Hay corazones que, por el contrario, se rompen cuando van enamorándose. El mío hizo «crac» cuando la vi. Lo sentí muy adentro, como un derrumbe que reordena los sentimientos, y que a cada emoción le otorga un aliciente encantador. El sentimiento lo inspiraba ella, por supuesto, y los alicientes resultaron ser sus ojos, sus labios, sus piernas. Hay mujeres —y esto lo supe con ella— que están hechas para ser amadas desde la primera mirada, desde la primera sonrisa. Con ella comprendí que también existen sentimientos que uno nunca sabía que atesoraba en el fondo del alma, pero que siempre están ahí, esperando una oportunidad de salir y cambiarle a uno la vida hasta el punto de volverlo irreconocible.
Todos los días, al atardecer, mis pasos me llevaban a la playa de esta hermosa isla. A esa hora Mallorca se viste de arreboles y el viento juega con las hojas de las palmeras, el cabello y los vestidos de las mujeres que caminan por la orilla. La primera vez que la vi contemplaba el mar con una tristeza que calaba el alma. Pocos saben que la mirada esconde palabras que resulta casi imposible de transcribir. Pero yo lo supe. Supe que la sombra de un dolor que apenas estaba comenzando a sanar le había robado la sonrisa. Recuerdo que me acerqué a ella casi hipnotizado porque, si bien se percibía un aura de tristeza, aquella melancolía supuraba también cierto encanto, como si hubiese belleza también en el frío del alma.
No recuerdo la primera palabra que cruzamos, pero sí recuerdo sus ojos al verme. En ellos vi contenida la belleza de Mallorca, como si algún ingenioso creador de musas hubiese querido hacer un retrato de este paraíso en sus pupilas. Ojos color canela, como la arena brillando al atardecer, como las sombras cuando se alargan en el asfalto de las calles de esta hermosa ciudad. Fue entonces cuando lo sentí. «Crac». Como un cristal que se rompe, rasgando las paredes de mi pecho. No pude entenderlo en ese momento, pero lo que acababa de romperse no era mi corazón, sino la coraza que lo cubría.
Pasé varias horas hablando con ella. Supe que su nombre era Maribel y que no estaba sola. Un perro que jugaba en la orilla y que yo pensé que no tenía dueño vino corriendo a ella. Maribel acarició a su mascota y me obsequió una sonrisa preciosa. «Aquí me quedo», dije en voz alta. Y ella me miró extrañada. Le devolví un gesto que le restaba importancia, como si lo que acababa de decir no hubiese sido una confesión latente. Hablamos de muchas cosas. Me contó que la playa era su lugar favorito, que solía pasar tiempo ahí o en el campo, y que aquel día, tal como lo había sospechado, se encontraba ahí pasando un momento a solas porque había algo en su alma que no acababa de comprender.
—No es tristeza —dijo—. Es más bien como… verás, ¿alguna vez has sentido que, pese a no faltarte nada, te sientes vacío por dentro?
Asentí.
—Claro, lo siento casi todo el tiempo.
—Pues es lo que me ocurre. Quisiera ponerle palabras a esto, pero no soy muy buena escribiendo. Sólo trato de lidiar con ello y procuro hallar belleza en todo lo que me rodea. Yo amo nadar, pero hoy no lo he hecho porque he preferido quedarme observando. Suelo conocerme mejor de esa forma, ¿sabes? A veces simplemente debes dejar que las cosas pasen.
«Dejar que las cosas pasen», pensé. La acompañé hasta su casa. «Nos vemos otro día», le dije, y la despedí con un inocente beso en la mejilla.
Pasé los días siguientes sin poder quitármela de la cabeza. Había algo en ella que motivaba los deseos más íntimos, como si no bastase sólo con verla, como si escucharla fuera apenas un ápice de todo el encanto que contenía su sola existencia. Quería abrazarla, sentirla cerca, decirle que desde el primer día había sentido ese «crac» al que todavía no le hallaba ningún significado. Tuvimos más encuentros como ese, todos fueron casuales, al menos por su parte, pues por la mía tenía que disimular que no la andaba buscando día y noche al salir de casa. Las casualidades como esta siempre están llenas de intención.
Recuerdo que un día fuimos a nadar. Ella adoraba el agua tanto como yo. Maribel se movía como sirena entre las olas. Una vez nos adentramos cincuenta metros en el mar y nos quedamos flotando al vaivén de la marea. Me pareció una excelente nadadora. No dejé de mirarla. Su sonrisa triunfal era un regalo inmerecido. Estuvimos así un par de minutos, sin decir nada, disfrutando de una complicidad que no requería de palabras, hasta que decidimos regresar a la orilla. Puedo vernos pisando tierra por fin. No sé por qué, pero me abalancé sobre ella e hice que cayera al agua. Maribel rio y, en venganza, me hizo lo mismo. Así estuvimos hasta que, entre forcejeos juguetones, terminamos abrazados, frente a frente, con el sol dibujando un crepúsculo violeta con su despedida. Maribel sonrió tímidamente, pero no hizo ademán de apartarse. Miré sus ojos y vi algo extraño que sólo pude notar con la luz del atardecer.
—Tus ojos —dije—. Son canela, pero uno de ellos es…
No me dejó terminar. Me calló la boca con la suya. Sus labios supieron a verano, a playa, a magia contenida. Aquel beso me hizo nadar cien metros mar adentro, pero también me elevó en los aires hasta no sentir nada bajo los pies. Todo en unos cuantos segundos, hasta que tomé conciencia de dónde me encontraba y abrí los ojos. Maribel apartó el rostro y me sonrió, tímida, como si lo que acabase de hacer no hubiese estado bien.
—Vaya —dije—. Aquí me quedo.
—Verde —respondió ella.
—¿Qué?
—Uno de mis ojos es de color canela y verde.
—Tienes una mirada preciosa.
—Lo sé, y te encanta.
—Qué presumida —dije—, pero me va a encantar más cuando vuelva a besarte.
Con el pasar del tiempo fui conociéndola más. Un día fui a su casa y me mostró una de sus otras facetas: la pintura. Era una gran artista. Me enseñó sus cuadros, que me parecieron ventanas a otro mundo.
—Me fascinan —dije al ver los cuadros—. Percibo algo de Dalí en estas pinturas.
—No es casualidad —respondió—. Me encanta Dalí.
Levanté la vista y contemplé las paredes llenas de cuadros. Distintos tamaños, pero con una maestría que los caracterizaba. En un rincón de la estancia vi algo que se movió y saltó de una mesa para ocultarse en el interior de la casa.
—Es mi gato —dijo Maribel.
Sonreí y señalé los cuadros de las paredes.
—¿Todos los hiciste tú? —pregunté, embelesado.
—La mayoría. El resto son de mis padres, algunos tíos… vengo de una familia de pintores.
Maribel sin duda era una caja de sorpresas. Esto lo confirmé cuando, en otra ocasión, me sorprendió con un plato hecho por ella y que olía a gloria.
—Me encanta cocinar —dijo.
—Deberías ser chef —comenté.
—No sabes con quién estás hablando, ¿verdad?
Me quedé mudo.
—Trabajo en un restaurante.
Luego sonreí, como si no terminara de creer lo que había escuchado. Eso explicaba por qué nunca podía encontrarla en el día por las calles, sino en las noches, al término —ahora lo entendía— de su horario laboral.
—¿Qué ha estado haciendo una mujer como tú soltera tanto tiempo?
Sonrió, apartando la mirada. Pero luego me abrazó.
—¿Recuerdas lo que te dije la primera vez que nos vimos?
—Tengo una memoria pésima —mentí.
Rodeó mi cuello con sus brazos y me miró a los ojos.
—A veces, aun teniéndolo todo, llegas a sentir un vacío. Pero desde que te conozco ese vacío ya no lo siento. Gracias.
Y la abracé, con esa delicadeza y firmeza de quien sabe lo que tiene entre las manos y no está dispuesto a perderlo.
A diferencia de ella, yo prefería buscar refugio en los libros. Mi pasatiempo predilecto era escribir, así que, en una ocasión, ya varios meses después de haberla visto por primera vez en la playa, decidí estudiar esas primeras impresiones que me produjo el mirarla, poder traducir a palabras las sensaciones, ese deseo que provocaba el solo hecho de saber que existe. Armado de papel en blanco y un bolígrafo, comencé a escribir.
***
Hola, Maribel.
Debo confesar que llevo varios días con el mismo sueño: te veo llegar y, justo cuando extiendo la mano para tocarte, te desvaneces. Las cenizas comienzan a envolverme, al tiempo que una sombra de soledad y pérdida inunda poco a poco las paredes que me encierran, y entonces salgo huyendo, a todas y a ninguna parte. Luego despierto sobresaltado, y mi corazón late como si quisiera salirse de mi pecho. Me veo solo en la oscuridad de mi habitación. Apenas es medianoche. Esta forma que tengo de pensar en ti hace que a veces pierda el sentido de ese modo.
Maribel, ojalá supieras que deseo amarte como aman aquellos que no tienen nada que perder, aunque realmente lo tengan y no les importe. Que cambiaría todos mis sueños por una noche contigo. Que eres la luz preciosa que les hace falta a los rincones de mi alma llenos de sombra.
Porque veo atardeceres sólo por ti: al ocaso, apareces en mi mente, con tu mirada de sol y de vida, irrumpiendo mis momentos a solas, sacándome de la rutina con esa preciosa manera que tienen de aparecer las sorpresas. No sabes cuánto amo tus ojos color canela, dos espejos tan profundos e infinitos que parecen contener la belleza de todo este archipiélago. Será por eso que cada rincón de esta isla se vuelve más bonito si lo miras, porque tu mirada devuelve la esperanza perdida, la fe en los milagros, la posibilidad de que exista la magia más allá de los libros. Tu misma existencia es un paraíso, un vergel de maravillas que a veces también se reflejan en tu sonrisa. Eres una mujer que parece no pertenecer a este mundo, por eso, al mirarte, pienso que quizá debiste haber nacido en un mundo mágico que sólo se encuentra en los cuentos de hadas. Yo sería aquel valeroso príncipe en su corcel que te llevará a vivir aventuras de ensueño. Pero la realidad es otra. La realidad es que yo soy un hombre como cualquiera, que te ve cada vez que vas a la playa, y desea que aquel instante no se acabe nunca, porque verte es contemplar la recreación de una escena escapada de mis sueños febriles de adolescencia.
Si a algo se parece mi vida ahora, no es a aquellos cuentos de hadas, sino a las aventuras de piratas, en las que el objetivo es encontrar el tesoro perdido en una isla. Así me siento yo, como un pirata, a punto de mancillar tu pulcritud con mis torpes manos, y por eso temo tocarte, porque siento que, tal como pasa en mis sueños, uno solo de mis roces terminaría por hacerte desaparecer por completo, y antes de perderte de ese modo prefiero que los sueños sigan siendo sueños, y continuar contemplándote en la distancia, como un cuadro de paisajes que, a pesar de lo bonitos que resultan, jamás podré hacer realidad.
Pero nadie podrá quitarme este ardor en el pecho que lleva tu nombre. Nadie podrá decir que después de tantos periplos no valió la pena pasar, aunque sea un solo minuto, encerrado en tus brazos, conociendo el sabor de la victoria al juntar tus labios con los míos. Así que hoy lo confieso: ganas me sobran de recorrer tus playas, de saborearte saladas, húmeda y árida; quiero perderme en tus orillas, y besar cada ola que tengas tatuada en tus muslos de terciopelo. Quiero que las noches nos sorprendan bajo las mismas constelaciones, abrazados como si un miedo constante nos atrajese. Mi miedo es perderte, que al abrir los ojos todo fuera un sueño. Porque a ti quiero vivirte siempre, sentir tu piel sobre la mía, sentirte recorriendo mis poros como quien traza caminos al infinito. Quiero ser tu roca fuerte, tu puente colgante, el columpio de tu infancia, el maremoto de tu alma. Quiero inundarte con este fuego, revivir en ti la fe en el amor más bonito del mundo. Quiero morir a tu lado si es necesario. No me importaría amarte hasta entregarte el alma porque una vida sin ti ya estaría perdida. Y ojalá algún día puedas llegar a comprender la magnitud de este sentimiento, porque no creo que algo así ocurra dos veces en la vida. Ya poco a poco voy comprendiendo que los sueños de infancia no son tan ficticios. Al final sí existe la isla del tesoro, y yo por fin la he encontrado. Porque Mallorca es hermosa por ti, porque Mallorca eres tú.
***
Cuando le mostré lo que le había escrito pude ver sus ojos lagrimear de la emoción. Dijo que nunca pensó que algún día iba a inspirarle esas palabras a alguien, y que tan sólo su adorado Gustavo Adolfo Bécquer podría haberle despertado esas emociones. Yo, inflando el pecho de orgullo, le dije que ya podría ir reemplazando a ese tal Bécquer, porque alguien más iba a brindarle la dosis de poesía que una mujer como ella podía inspirar.
—Ni tú ni ningún otro poeta va a poder reemplazar a Bécquer, pero me agrada la idea de inspirarte poesía.
—Tú inspiras más que eso —le dije, tomándola por la cintura.
Y la besé.
Maribel resultó ser como esa buena noticia que la vida suele guardar a los que ya han perdido la esperanza en el mundo, en las personas. Bella y romántica como ninguna, pasional y auténtica como pocas, era una mujer de ensueño que sabía corresponder cada una de mis torpezas con su encantadora personalidad. Amarla era un respiro, un escape momentáneo de la realidad. Si alguien me hubiese preguntado qué era lo que más me gustaba de ella, es muy probable que no hubiera sabido qué responder, y no porque no hubiera nada, sino porque no hubiera sabido por dónde empezar. Hoy sólo estoy seguro de una cosa: que pasaré el resto de mis días amándola, dedicándole detalles, destilando mi alma en palabras que pudieran inmortalizada hasta hacerla vivir para siempre. Pasaremos largos momentos juntos de playas y poesía, vislumbrando atardeceres, recorriendo calles tan estrechas como mágicas en esta Mallorca tan querida.
Y como sólo lo puede hacer un enamorado empedernido, he decidido dejar constancia en estas páginas del amor que me unió a aquella mujer maravillosa. Aquí dejo mi alma desnuda, mi rostro sin máscaras. Aquí entrego una confesión a flor de piel. Yo, que nunca quise volver a amar para quedarme solo, me encontré con Maribel y ahora no quiero amar a nadie más que a ella. Estas palabras quedarán inmortalizadas hasta que el espíritu que las alimenta algún día se vaya conmigo. Y estoy seguro de que, más adelante, cuando quizá yo ya no esté en este mundo, alguien, al leer las páginas que escribí para ella, podrá saber que hubo un tiempo en el que un par de desconocidos se complementaron de tal forma que luego no pudieron concebir su vida sin el otro. El pirata con complejos de poeta —o viceversa—, y la chica con alma de musa. Dos que nunca pensaron en volver a amar y que al final se amaron como si nunca nadie les hubiese lastimado antes. Entonces el espíritu que alimenta estas palabras se hará más fuerte y continuará contando a aquellos que vienen después de nosotros que sí es posible amar con fuerza, con el alma y con la vida entera.
***
Maribel, te has convertido en la portadora de todas las respuestas. Y no deseo nada más que nunca cambies, que siempre brilles, que siempre sonrías, que siempre recuerdes que una parte de mí siempre será tuya, aunque las circunstancias no siempre nos beneficien. Seré aquel que pudo encontrar en ti una razón para ser mejor hombre. Aquí te entrego mi alma, mujer de mi vida.
Eres lo mejor que nunca esperé que me pasara.
Dedicado con mucho cariño a Maribel Quetglas, lectora asidua que inspiró este relato.
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