta acercándose a él. Luego un relámpago encendió con furia la cúpula del cielo y pudo ver que la silueta oscura de un hombre que portaba una lámpara de gas se recortaba en la lluvia. Quiso levantarse para irse de ahí cuanto antes, pero vio que aquel hombre le tendía una mano. Fue entonces cuando el mendigo reparó en su cuello: un sacerdote.
—No tiene dónde quedarse, ¿verdad?
El mendigo tardó en responder.
—No llame a la guardia, padre, por favor… estoy por irme.
—Nada de eso. Si necesita un lugar, venga conmigo. Es peligroso andar solo en una noche tan desapacible como esta. Sígame.
El mendigo sintió como si el cielo o el infierno se hubiesen apiadado de él y tomó su mano para incorporarse. El sacerdote lo guio hasta su casa, un inmueble colindante a la catedral de Harquipec, que quedaba a unos pasos de ahí. Le hizo tomar asiento junto al fuego del hogar mientras le preparaba algo de comer. El extraño, nervioso, estiró las manos al fuego y poco a poco se dejó envolver por esa tibieza que le disipó el frío. Luego el sacerdote le invitó a acercarse a la mesa y le observó devorar con hambre de náufrago todo cuanto le había puesto delante. Mirándolo con curiosidad notó que aquella barba abundante ocultaba las facciones de un hombre más joven de lo que su apariencia sugería, y que había colocado a sus pies aquel costal mugriento del que parecía que era incapaz de separarse. Había notado algo más, una peculiaridad que en aquel momento se le escapaba, tal vez en su rostro, tal vez en su atavío, pero no dio con ella; sin embargo, era incapaz de quitar aquel detalle de su mente.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó por fin el sacerdote.
El hombre se llevaba a la boca los últimos bocados de mendrugo cuando oyó la pregunta.
—Sálvator, padre —contestó con voz grave y rasgada.
—Sálvator —repitió el cura—. ¿Qué le trae por aquí, siendo estos tiempos tan tumultuosos?
—¿Cómo sabe que no soy de aquí? —preguntó el hombre, receloso.
—Conozco a casi todos en esta ciudad y a usted nunca lo he visto ni entre los mendigos, que por cierto ya quedan pocos…
—¿Pocos?
El cura resopló, asintiendo.
—Alguien se ha dedicado a asesinar gente en estos días, acabando con la mayoría de mendigos. Tenía un hermano que también fue asesinado hace un par de semanas.
—Lo siento —murmuró.
El cura se encogió de hombros, pero era evidente que haber mencionado el tema le había afectado el semblante.
—Bueno, quién más, quién menos ha perdido a alguien. Corren tiempos peligrosos y algo me dice que se avecinan peores. Al verle caminando solo he sentido en el corazón el deseo de ayudarle, aunque sea para evitar que acabe igual que mi hermano y otros tantos durante estos días. Puede quedarse aquí el tiempo que necesite, a menos que tenga otros planes. Comerá en mi mesa y, a decir verdad, agradeceré la compañía.
—Estoy en deuda con usted, padre. Que Dios le bendiga.
—Hábleme de usted, Sálvator. ¿De dónde es? ¿Por qué ha venido a esta ciudad?
—Es una historia larga —contestó—. No sé si realmente quiera oírla.
El cura le miró como se mira a un niño o a un perro callejero, con lástima y curiosidad a partes iguales. Echó un vistazo a un reloj de pared cuyo péndulo se balanceaba lentamente, y se dio cuenta de que pasaban unos minutos de la medianoche.
—Bueno, a menos que tenga sueño, le diré que por mi parte tengo todo el tiempo del mundo.
Sálvator esbozó una sonrisa frágil.
—De todos modos —contestó—, nunca duermo de noche.
Y así, mientras las llamas del hogar dibujaban sombras danzantes en las paredes de caoba, Sálvator le refirió al cura la historia del hombre que a veces trataba de olvidar que era. El sacerdote, afable y sereno, se dedicó a escucharlo atentamente, sin apenas interrumpir su relato.
Había nacido en Páranmor, un pueblo ubicado a las afueras de la ciudad de Harpe. Ahí había vivido hasta hacía unos meses junto a su esposa y sus dos hijos gemelos que tenían apenas un par de semanas de nacidos. Sálvator, con el ánimo que le había conferido su recién estrenada paternidad, dedicaba sus días a trabajar en la fábrica de carbón que suministraba combustible a los ferrocarriles que transitaban en Harpe. Aquel era un trabajo que había conseguido recientemente luego de haber pasado meses desempleado. Sálvator sentía que estaba viviendo buenos tiempos y que su suerte por fin había cambiado hasta que, un día, al volver de su agotadora jornada, encontró su casa en llamas. Algunos vecinos que se esmeraban en apagar el fuego echando agua, le dijeron que, minutos antes de haberse producido el incidente, vieron salir a alguien de la casa. Sálvator no sabía quién había sido, aunque lo sospechaba. En el pueblo vivía un hombre al que Sálvator llevaba tiempo debiéndole dinero y este le había jurado que, si no saldaba la deuda, debía atenerse a las consecuencias. Aquel día, Sálvator, cegado de ira e impotencia, fue en busca de aquel hombre para reclamar venganza. El encuentro, como no podía ser de otro modo, resultó violento y, en un intercambio de golpes, terminó asesinándolo. Una vecina, vieja amiga de la familia, que se presumía de vidente y de la que las malas lenguas decían que gustaba de atraer con dulces a los niños del pueblo, lo recibió en su casa luego de haberse quedado sin un lugar donde dormir. Esa misma noche, aquella mujer de piel ajada por el tiempo lo miró largamente, como si quisiera escrutar su interior a través de su mirada y, con una voz dulce y llena de tristeza, le dijo que su alma ahora estaba maldita, que en su futuro no podía vislumbrarse más que sombras y fuego y que, si quería redimirse, iba a tener que pagar un precio muy alto. Cuando Sálvator, lleno de pesar, le pidió ponerle en contacto con su mujer merced a las prácticas de sus artes místicas para hablar con ella una última vez, la anciana negó y procedió a explicarle que no podía entablar una conversación con ella porque sólo a las almas limpias se les concede tal privilegio, y la suya estaba manchada con la sangre de aquel hombre que asesinó en un arrebato de furia. Finalmente le dijo que, si quería limpiar su alma, debía entregar a cambio otra para llenar el vacío que la anterior había dejado, y luego debía buscar otra alma para suplantar la siguiente, y así sucesivamente hasta entrar en un ciclo infinito que sólo terminaría si entregaba la suya, porque estaba condenado. Sálvator, preso del miedo, no quería matar más gente, pero tampoco quería entregar su alma. La anciana le dijo entonces que aquel era un destino inexorable y que, si no se avenía a aceptarlo, de todos modos iba a terminar siendo arrastrado a aquel abismo, porque nacería en su interior un hambre insaciable de venganza, que nunca iba a terminar hasta consumirlo...
—O sea que aún quiere vengar la muerte de su mujer y sus hijos —comentó por fin el cura, luego de haber pasado horas en silencio, escuchándolo.
Sálvator permanecía circunspecto, su voz se había ido desvaneciendo hasta apagarse. Parecía gimotear.
—Es un deseo irrefrenable, padre. Nace de pronto, pero procuro canalizar esa ira contenida.
—¿Y cómo lo hace?
—Escribo.
El cura lo observó enarcando una ceja.
—¿Escribe? ¿Y ya?
—Puede que no me crea, pero cada vez que siento que la ira me embarga, escribo todo cuanto llevo en la cabeza. Y de pronto los pensamientos que me atormentan, las voces que oigo, todo se silencia. Escribir es el modo que tengo para escapar de mis propios demonios.
Sálvator señaló el costal que descansaba a sus pies.
—Siempre llevo conmigo las páginas que escribo en ese estado. A veces escribo una historia distinta a la mía, una historia en la que mi familia está a salvo, en la que yo nunca volví del trabajo para encontrar mi casa en llamas. Pero sé que no se puede cambiar el pasado, por eso a veces trato de olvidar todo, pero nunca lo logro.
El cura echó un vistazo a las llamas que ardían en la chimenea.
—Esa mujer le había dicho que usted… —empezó el cura.
—…estaba maldito —terminó Sálvator.
—Me pregunto quién no lo está en estos tiempos —reflexionó el cura—. Sólo sé que quien es consciente de su condición está más próximo a salir de ella.
—No creo que haya salvación para mí, padre…
El sacerdote le devolvió una mirada de congoja.
Más tarde se encontraban en la buhardilla de la casa del cura, a la que habían accedido por una escalera de caracol. Ahí encontraron un montículo de paja cubierto con mantas y una almohada.
—No es lo mejor del mundo, pero al menos no entra el frío —dijo el cura.
—Ya me dirá cómo puedo agradecérselo —contestó Sálvator.
—Rogando por la bendición de Dios, si es que todavía nos escucha. Mañana tengo una misa que oficiar. Puede encontrarme en la catedral, que está aquí al lado. Le dejo esta vela, por si la necesita.
El cura se había dispuesto a bajar, pero entonces Sálvator lo llamó.
—No me dijo su nombre, padre.
—Llámeme Leopoldo —contestó cortésmente el cura—. Leopoldo de Luna.
Minutos más tarde, luego de su rezo acostumbrado, el padre Leopoldo se encontraba en su cama, intentando conciliar el sueño mientras que, afuera, la lluvia continuaba arreciando. Algo se había quedado atascado en el filtro de su mente, algo que al principio no pudo colegir qué era, pero que luego de rebuscar en su memoria lo notó, en especial cuando recordó haber estado en su comedor, mientras Sálvator cenaba, y luego cuando lo acompañó a su dormitorio y le había dejado la vela encendida. Era un detalle que parecía una nimiedad, pero que luego, cuando se dio cuenta, casi no le dejó dormir, y es que en todo este tiempo en que Sálvator había permanecido en su morada, frente a la luz de la hoguera y de la vela encendida, su cuerpo no había proyectado sombra alguna.
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