Aquella noche la encontré acostada, durmiendo profundamente, como si no hubiese pegado ojo en toda una vida, y me acerqué en silencio para observarla. Incluso en ese estado de inconsciencia y olvido me parecía preciosa. La abrigué con la manta y me aproximé a la ventana para observar la lluvia arañando los cristales. La vista hacia el exterior estaba empañada.
—Llegas tarde —dijo la voz a mi espalda.
Había olvidado que Erika tenía un sueño frágil.
—No sabía que estabas despierta —dije.
Me hizo una señal para que me acercara. Me despojé de mi abrigo y me incliné para besarla en la frente.
—¿Cómo te encuentras? —pregunté.
—Mejor. Sólo me duele un poco la cabeza.
—Te haré un masaje, tengo manos de pianista para eso.
—Prefiero tus manos de escritor —replicó.
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