Miércoles 19 de abril, 2017
Recuerdo haberte dicho que hay peores cosas que el olvido y, aunque nunca especifiqué, tú llegaste a demostrármelo. Peor que alguien te olvide es que teniéndote no te recuerde, o no te necesite. Lo peor es la indiferencia, esa falta de atención que te convierte en un ser etéreo, un comodín en este juego cruel de la existencia. El olvido te dice que ya no existes para alguien, pero la indiferencia te deja en mitad de dos vidas: la presencial y la invisible. Como cuando te llaman y si llegas te preguntan para qué has venido, o como cuando te ignoran y luego se quejan de tu falta de puntualidad.
Sonreías si te escribía. Solías decir que era increíble. Lo genial de todo era que no me esforzaba mucho: quererte era tan fácil y tan inevitable, que cualquiera hubiese dicho que aquello era uno de mis talentos. No viste, sin embargo, la otra cara de la moneda. El rostro detrás de la máscara. Pensabas que te olvidaba cuando lo que yo esperaba era ver llegar algo de tu parte. No me adulabas como lo hacían otras que nunca llegaron a importarme como tú, no hablabas mucho de lo que sentías por temor a agrandar un ego inexistente. A mí, que de tener algún ego sería el de ser el dueño del récord mundial en coleccionar desamores, en eso casi no tengo competencia. Por eso siempre pensé que era absurdo y tú, que siempre me conociste más, debiste saberlo también.
Nadie puede forzar a alguien a demostrar su cariño, por eso no dije nada. Siempre tuviste la sensación de que te quería menos de lo que esperabas y eso era algo que tenía que asumir aunque no fuera cierto. Porque te quise con la vida sin importar que se me haya ido la vida en quererte. Que no me haya quedado nada para llenar el vacío, los espacios cerrados y los abiertos, donde alguna vez anduviste como quien tiene en sus pies el camino seguro del mañana. Contigo perdí algo más que la fe y gané algo menos que un fracaso. Contigo me perdí yo y gané un odio incoherente. Odiaba cualquier cosa que me recordara a ti, a las huellas de tus manos ausentes, a tu sombra partida en dos, a tu sonrisa tan lejana y a este lugar tan triste. Odié la soledad, la oscuridad y el silencio, tres cosas que amaba antes de que llegaras. Quizá porque les enseñé a necesitarte también, y cuando te fuiste no dejaron de pronunciar tu nombre, llamándote. Yo sin ti no era ni el vacío del que me quejaba. Me pregunté en qué te habías convertido, por qué llegaste tan hondo.
Quiero que sepas que en tu presencia oculté muchas cosas para que no llegaran a asustarte. Te ofrecí lo que quise que alguien me ofreciera. Supongo que el tener tanto, menos a nadie a quien dedicárselo, te hace pensar de esa forma: que te querrán tanto como te entregues. Repartí en cada sitio un poco del café que te gustaba, para que tuvieras siempre algo que te hiciera sentir cómoda. Pero toda esa represión explotó un día y no, ninguno de los dos salió ileso. Sin dejarme amedrentar por aquello, seguí en mi carrera hacia tu vida y, cuando llegué a la estación, el tren empezaba a deslizarse por el andén del destino. No me sorprendió fallar de nuevo. No me sorprendió llegar tarde, es sólo que contigo esperaba que fuera diferente.
Yo deseé una vida contigo pero lo que tengo se parece más a una muerte sin tus besos. De hecho, a cualquier vida que le falte tu cariño le quedaría demasiado grande el nombre. Como premio de consolación en este concurso entre el amor y la ruina, lo único que me queda es el trágico deseo de que algún día conozcas a un hombre que sepa quererte mejor, aunque me tiemble el alma. Que ojalá sepa darte lo que buscas y te ame al punto de hacerte dudar si lo que yo te entregué fue amor realmente. Que se te olvide mi nombre en su primer beso, que sus abrazos te lleven al cielo y que te haga sonreír tanto que la tristeza llegue a convertirse en el recuerdo borroso de un mal sueño del que conseguiste despertar a tiempo. Que cada despertar a su lado sea seguro, que no tengas que preguntarte si mañana te seguirá queriendo como entonces porque no será necesario. No te deseo a alguien que vea en ti lo que yo vi, sino a quien sepa ver lo suficiente, que no le embarguen las dudas de si lo estás queriendo porque podrá verlo en tus ojos. Te deseo a aquel que aun sin decir nada te haga comprender la vida, el amor y el porqué de todo aquello de lo que tanto quise hablarte. Y entonces aceptaré mi rendición incondicional, con la impotencia de aquel que cancela el viaje más importante de su vida.
Con el transcurrir del tiempo aprendí a vivir a espaldas del mundo, casi a escondidas, como un exconvicto que se reconcilia con su entorno. Crecí a la sombra de cualquier extraño, aprendí a jugar de nuevo con la lluvia y, aunque nunca pude olvidarte, tampoco tuve fuerzas para odiarte. Un calor me inundó adentro, una voz me llamaba, unas manos volvían a levantarme y me di cuenta de que era yo todo este tiempo. Volvía aquel que te llevaste, volvía de entre las fauces de un amor que nunca fue para él. No sé aún si lo dejaste ir sin rencores o si tampoco te resultó útil lo que representaba. No sé si fue el remordimiento, la piedad o de nuevo la indiferencia, pero lo cierto es que vuelvo a mirar a través de la ventana el mismo camino que tomaste para irte y he de admitir que ya no me duele como al principio.
Hallé el amor nuevamente en mi interior, en ese sitio donde aún me duerme la fe de aquello en lo que dejé de creer hace tiempo. Es una fe inabarcable, serena. Una fe que me dice que nunca es tan tarde para empezar ni demasiado pronto para rendirme. Y me abracé a ella como he deseado abrazarme a ti tantas veces. Me entregué a sus brazos tal como quise verte a ti entre los míos. Me resigné por enésima vez a que formaras parte de mi historia como cicatriz. Sin color, sin dolor, pero indeleble. Comprendí entonces que yo nunca llegaría a odiarte aunque lo intente.
Y créeme que lo he intentado.
¡Gracias por leer!
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