Bailas, te mueves, atrapas mi mirada, te sabes deseada… Una canción lenta, mis dos ojos silentes, que te enfocan, reos de un efecto hipnótico. La habitación yace en penumbra, y un resplandor de neón escarlata apenas logra fluctuar y bañar tus contornos, así que te miro como quien mira una pieza de rompecabezas y arma el resto de la figura imaginando lo que falta. Así te veo: por fragmentos en movimiento, y te percibo según la fragancia que desprendes en cada giro, en cada ondear de aquel vestido que deja al descubierto tus muslos hasta las caderas. Es normal que busque la hipérbole de tu cintura, que me rinda al encanto de tu torso, majestuoso cuando curvas tu espalda hacia atrás, en una caída sin impacto, en la que incluso tu cabello parece flotar, sostenido por el aire.
Me parece que alguna vez te escribí un poema. Sin darme cuenta, claro. Uno nunca es consciente de que a veces las musas, si no son reales para el poeta, sí que existen en alguna parte. Y ahí estabas tú, siendo musa sin saberlo, existiendo en la inmensidad de una ciudad tan fría, hasta que te encontré, y te apoderaste de toda mi poesía. Mi poesía es este latir acelerado, oculto bajo una respiración serena, provocado por las curvas de tus muslos acariciados por la tiniebla escarlata de neón, tus labios que brillan como monedas en el fondo de un estanque, la firmeza de tus pies sobre el piso, la elegancia de tu escote, la armonía de tus gráciles movimientos y el alabeo que forma tu vestido con cada giro que das. Tus brazos se mueven como si las notas musicales se estuviesen columpiando de tus dedos. Este instante se convierte en un intercambio: una curva en el aire por cada suspiro; una sonrisa sutil por cada mirada indiscreta. Es un trueque por lo demás justo: las cuentas finales nos dicen que los dos salimos ganando.
En mi mente se enciende un fuego, en mi alma descubro un anhelo, tan pasional y ardiente como hoguera en invierno. La oscuridad se ha ido y los bordes del nuevo escenario se reducen a las curvas de tu cuerpo, despojado de toda prenda: ahora mismo eres todo lo que existe. Te vislumbro cubierta por pétalos, que apenas cubren tus encantos. Me miras, embelesada: también te arde un anhelo en el alma. Es un anhelo que duele, pero que no por ello es peligroso, no; es un anhelo silente, que acecha y se apodera de los sentidos hasta volcarnos en ese tobogán de pulsiones para el que no hay retorno. La caída es un descender placentero al que nos entregamos de forma voluntaria, y nos rendimos, conscientes de que en el fondo siempre quisimos entregarnos de ese modo. Así te veo, así te percibo. Tu respiración lenta, haciendo bajar y subir la gloria de tu pecho, mientras los pétalos que cubrían tus cimas van resbalando poco a poco, dejando tras de sí el rastro de tu piel desnuda. Ahora brillas más que nunca, y sonríes triunfante, ladina.
Despierto de aquel ensueño, que transcurrió en una ráfaga de segundos, y ahí estás nuevamente o, mejor dicho, ahí sigues, moviéndote con parsimonia, acercándote, alejándote, enamorando a la luz y las sombras: una mujer convertida en marea. No has advertido que ya te he desnudado en mi mente, no has advertido que te observo sin decir nada, mientras pienso en cómo una mujer puede no ser sólo una mujer… cómo una mujer puede ser también un sueño cumplido, un anhelo etéreo que corona los deseos más profundos… cómo una mujer puede convertirse en sensaciones, en música, en esa esencia casi celestial que impulsa a los artistas a reparar el mundo a martillazos. Todo eso pienso cuando te me acercas, tanto, que la tibieza de tu aliento besa sin reparos mis instintos, de esa forma tan sutil y perversa que siento fuegos artificiales en el cielo de la boca. Pero no me besas, no. Sabes hacerte esperar, y te alejas con movimientos felinos, sabiendo que me tienes donde me quieres, sabiendo que mi intención de enredarme en tu territorio es completamente voluntaria.
Es entonces cuando todo se desvanece, y una oscuridad sólida se apodera de este mundo de seis metros cuadrados. La música, el sonido de tus pasos, son mi única conexión con el presente, y este corazón que tamborea como si quisiera salírseme del pecho para bailar contigo. Ya no te veo, pero sé que ahí estás. Tú siempre has amado ser sensorial: que te sienta aunque no te vea, hacerte sentir aunque no me toques. Por eso me has vendado los ojos al tiempo que yo sonrío como un adicto que está a punto de recibir su dosis de droga favorita. Tu perfume me inunda y comprendo que nos separan apenas unos centímetros. Tu perfume esparce partículas que trazan en mi mente un retrato formado por estrellas sobre un universo oscuro: las constelaciones, vibrantes y movedizas, forman tu silueta y recortan tus rasgos en contraste con aquel manto nigérrimo que aparece cuando cierro los ojos. Te veo, como hecha de escarcha, y la intensidad de tu perfume te va dibujando de acuerdo al ritmo de tus movimientos: te veo caminar a mi alrededor, lentamente, contoneándote porque aunque no te vea, quieres asegurarte de no abandonar la música. Luego te posicionas frente a mí, y me sonríes. Esta vez no quieres prolegómenos. Tu rostro se acerca. Apenas puedo entreabrir los labios cuando siento tu boca sobre la mía. Nuestros labios se entrelazan, se conocen, se sienten, y un reóstato interno logra activar esa caldera siderúrgica que comienza a emanar fuego líquido por todos mis nervios de acero. Quiero tocarte, pero tú, que siempre estás un paso por delante, ya has tomado mis manos, poniéndolas quietas. Ojalá pudieras entender el tamaño de este anhelo: una lluvia de chispas crispando mis arterias, un bombeo sanguíneo enérgico y varios besos atorados en la garganta. Pero ahí vas tú: me introduces tu lengua, y dejas que baile con la mía, en un beso de esos que censuran la censura, mientras que en mi mente todas las estrellas se convierten en destellos. Me besas tanto que me vuelvo incapaz de distinguir tu lengua de la mía. El sabor es uno solo, la textura húmeda y blanda se vuelve adictiva, y justo cuando me he acostumbrado a tu boca, me privas de ella.
Ahora gobiernas mis manos: tomas mis muñecas y, con firmeza y delicadeza a un tiempo, me las llevas a tu rostro, y voy, como un ciego repentino, leyendo con mis yemas tus rasgos: un trazo por tu frente, un resbalar por tus cejas, un columpiar por tus orejas y tus pendientes, un descender por tus pómulos, un rozar por tu quijada. Sonríes. Sé que sonríes porque tus pómulos estaban más pronunciados. Y me haces descender, lentamente, por tu cuello: un tobogán que me lleva hacia tus hombros. Al continuar bajando, quiero tomar el atajo por tu pecho, pero tú, firme, me haces entender que no es el momento, y corriges mi rumbo. Yo me dejo guiar, solícito; a fin de cuentas para el amor tú siempre has tenido la última palabra, el último gesto, la última decisión. Mis manos, por encima de la tela del vestido, descienden por tus costados: lentamente, como leyéndote en braille, mis palmas y mis yemas transitan ese camino accidentado de tus costillas; el recorrido se vuelve más placentero cuando siento que mis manos se hunden en una curvatura pronunciada que las acerca una a la otra, y comprendo que estoy tocando tu cintura, tan deliciosamente estrecha que mis dedos pueden rodearla de extremo a extremo: desde el final de tu vientre con mis pulgares, hasta el inicio de tu espalda con mis meñiques. Pero seguimos bajando, y mis manos vuelven a alejarse, al ascender por tus caderas. Lo mejor es que te mueves, de lado a lado, lentamente, porque la canción así lo exige. Me mantienes ahí, como dándome a entender que aunque mis manos estén sobre ti, sigues gobernando el momento, yendo a tu ritmo; y yo sonrío, claro, porque mis manos son cómplices de aquel vaivén de tus caderas, porque por un momento poseo todo lo que deseo en el mundo: un instante, un cuerpo, un perfume, una silueta que se deja adivinar con paciencia y parsimonia. Un instante después, con gesto leve, me das a entender que continúe bajando, y es cuando siento el límite del vestido, y luego siento tu piel. Es el corte de la tela, que marca el inicio de tus muslos; tus piernas están completamente desnudas, a la disposición de mis manos. El tacto de mi piel sobre la tuya —no lo sé, pero lo deduzco— también te acelera la respiración, y por un momento creo oír un gemido, proviniendo sutilmente de ti. Para este último tramo tengo que inclinarme un poco, y me incorporo para luego posar una rodilla en el piso, en una genuflexión casi reverente por tu belleza abstracta y tangible al mismo tiempo. Siento ese encanto paradójico de tus muslos: tu piel tan suave y frágil que cubre una musculatura firme y fuerte. Desciendo hasta tus rodillas, sobrevuelo con mis dedos desde tus tibiales hasta tus pantorrillas, poseyendo con tacto firme tus piernas, hasta donde el inicio de las cintas de tus tacones me marcan el límite. «Hasta aquí llegas», parecen insinuarme, desafiantes.
Dejas libre una de mis manos y posas tus dedos en mi barbilla; el aliento de tu boca se percibe cercano, y vuelves a besarme. Todo ha ocurrido tan lento y rápido a la vez. Me has hecho redescubrir la belleza de tu cuerpo al recorrerte a oscuras, a tientas. Los ciegos descubren el mundo de esa forma; yo descubro mi universo particular: a ti, la mujer dueña de este instinto animal que hace rato está golpeando los barrotes de la jaula de mi alma en la que lo he tenido que confinar mientras tanto. Pero tú y yo sabemos que no durará mucho tiempo, que estamos llegando a ese límite que la bestia que me habita ya no tolera.
Luego se hace la luz: el milagro es volver a verte, iluminada por el neón escarlata, bañada de sombras líquidas que se deslizan por tus curvas. Arrojas a un lado la venda. Veo mis manos libres; me siento como un reo sin esposas, listo para delinquir abusando de su libertad absoluta. Te miro a los ojos y me pongo de pie, hasta que tu mirada y la mía cambian de perspectiva, porque ahora tú eres la que tiene que levantar la mirada para verme. Y me sonríes, elevando una ceja. Rodeas mi cuello con tus brazos, y te me acercas tanto, que siento el contacto de tu pecho con mi torso. Echo un vistazo fugaz a tu escote antes de que vuelvas a besarme, a salud del final del prolegómeno. Sin perder el tiempo rodeo tu cintura con uno de mis brazos. Con mi mano libre tanteo ese camino que serpentea desde el extremo de tu mandíbula hasta tus clavículas. Un breve tramo más allá, sobre tus hombros, mis dedos se posan en el sujetador del vestido, e introduzco mi pulgar por debajo del tirante; un solo movimiento y el vestido se deslizará hasta tus pies. Lees mi intención al mirarme a los ojos, y ahora tu sonrisa se desvanece porque lo sabes: sabes que la bestia ha logrado escapar de la jaula. Sabes que ahora el que tiene el control soy yo.
Es perfecto 🔥 Exijo una segunda parte, necesito saber qué es capaz de hacer la bestia al salir de su jaula.
Imposible no anhelar una segunda parte🤍magnífico!