Ojalá te acuerdes de aquel día que no tuvo nombre, de las calles invisibles flanqueadas de albergues para personas tristes de paso. Ojalá te acuerdes de que solíamos tomar la misma ruta caminando, como un par de prometidos, por esas avenidas que embrujaron nuestros sueños para siempre. Ojalá te acuerdes de las promesas y de los gestos que sellaron un momento mágico, uno de esos que al recordarlos sientes estar tocando el cielo con las manos o, aún mejor, que el cielo te está tocando a ti. Todavía, al cerrar los ojos, puedo verte sonreír, como una de esas flores bonitas que renacen en cada primavera.
Claro que el cielo estaba nublado ese día, pero si algo tenía que desprenderse no sólo era lluvia, sino ese miedo que nos distanció tantos inviernos y nos hizo pensar que nunca se quiere más allá de las oportunidades. Cuántos abrazos hemos perdido por culpa de nosotros mismos, del hecho de no atrevernos a cerrar de una buena vez nuestras dudas y arriesgarnos a ser felices. Aquel día, por cierto, te veías preciosa. Sabes que tienes esa particularidad que encanta y que, si pudieras notarlo, lo más seguro es que termines enamorándote de ti misma. Y quién soy yo para no darme cuenta de eso, si desde que te vi por primera vez no quise mirar a otro lugar donde no se encontrara tu sonrisa.
Aquel día el cielo se desprendía en una cortina de lluvia mientras yo pensaba en un pretexto para volver a verte. Sabía entonces que el tiempo se acortaba y que, aunque hubiera tanto cariño de por medio, nada lo detendría. Sabía que tarde o temprano terminaría solo, mirando desde el balcón las siluetas de personas que recorren los caminos acosados por un frío que jamás les había sonreído. Y que para entonces mi única preocupación sería escribirte.
Sabía yo que tendrías que despedirte para ir a casa a continuar con tu vida al margen de la mía. Y quizá para entonces sólo tendríamos en común las largas horas que pasamos a la deriva del tiempo creando finales felices a historias que nunca comenzaron. Lo triste es que algunas historias no tienen finales aun mereciéndolos, y lo peor es que la nuestra jamás podrá comenzar a pesar de prometer tanto, quizá demasiado para un par de locos que del amor ya no esperaban nada más que recuerdos llenos de nostalgia. Pero tenía que aceptarlo, tal vez por el hecho de que cada sueño termina siendo sólo eso: el espacio breve de una fantasía que no verá la luz más allá de mi mente. O tal vez por ese maldito deseo de no fracasar de nuevo. Lo cierto es que, a veces, cuando me pongo a pensar en todo esto me pregunto si acaso la causa de mi martirio sea yo mismo y mis indecisiones. Mis miedos. Mi cobardía.
Esa tarde, mientras tú estabas mirando la lluvia tras los cristales, yo le puse tu nombre a aquel día en que me enamoré de la incertidumbre. El reloj quedó paralizado y una extraña certeza de que en ese momento estabas pensando en mí se me cruzó por la mente. Reí de mi ingenuidad y reconté cada paso que dimos por esa calle solitaria, la misma en la que, sin que nos hayamos dado cuenta, dejamos ir otra historia sin personajes ni más autor que la casualidad, donde cada segundo contaba, quizá, un relato que nadie más que nosotros alcanzaría a recordar tiempo después, cuando ya las oportunidades cabalgaron a otras estadías con residentes tal vez un poco más valientes. Y ojalá que te acuerdes de la lluvia, de las risas, de ese sueño que nos prometió tanto y terminó sin cumplirnos nada.
¡Gracias por leer!
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El próximo martes compartiré otro texto de otro de mis libros. Cuéntame, ¿qué te ha parecido este? Te leo en comentarios.
¡Saludos!