Habíamos llegado. El balneario tendía una franja de concreto que recorría la playa y separaba la ciudad de la orilla. La tomaba de la mano. Sheyla sonreía como una niña que descubre el mundo por primera vez. Supuse que su encanto era genuino, porque nos encontrábamos en la playa de Huanchaco, la misma en la que, hacía tantos años, un primo mío me había tomado una fotografía, aprovechando el ocaso frente al mar. Sheyla adoraba esa foto y me hizo prometer que algún día la llevaría a conocer aquella playa. Fiel a mi palabra, aquí estábamos.
Atardecía. Se diría que era un día especial, porque en el balneario discurría un mar de gente, entre locales y turistas, sobre todo porque aquella calle principal estaba cerrada y se había convertido exclusivamente en una vía peatonal. Discotecas abiertas, restaurantes que auguraban una buena faena nocturna, vendedores ambulantes y una que otra patrulla de policía que resguardaba el casi inexistente orden que reinaba a esas horas de la tarde. Caminamos, abriéndonos paso entre la gente, hasta que llegamos a la orilla. Por aquellos días el mar había devorado casi la totalidad de la arena, y había dejado al descubierto las enormes piedras que se apilaban al pie del rompeolas.
Nos dirigimos al muelle. Eran las últimas entradas disponibles del día. Ingresamos, adentrándonos en aquella pasarela de madera que sobrevolaba el mar. Las farolas estaban encendidas, un par de hileras de luz que flanqueaban el camino, en el que vimos a algunas parejas, niños jugando ante la atenta vista de sus padres, o simples paseantes solitarios. Nos acercamos hasta aquella glorieta al final del muelle y nos apostamos en el barandal que rodeaba el pequeño edificio de madera. El lugar nos brindó una panorámica de un mar infinito y el sol palpitando con tibieza a lo lejos. Al otro lado se podía contemplar el balneario, una conjura de edificios, luces y música que bordeaba la orilla.
—Me encanta la vista —dijo Sheyla, contemplando el paisaje: los escasos surferos que se aventuraban entre las olas, pescadores que cabalgaban en sus caballitos de totora y una que otra embarcación que se recortaba sobre el horizonte.
—A mí también —respondí yo, con un sentimiento encontrado.
Aquel paisaje de gente y bullicio era un episodio repetido y, por lo mismo, me resultaba rutinario, una escena decorada con elementos sin encanto, así que lo único rescatable de aquel instante frente al mar fue tenerla a ella a mi lado. Supe, sin necesidad de palabras, que cualquier episodio de mi vida sería un viaje de redescubrimiento sólo por su presencia. Por eso respondí «a mí también», porque realmente la estaba observando a ella, y yo adoraba aquel paisaje de su cuerpo envuelto en una especie de camisón blanco que ondeaba con el viento. Sheyla sonreía. En mi vida había visto a miles de chicas sonreír y aun así siempre me sorprendía ese temblor en el alma que me nacía cada vez que Sheyla esbozaba su sonrisa deslumbrante. Mirándola en aquel instante que se hizo eterno y fugaz, supe que la quería más que nunca.
Dejamos el muelle unos minutos después. Ella quería estar en la orilla, así que volvimos ahí para presenciar los últimos minutos del día. El atardecer pintaba de arreboles el cielo, franjas de naranja y púrpura de un sol que moría reflejado sobre el mar. Sheyla se apresuró a quitarse las sandalias que traía y avanzó casi dando saltos hasta el agua. Yo la observaba, sonriente; creo que nunca había sonreído con tanta genuinidad como en aquel día. «Este momento no me lo roba nadie», pensé. No me atreví a entrar al agua, pero seguí a Sheyla de cerca, grabando uno que otro vídeo de sus ocurrencias. Ella reía, me salpicaba agua, y mientras la espuma del mar besaba sus tobillos, ella levantaba las manos al cielo, como despidiéndose del sol.
***
Más tarde, en la noche cerrada, cuando la cantidad de personas se disipó de la orilla y apenas se veía a uno que otro caminante, alquilé un par de sillas y una sombrilla innecesaria, pero que la señora que nos la dio dijo que se alquilaban juntas siempre. Nos sentamos, cansados de una tarde algo agitada, dispuestos a pasar la noche ahí. Habíamos ido a comer hamburguesas, anticuchos y otras delicias que abundaban por la zona de comida. Los anticuchos fueron los favoritos de Sheyla. Probó la chicha morada, de la que se enamoró al primer trago. Y cuando la llevé a mi pollería predilecta, coronó al pollo a la brasa como el mejor que había probado en toda su vida.
Es claro que uno de los encantos de este país es precisamente ese: el gastronómico. Desde hacía años tenía la certeza de que el día que me marchara de Perú lo único que iba a extrañar con fuerza iba a ser la comida. Sheyla me dijo que, sólo por eso, sería capaz de quedarse a vivir aquí, feliz. Por supuesto, no era un comentario que me tomé en serio. Su lugar estaba con los seres que más amaba en el mundo: su familia. Yo —y Perú— sólo era una estación de paso, una simple escena en la película de su vida, tal vez memorable, pero fugaz y, por lo mismo, inexorablemente condenada al abandono.
Mientras hablábamos aquella noche, con una pincelada de estrellas que nos sonreían desde lo alto, apenas enmascaradas por las nubes salpicadas de plata por el resplandor de la luna, me di cuenta de que aquel instante no iba a volver nunca, y del modo en que uno se descubre consciente en un sueño, deseé en el fondo que aquel amanecer tan esperado no llegara. Sólo quería contemplar con detalle su imagen a la luz de la luna, grabar la melodía de su voz hablándome de tantas cosas que apenas alcanzaba a colegir, pero que aun así no quería que dejara de hacerlo, porque nada me gustaba más que escucharla, con sus ojos brillantes, sus labios rojos gesticulando cada expresión como si pintara las palabras al vuelo, como si supiera que la observaba con el propósito de hacerla eterna en mi memoria.
Desde un principio supe que no iba a cometer un error si la convertía en mi musa. Sheyla era una chica cuyo encanto superaba expectativas. Era tan sensible, tan empática, tan femenina, tan humana, que en los días de nuestras primeras conversaciones yo no dejaba de preguntarme si acaso era real, porque me costaba creer que todavía existían mujeres así. No sólo por su pasión altruista y de entrega, no sólo por su inclinación inevitable al romance —pues ella con un simple batir de pestañas era capaz de sacar al Heber romántico que había creído enterrar para siempre—, sino también por sus valores y principios; entre ellos, el de considerar las promesas como algo sagrado, con ese carácter tácito que las convertía en irrompibles. Por eso estaba ahí, porque un día me dijo que iba a venir a verme y, aunque mi escepticismo inicial me aconsejó no esperarla, mi esperanza interna nunca dudó de sus palabras.
Y mi poesía tampoco. Así que cuando fui conociéndola más, comprendí por fin por qué cada vez que me escribía mi alma se alegraba, lo mismo cuando oía sus notas de voz, lo mismo cuando veía sus fotos, lo mismo cuando me mostraba sus uñas arregladas. Sheyla tenía la capacidad de despertar ese equilibrio entre mi lado sensible y mi lado racional, y ese equilibro era el arte. Volví a sentirme poeta cuando escribí la primera frase inspirada en ella. Supe que había llegado para convertirse en mi musa.
En aquellos días, el Heber escritor y el Heber hombre por fin cesaron su conflicto y pactaron una especie de armisticio en el que se estipulaban las condiciones con respecto a aquella mujer que apareció de repente y llamó la atención de ambos. El primero la quería en sus poemas; el segundo la quería en su vida. Por fin después de tanto tiempo, por fin después de tantos años, ambas facetas se habían puesto de acuerdo en algo.
Y ahí estaba. Preciosa, única, resplandeciente, a pesar de estar envuelta en la tiniebla de la noche. Las luces de los postes a nuestra espalda apenas conseguían encender de claridad la cresta de las olas que morían en la orilla. Corría un viento gélido, pero el calor lo contrarrestó sin problema. Observándola, las horas transcurrieron con velocidad, sin yo poder ser casi consciente de ello. Pronto nos dimos cuenta de que el horizonte ya no se veía tan oscuro, de que las olas del mar, aun en el punto más lejano, volvían a ser visibles. La orilla apareció ante nuestros ojos con algunos paseantes. Amanecía.
Sheyla se acercó nuevamente a la orilla, aunque, con el frío del viento de madrugada, no se atrevió a mojarse. La vi detenerse a apenas unos pasos de la línea límite a la que llegaba el agua. Sin voltear a mirarme, extendió su mano en mi dirección, y ahí fui yo. Tomé su mano y entrelacé mis dedos con los suyos. Sheyla buscó refugio en un abrazo y yo correspondí. La rodeé con mis brazos para protegerla del frío, para poder sentirla más cerca, para poder recordar su tacto cuando me hiciera falta. Pero en aquel momento eso no bastaba, claro. Una escena frente al mar de madrugada nunca está completa con un abrazo. Sheyla me miró a los ojos instintivamente. Yo la miré a mi vez. Y en aquel silencio, en aquel frío, en aquella playa, busqué sus labios con los míos, y la besé. Aquel beso me devolvió la fe en los sueños, en el futuro, en la idea de que todo puede mejorar algún día, aunque sólo sea frente a los ojos de un par de enamorados que se atreven a quererse rompiendo esquemas en un mundo profundamente enfermo. Pero lo cierto es que, cuando la besaba, sentí paz, una sensación de correspondencia única, como si el alma me estuviera diciendo «aquí pertenezco, aquí me quedo». El Heber escritor y el Heber hombre volvían a ser uno solo con ella, para ella.
Acaricié su mejilla y Sheyla sonrió, robándome las palabras y la sensación de que todo iba a acabar en cualquier momento. Durante unos segundos me sentí eterno, ajeno al paso del tiempo, como si por un instante Huanchaco hubiese existido sólo para nosotros. Comprendí que aunque todo terminara, aunque no hubiera oportunidades más allá de aquel día, me bastó con haberla sentido tan cerca, tan real, tan mía. Me bastó con haber plasmado en mi memoria un instante que no me iba a abandonar por el resto de mi vida.
Una vez más t digo: hermoso texto
lindo