Hace años, octubre siempre me llenaba de nostalgia. El mes en plena primavera para esta latitud del mundo, se convertía en un otoño en la profundidad de mi alma, lo que me hacía pensar que, tal vez, había nacido en el hemisferio equivocado. La misma esencia que hace que la vegetación reverdezca en esta época del año, pintaba paisajes de desolación en mi mente al punto de volverme indiferente al resplandor del sol que, por estas fechas, y tras un largo periodo de días nublados, se vuelve más intenso.
Tal vez, por haber abierto los ojos por primera vez en mi vida en este mes, es que esa esencia otoñal tan ajena a mi realidad se impregnó en todo lo que contemplo desde que tengo uso de razón y, más aún, desde que comencé a ser consciente de la fragilidad de la vida y de lo mucho que el arte que hay en mí se inclina siempre a la tragedia, a la soledad y a la pérdida. Luego me di cuenta de que mi predilección por la negatividad no se debía a la ausencia de días felices, sino a mi facilidad de hallar encanto en las heridas, en las grietas, en los días pasados, en los recuerdos, las fotografías, las cartas, los paisajes de un mundo de niebla en el que jamás estuve y en el que, muy a mi pesar, sé que jamás podré estar. Probablemente esto se deba a mis heridas —también profundas—, a una niñez cuya inocencia fue mancillada más pronto de lo que debía, a un despertar involuntario que me llevó a manejar ideas abstractas y cuya destreza me envejeció el alma para observarlo todo desde la soledad de quien lo ha perdido todo, aunque no haya ganado nada todavía.
Porque tener —o ser— un alma vieja lo condena a uno a mirar y analizar la vida de determinada manera aunque tenga una edad temprana. Eso de «eres muy maduro para tu edad» puede resultar un halago hasta cumplidos una cierta cantidad de años, pero casi nadie advierte que esta condición determina que uno tenga la constante sensación de no avanzar en el pensamiento, aunque los años pasen. Si bien los ideales cambian con el tiempo, los matices sufren apenas una variación casi imperceptible. La personalidad es la misma, igual que el temperamento, las actitudes, las vacilaciones, la determinación e incluso las certezas. Los años no cambian estas cuestiones, sólo las refuerzan. Por ello, aunque los octubres de mi vida se sigan acumulado, no me siento tan lejano a aquel quinceañero que un día descubrió que su destino estaba entre los libros. Cuando cumplí quince me seguía sintiendo de doce; cuando cumplí dieciocho me seguía sintiendo de quince; cuando cumplí los veinte me seguía sintiendo de dieciocho, y así la he pasado: sintiéndome fuera de lugar incluso con los años que cumplo. Lo irónico es que nunca parecí de mi edad y ahora que tengo la edad que se supone que aparentaba sigo siendo muy joven. Tampoco soy de aquellos que se quejan del paso del tiempo o, peor aun, de los que creen que la edad es sólo un número. Simplemente ahora soy más consciente de esa sensación que está presente en mi vida: la de estar en un «casi» permanente, siempre a punto de, siempre cerca, siempre un peldaño por debajo de la concreción, del triunfo, de la certeza.
Será por eso también que siempre me sentí fuera de lugar. Fuera de lugar en mi familia, fuera de lugar en mi grupo de amigos, fuera de lugar entre deportistas, fuera de lugar entre dibujantes, fuera de lugar entre escritores. Mi condición no es la de aquel que enrumba su vida a una constante búsqueda de pertenencia, sino la de aquel que mira resignado a su alrededor, sabiendo que donde quiera que ponga el pie siempre se verá como una falla en el encuadre, un objeto ya ni siquiera decorativo, sino como un error: desencajado, lejano, casi etéreo, que intenta pasar desapercibido pero que, irónicamente, siempre termina por llamar la atención de alguna forma.
Lo cierto es que estoy acostumbrado a observar el encanto de la nostalgia en este octubre donde otros pueden ver el reverdecer de una vida. Hay un otoño en mi interior que no caduca, y lejos de dolerme, me hace comprender que las cosas que tienen un final son hermosas por ello mismo: porque terminan, porque son fugaces y, por lo tanto, irrepetibles. De este modo intento dedicar más tiempo a contemplarlas, a sentirlas de forma más prolongada, a vivirlas con la intensidad merecida. Hacer que se queden el tiempo suficiente como para ser inolvidables y sentir, por una vez, que la vida no se me escapa de las manos.
Este octubre no se parece a los anteriores, aunque es verdad que me ha dolido como la mayoría de ellos. Hoy me veo y compruebo una vez más que casi nada ha cambiado en mí. Sigo lleno de incertidumbre, sigo teniendo dudas, sigo arrastrando miedos, sigo sin saber soltar, sigo lleno de ese deseo de llevar una vida a espaldas del mundo, sin compañía, sin responsabilidades que me aten, para terminar mis días derramando mi alma en páginas que no sé si merezcan la tinta de la que están hechas mis palabras. Comprendo por fin que ese es un anhelo que llevaré conmigo para siempre, porque no se trata de un deseo adquirido, sino de una identidad forjada que los años sólo refuerzan. No estoy hecho para este mundo, estoy hecho para la nostalgia. Veintisiete otoños me lo confirman, veintisiete almanaques que sigo almacenando en ese lugar casi inhóspito de mi psique donde van a parar todas las cosas que alguna vez me importaron.
Maravilloso