Siempre he sido un soñador, y mucho me temo que siempre lo seré
Ensayo personal
Querido lector:
Cuando empecé a redactar este texto quería abordar el tema de mis sueños vívidos. Quería contarte mi capacidad de percibir aromas, texturas y sabores en mis sueños, como si estuviese viviendo una realidad alterna. A medida que escribía, sin embargo, las palabras me llevaron por otro camino y terminé escribiendo esto que, espero, sea de tu agrado. Sin más, te deseo una feliz lectura.
Mi arte como refugio
Siempre he sido un soñador —metafórica y literalmente—, pero nunca me había dado cuenta de hasta qué punto. O tal vez no quería aceptarlo, por haberle atribuido, durante años, nociones negativas al término: idealista, fantasioso, alejado de la realidad. Por influencia (¿o imposición?) de mi padre, me había centrado siempre en ser lo más realista y objetivo posible en cada decisión que tomaba en mi vida. Esto a veces rozaba la dastricidad, como negarme a disfrutar de ciertos placeres, por muy inofensivos que fueran, o no permitirme un momento de ocio sin sentir culpa por «desperdiciar el tiempo».
Tal vez por esa razón siempre hubo en mí el deseo de vivir más en mi mente que en la realidad, de construir un espacio, aunque fuera abstracto, donde poder desenvolverme con total libertad sin tener que exponerme constantemente a la severidad de mi padre, a las exigencias del colegio, a las burlas de mis compañeros, y a todos esos lugares donde nunca me sentí del todo bienvenido. De niño, el dibujo era mi salvavidas. Mi padre aún hoy conserva aquellos garabatos que hice a los tres años y que según yo eran carros, personas, casas, árboles… A falta de recursos para comprar juguetes, aprovechaba los materiales de corrospum que mi madre —que era profesora— compraba para las actividades de sus estudiantes, y con ello elaboraba mis propios personajes. Mi favorito: el hombre araña. Pero no fue el primero. Mi primer juguete de corrospum fue el intento de emular al que, años después, supe que era Keanu Reeves interpretando el papel de Neo en Matrix.
Luego vino la época de los cómics. En varios cuadernos dediqué horas a dibujar viñetas cuyas narrativas eran historias alternativas a las que veía en la tele. Hice lo que se podría denominar ahora como fanfics de El hombre araña, Los súper campeones, X-men. De todos los cuadernos que llené con mis historietas, sólo dos conservo hasta ahora. Los demás se perdieron, supongo, entre tantas mudanzas (dejo este apunte para recordarme escribir acerca de eso en otra ocasión).
Después, en la época de mi faceta literaria, vinieron los poemas. Atiborrado por las letras de rap de Porta, Santaflow y compañía, esbozaba mis primeros textos en rima que para mí, por entonces, lo eran todo, como una grandiosa revelación de un talento en ciernes. En los poemas hablaba de amor —cuándo no, Heber hablando de amor—, de reflexiones de vida que por entonces me parecían perlas de sabiduría, y de una que otra historia que quería contar y que nunca pude concretar, ya que las abandonaba a media travesía.
Luego descubrí a Sergio Carrión y a Ernesto Pérez Vallejo. Mi carácter introvertido y esta tendencia hacia la soledad que siempre me caracterizó —en aquellos años era más un refugio que una elección voluntaria—, hicieron que quisiera emular aquellos maravillosos poemas que leía, que siempre tenían una aparente hilación narrativa. No eran sólo poemas, eran historias breves que no buscaban impactar por sus giros, tramas o moralejas, sino por la belleza con la que los escritores dotaban a ciertas anécdotas. Con ellos aprendí que para impactar no se necesita siempre una gran historia, sino que a veces basta con elegir un instante, un recuerdo, por muy «insignificante» que fuera, y convertirlo en algo lleno de belleza lírica que pueda tocar fibras sensibles en los lectores. Como no tenía grandes historias que contar, y era incapaz de reconocer en mi propia rutina algo que mereciera ser convertido en poesía, decidí inventar anécdotas, recuerdos, personajes, musas. No es casual que desde hace años venga diciendo que escribo más ficción que otra cosa. Y cuando algún lector se avino a preguntarme si había vivido todo lo que escribía, nunca tuve problema en responder que la mayoría de mis poemas se basaban en experiencias ajenas, no mías. Yo, un chico asocial, no tenía nada que contar acerca de mí que fuera interesante.
Cuando conocí a Carlos Ruiz Zafón pude confirmar lo que con Sergio y Ernesto ya intuía: en cuestión de literatura, muchas veces, importa más la forma que el fondo; es decir que, más importante que tener una buena historia, era el modo de contarla. De él aprendí también que la buena literatura exige disciplina, técnica y, sobre todo, oficio, una devoción que se parece más a la entrega y al respeto por las palabras. Mi tendencia a inventar no hizo más que afianzarse de nuevos recursos que pude asimilar al leer cada una de sus novelas. Así nacieron más poemas, más relatos, más cartas, más reflexiones.
Luego de haber hecho este recuento, ahora comprendo por qué casi nunca me ha gustado el mundo real y, por el contrario, siempre he preferido refugiarme en el arte buscando entre canciones, libros y películas, un pretexto, una chispa, para encender la maquinaria de mis producciones.
Mi faceta soñadora en mis proyectos literarios
Mi faceta soñadora no se limita al arte, sino que también se ve reflejada en la forma en que he abordado cada uno de mis proyectos. Por ejemplo, cuando publiqué mi primer libro. ¿Qué hacía yo, un adolescente de dieciséis años que no tenía ni idea de cómo maquetar un documento en Word, pretendiendo publicar un libro por cuenta propia, sin intervención profesional de alguna editorial? Pero lo hice. Años después he llegado a darme cuenta del desafío que debió suponerme, de lo soñador que sonaba el proponerme aquella meta con la edad que tenía. Pero lo cierto es que, aunque no contaba con mucha experiencia, me resultó, si no fácil, al menos llevadero. Es decir, me sentí capaz. Nunca pensé que fuera imposible. Podía intuir el camino, aprovechar mi capacidad autodidacta para sortear escollos y armar algo que resulte presentable. El archivo en PDF que obtuve no fue perfecto, pero lo hice. A pocos meses de haber cumplido diecisiete años, en mayo del 2015, vio la luz la primera edición de Oscuro Silencio (una edición que, dicho sea de paso, todavía se puede descargar aquí). Más que ganar dinero, me importaba que mi obra fuera conocida, así que decidí ponerla gratis para todos mis lectores, y en menos de veinticuatro horas ya había superado las dos mil descargas. Yo fui el primer sorprendido. Meses de trabajo se vieron reflejados en esa hermosa cifra.
Ese mismo año (2015), a finales, creé Sexta Fórmula, un blog literario en el que pretendía publicar los textos de mis autores favoritos, y que luego convertí en una especie de colectivo virtual para agrupar a otros colegas escritores. Esa iniciativa luego maduró a convertirse, en 2020, en una editorial independiente con la que actualmente publico libros de otros autores. Pero volviendo al año 2015, antes incluso de emprender con el blog literario, aparecí por primera vez en una antología, participando con un cuento que, si soy sincero, ahora mismo no recuerdo exactamente de qué trataba, aunque sí puedo recordar que no me gustó el resultado. Aun así, por consideración o por resignación a no tener nada mejor que incluir en su lugar, me lo aceptaron. Recuerdo que pasé meses obsesionado con ese libro, con poderlo tener algún día en mis manos. Un sueño que nunca se concretó por un factor común que ha hecho difícil cada sueño que he tenido: falta de dinero.
Pero mi lado soñador estaba ahí. No satisfecho con haber publicado mi primer libro, ahora debía publicar el segundo, esta vez en físico, y durante lo que restaba de aquel año me puse a trabajar en Ruinas Internas, que publiqué el 2016, un libro que nació más por mi anhelo de concretar un proyecto (porque estaba ansioso por publicar el siguiente libro) que por un deseo genuino de vender copias. Al que sí veía con intenciones comerciales era a Tormenta de Pensamientos, que publiqué en 2017 y que era el libro que más había ansiado publicar, incluso por encima de Oscuro Silencio. Veía a Tormenta de Pensamientos como el libro definitivo, porque contenía textos en formatos que sus antecesores también tenían: poemas, frases, relatos, pero con un añadido: los textos de mayor extensión que había escrito y que me parecían que eran lo mejor que podía ofrecer. Tal vez fue por eso que me sorprendió el hecho de que Ruinas Internas haya terminado siendo el más vendido de los tres, y no Tormenta de Pensamientos, como había previsto. Muchas veces, los resultados no se alinean con nuestra ambición.
Teniendo en cuenta la cantidad de proyectos que llevaba a cabo, los seguidores que conseguí acaparar desde mi época de Tumblr y Blogger, mi forma de compartir mis producciones y, por qué no decirlo, el modo en que me expresaba a través de palabras —muchas veces valiéndome de experiencias impropias de mi edad—, puedo comprender mejor por qué mis seguidores llegaron a creer que Heber Snc Nur era un hombre adulto y no un adolescente de dieciséis años que se escondía tras un logo y un seudónimo, pues nunca hice pública mi edad hasta el año 2022. Heber Snc Nur siempre fue uno de mis múltiples escapes de la realidad, hasta que llegó Dashten Geriott.
La historia de DG la cuento mejor en este episodio, pero lo que no cuento ahí —o no resalto, mejor dicho— es el hecho de que aquel seudónimo, que nació también el año 2015 (ese año, definitivamente, significó un punto y aparte en mi vida), fue una razón más para vivir en esa burbuja que hacía mi realidad más soportable. Dashten Geriott pronto se convirtió en un escritor «feimus» —apelativo con el que los usuarios se referían a aquellos escritores cuyas publicaciones gozaban de viralidad— de Tumblr. Fue mi razón para seguir soñando, para seguir creando. Se convirtió en una herramienta de expresión en la que volcaba mi lado más, digamos, oscuro, trágico, fatalista y negativista. Todo lo que me censuraba decir con Heber, me atrevía a decirlo con Dashten. Pero a ambos los cubría aquella aura de ficción con la que siempre he gustado de dotar a mis textos.
Lo cierto es que, con el tiempo, mi afán por emprender diversos proyectos no ha cesado. Ese Heber soñador que he sido antes no ha desaparecido: ha madurado, se ha vuelto más experimentado y fuerte en todos los sentidos, lo mismo que mi inclinación hacia la ficción. Ahora, por supuesto, no siempre me valgo de experiencias ajenas para escribir, pero eso no quita el hecho de que me sigo sintiendo más cómodo inventando historias y hablando de ellas como si ya las hubiera vivido.
Mi ambición, más que menguar, sólo se ha incrementado. Ahora, luego de haberme desenvuelto en el campo de la poesía, estoy cimentando mi paso a la narrativa, y no sólo quiero publicar novelas, sino también crear un universo literario, pero eso es algo que pienso detallar luego.
Una invitación a crear
Estoy seguro de que, si no hubiera sido un soñador desde que tengo uso de razón, no habría hecho ni la mitad de lo que hice. Huelga decir que ya hace tiempo me he reconciliado con el término «soñador», y ya no lo veo como algo negativo, sino como parte de mi identidad como artista y persona.
Dicen por ahí que son tiempos difíciles para los soñadores, y algo de verdad tiene esa expresión, pero no está de más preguntarse: ¿Cuándo han sido buenos tiempos para los soñadores? Los artistas, como soñadores naturales, siempre lo han tenido difícil. No es casual que tantos de ellos hayan muerto sin haber visto la gloria que su talento hubiera podido granjearles en vida. O que hasta ahora no se vea al arte como un oficio natural con el que uno pueda vivir tranquilamente, sin tener que poner su talento al servicio mercantil de terceros.
Ser soñador es ahora más necesario que nunca, y me atrevería a añadir que es urgente. En una época donde toda «obra de arte» está al alcance de un prompt, es cuando más deberíamos valorar a aquellos que se atreven a crear valiéndose de sus propias capacidades. Dentro de lo posible, no deberíamos permitir que el concepto de artista se pierda entre redefiniciones artificiales, o que los soñadores vean veladas sus aspiraciones de surgir en un mundo que puede desvalorizar su trabajo porque una IA lo hace mejor y más barato —por no decir gratis—.
Pero así como aparecen nuevos escollos con el pasar del tiempo, también aparecen más oportunidades. Por eso me mantengo optimista al pensar que esta también es una buena época para empezar a crear, porque hoy existen muchas más herramientas a comparación de cuando yo empecé con mis proyectos. Tutoriales sobran, información hay a por montones. Sólo es cuestión de buscar. Tengo la absoluta certeza de que, si alguien como yo, un chico inexperto, pudo hacer tantas cosas antes de los veinte años, cualquier persona puede, y aún más todavía.
Así que esta es mi invitación:
Si tú, que estás leyendo esto, tienes un alma que sueña, que aspira a trascender, y tienes además un talento que no has mostrado todavía al mundo, deberías darte la oportunidad de llevar a cabo ese proyecto en el que no has dejado de pensar, por mucho que los años pasen. El mundo necesita saber de ti, pero, sobre todo, tú necesitas demostrarte a ti mismo que es posible cumplir sueños. Sólo necesitas predisposición, porque el talento ya lo tienes. Y, si sabes observar, la oportunidad también.
Si bien nunca son buenos tiempos para los soñadores, siempre será el momento oportuno para hacer realidad dichos sueños.
Por mi parte, reafirmo lo que ya digo en el título: he sido un soñador, pero, sobre todo, seguiré siéndolo hasta el fin de mis días.
Con cariño:
Uff, me dejas sin palabras aunque con sonrisas y reflexiones ancladas a mi alma. Que orgullo ser tu lectora, colaboradora, coequipera, editada por ti y que tú seas el director del proyecto editorial de mi primer libro. Todo lo que dices aquí es tan, tan, tan poderoso que seguro ni te habías percatado. Te abrazo maestro ⭐