Llego del gimnasio, cansado, abro la puerta, subo los cinco pisos —o debería decir seis, porque el primer piso es tan alto que fácilmente podría tener el tamaño de dos—, y entro a mi cuarto. El ritual de siempre es simple: me desvisto, pongo la ropa usada en una tina y la dejo remojar durante unos minutos con detergente, mientras vierto en el garrafón el agua que dejé enfriar en la mañana, antes de salir. Pongo a hervir más agua y me doy un buen duchazo. Salgo de la ducha, lavo la ropa que dejé remojando, y me visto. Luego paso las tardes escribiendo, editando los libros que tengo pendientes, revisando mis redes, mientras escucho música…
Esa es la rutina que llevo ya hace un buen par de meses, el tiempo que estoy alquilando esta habitación mediana en la que cabe, de momento, toda mi vida. Siempre soñé con esto. Desde que tengo afición por entregarme a la escritura, que es una actividad esencialmente solitaria, he deseado tener un espacio íntimo en el que pueda habitar sin ninguna clase de presión o responsabilidad fuera de mis cuatro paredes. El poder desenvolverme bajo mis propias leyes, el disponer de mi tiempo de forma absoluta, el gobernar mi existencia sin intermediarios. Tal vez el deseo de una vida independiente nació de mi inclinación a escribir debido a que, en ambos casos, soy yo el que se enfrenta a solas contra el mundo. La escritura es una actividad solitaria: si una idea se traba, si una expresión no funciona, si una palabra no se recuerda, es uno mismo quien, con su propia capacidad, debe ser el responsable de sortear los distintos escollos que aparecen en plena redacción. Nadie viene —ni tiene por qué— a rescatarnos. En la vida independiente ocurre otro tanto, con la diferencia de que, si se cuenta con la suficiente suerte, hay personas dispuestas a ofrecernos una mano, pero, al fin y al cabo, la iniciativa de buscar esa ayuda también es responsabilidad propia. En otras palabras, tal como ocurre con la escritura, el trabajo en equipo casi no tiene cabida; uno mismo es quien tiene que resolver sus propios problemas.
Diría que me he tardado en conseguir esta independencia pero lo cierto es que ha llegado en el momento oportuno. Estoy en una etapa de mi vida en la que me siento pleno. Feliz no, sino pleno, suficiente, contento tal vez, pero definitivamente satisfecho. Es una paz de esas que se conquistan luego de una que otra guerra. Dedico mi tiempo a dos actividades que me encantan: entrenar y escribir, o administrar mis redes, que no es un trabajo liviano. En ambas debo poner un gran esfuerzo. En la primera, esfuerzo físico; y en la segunda, esfuerzo intelectual. Sin duda, actividades que me resultan gratificantes y me hacen sentir completamente realizado. Hoy tengo un norte, un propósito de vida, metas cada vez más grandes y proyectos que no terminan. Es algo que no tenía tan claro hace dos o tres años, por eso creo que mi independencia llegó en el momento oportuno, para no tambalear en mis decisiones y continuar trabajando en aquello que ya tengo trazado.
De momento, mi buena racha me permite realizar todas mis actividades sin ningún problema. La perspectiva de tener una agenda propia que pueda moldear a voluntad me llena de una gran satisfacción. No creo que me haya pasado nada mejor que tener la libertad absoluta de ir adonde quiera a la hora que quiera; sobre todo, sin tener que dar explicaciones o estar avisando. Y esa es otra paz que me invade: soy un hombre libre que no le debe nada a nadie. Sin deudas de ningún tipo, dedico mi tranquila existencia a vivir por mí y para mí. Los recursos que obtengo, son para mí; el tiempo que tengo, es para mí; la energía que gasto, lo hago en mí. No niego que, en ocasiones, me asaltó la idea de tener a alguien con quien compartir todo esto. Pero no está en mis planes —ni en los más próximos ni en los más lejanos— abandonar mi vida de soltero que tantos beneficios me ha traído. No voy a engañarme ahora: una relación me exigiría más de lo que estoy dispuesto a entregar. No he encontrado, además, a alguien que merezca que sacrifique mi soledad por ella. Para mí la soledad significa libertad, plenitud y paz. Si alguien, con su presencia en mi vida, es incapaz de entregarme lo mismo, no merece que abandone esta soledad tan beneficiosa. Una relación me exigiría tener que complacer a alguien que no soy yo y, por ahora, tengo varios proyectos personales en los que invertir mi energía, por lo que la idea de entregarme a una mujer que, eventualmente, me quite lo que tanto me ha costado ganar, no me seduce en absoluto. Prefiero continuar dedicando tiempo para mí.
Pienso también en aquellos que no pueden estar solos. Tengo varios amigos, por ejemplo, a los que es prácticamente imposible verlos durante tres meses seguidos sin novia. ¿Cómo lo hacen? No digo ya el solo hecho de conseguir a alguien —que a mí de por sí me resulta una tarea titánica—, sino el no poder entregarse a una vida de soltería, vivir para sí mismos, desconocer el potencial que sólo la soledad puede explotar. Si no están en una relación, están saliendo con alguien, acostándose con alguien, viendo a alguien tras el trabajo, y nunca es la misma. Reflexionaba sobre esto anteriormente: lo increíble que resulta que hoy en día las relaciones parezcan simples monedas de peaje. Se han reducido a ser un intercambio en aparente equilibrio de energía, sexo y tiempo, sin importar con quién, únicamente por no aceptar la soledad que exige la soltería ni el compromiso que exige una relación estable.
En mi caso, son ya varios años los que mi soltería se ha prolongado, será por eso que he aprendido a administrar mi soledad de tal modo que la idea de iniciar una relación ni se me pasa por la cabeza. En lugar de eso, han crecido la cantidad de proyectos, y mi más grande objetivo es construir a ese hombre que quiero ser por el resto de mi vida. Un hombre capaz de gobernar sus impulsos, que tenga muy claro su orden de prioridades, que lleve una vida honrada y orientada a cumplir principios nobles, siempre que sea posible hacerlo en un mundo cada vez más enfermo. Quiero ser un hombre que sepa resolver problemas complejos, un hombre seguro de sí mismo, un hombre que no envejece en vano: que está lleno de experiencias que compartir, lecciones que dar, consejos oportunos que ofrecer.
La mía, tampoco, es una soledad hermética. Claro que deseo compartir tiempo con personas, siempre y cuando esas personas me brinden tiempo de calidad, algo que ha sido así hasta ahora, gracias a una estricta selectividad que aplico a la hora de hacer nuevas amistades. Quiero conocer personas que me resulten interesantes y que ese interés que me generen me permita expandir mis horizontes sociales, y vivir experiencias enriquecedoras a partir de eso. Quiero conocer más mundo valiéndome de esa libertad con la que cuento; quiero viajar, quiero tener emociones nuevas, coleccionar primeras veces, forjar recuerdos que inspiren a otros, y sentir, en todo momento, que estoy en el camino correcto y que no tengo nada de que arrepentirme.
Es por ello que me he proyectado a más años de soledad productiva, una soledad que significa libertad, capacidad de crear y de crecer desde mi sitio hacia todos los rincones que me permitan las posibilidades con las que ahora cuento. Una soledad que me llena, una soledad voluntaria y con propósito. Una soledad que, en definitiva, haga que el tiempo siempre corra a favor.
Supongo que ese remanso nos llega a todos tarde o temprano, que es un paradero obligatorio en la historia de cada uno. Si no ha llegado aún, hay que aprender a buscarla: no necesariamente aislándose del resto, sino conociéndose a uno mismo, pues, a fin de cuentas, la soledad es la convivencia con uno, un ejercicio de introspección constante. Es importante primero aprender a valorarnos, comprendernos, para poder mejorarnos y tantear, recién ahí, la posibilidad de una vida en solitario, pues la soledad exige independencia, el poder pasar días sin echar de menos abrazos, reuniones… la soledad es un camino de autoconocimiento y determinación de perseguir objetivos; por ello mismo, es menester que podamos desprendernos de ciertas comodidades, reducir nuestro entorno social a las personas más esenciales, para crear hábitos y realizar actividades que al principio puedan resultar pesadas, pero que, luego, cuando nuestra nueva existencia en solitario las asimile, las amemos tanto que ya no podamos vivir sin ellas.
Ojalá que todos en este mundo encuentren su soledad particular, una soledad tan gratificante como la que yo tengo la fortuna de haber encontrado. Que sea una soledad que les permita forjarse a sí mismos, y dote a sus almas de una paz a la que no quieran renunciar tan fácil, ni por ninguna nimiedad. Que les alimente de resiliencia, de fuerza interior, del coraje necesario para defender sus propios ideales y vivir sin hacerle daño al resto. Una soledad que, aunque suene contradictorio, no les haga sentirse solos, sino realizados, íntegros, como si fuese un proyecto que cada vez toma más forma y los va convirtiendo en las personas que serán por el resto de sus vidas. Y que nunca más tengan que mendigar las migajas de una compañía vacía y estéril, que nunca más sean condicionados por el miedo a la ausencia, que en sí mismos encuentren todo aquello que los haga felices, y que aprendan a vivir con eso.
Seguro que el mundo no será mejor, no se acabarán los problemas, pero por lo menos los conflictos internos se habrán reducido. Muchos se habrán reconciliado con su entorno, y dejarán de verse a sí mismos como extraños, para ahora verse como esa compañía agradable y especial de la que no quisieran despedirse nunca. Supongo que sólo así dejaremos de pensar que necesitamos de otra persona para estar completos, porque nos habremos completado nosotros.
Y mientras tanto, yo seguiré, desde este rincón, entregando mi vida a la escritura, a compaginar mi actividad literaria con otras que vayan surgiendo por el camino; experimentando nuevas cosas, viviendo como vive alguien que se entrega a la aventura sin necesidad de renunciar a su propia esencia; leyendo, entrenando, conociendo gente interesante, terminando cada día como si fuese el final del episodio de una serie lo suficientemente emocionante como para ansiar ver el siguiente capítulo, con esa expectativa que inspira lo que se desconoce, la incertidumbre, las posibilidades…