Aquella tarde el aire corría gélido al tiempo que un manto de nubes impedía que la luz del sol llegara a la tierra. Una neblina húmeda reptaba en las calles, dibujando espectros ambulantes que impedían ver con claridad. El balneario estaba concurrido a esa hora, así que busqué un banco cercano y me senté. Extraje el móvil y di con una foto —la foto, mejor dicho—, en la que aparecía la chica por la que llevaba ya varias noches de desvelo. La había visto por primera vez en un café. Se había sentado al fondo, alejada y en silencio, a leer un poemario. Luego de un par de minutos en los que me dediqué a mirarla como idiota, decidí romper el silencio. Cuando me acerqué a hablarle, no se inmutó. Siguió leyendo hasta que no tuve más remedio que llamar su atención de otra forma.
—¿Cómo te llamas?
—¿Quién lo pregunta?
«Un tonto que piensa que eres preciosa», pensé. De hecho, no recuerdo con exactitud cuál fue mi respuesta, ni lo que seguimos diciéndonos después de aquello. Lo que sé es que hice un pedido para mí y pasamos la tarde hablando del libro que sostenía entre las manos. Aquel semblante que al principio había parecido esquivo y a la defensiva, pronto se diluyó en una sonrisa de niña, tierna y espontánea.
Supe que se llamaba Erika y que una constelación del cielo se había instalado en sus ojos. Me habló de música y libros, de Dios y la vida, del amor y la gente, de cuánto practicaba el altruismo y de las muchas cosas que hacía en un solo día. Aquella tarde ella estaba sentada ahí de milagro, dijo, dándose un respiro. Tenía el cabello suave a la vista, rojo como aquel pintalabios que adornaba su boca; las uñas arregladas, un collar elegante, y sus ademanes eran de otro mundo. Si antes de haberme atrevido a hablarle yo ya había perdido la cabeza, ahora había perdido el sentido común y con creces. No la culpo. Ni entonces ni ahora. Porque la suya no era una culpa cualquiera, sino una culpa bonita, una culpa incluso deseada. Entre palabras y gestos, la fui estudiando a detalle. Me di cuenta de que estaba tan sola como yo, a pesar de haberme hablado de una retahíla de amistades. Me pregunté qué había podido ver en mí para darme esa confianza. Supongo que siempre se nos hace más fácil hablar con fluidez ante un extraño que con alguien que conoces de toda la vida. Aunque ella, para entonces, ya me parecía conocida de toda la vida. Y quise creer que mi desenvolvimiento le había hecho pensar en mí de la misma forma.
Recuerdo su risa. Su risa y mis ganas de incluirla en mi lista de canciones favoritas. Mi mirada fotografió aquella luz crepuscular que cincelaba sus facciones. Confié en no dar demasiadas muestras de debilidad, cuando me sonrió y me miró a los ojos durante lo que me pareció un tiempo infinito. Su mirada, suave y profunda a un tiempo, se quedó grabada en mi memoria para siempre. Las horas pasaron a velocidad de la luz. Ni siquiera nos dimos cuenta de en qué momento las calles se oscurecieron y las farolas comenzaron a iluminar el paso de la gente. Dijo que se le estaba haciendo tarde. Nunca antes había hecho lo que hice aquella noche, cuando, antes de irme, la invité a salir a caminar una tarde de esas. Pasamos así varios días, coleccionando momentos, añadiendo líneas a una historia de esas que se cuentan siempre en voz baja.
Erika tenía la particularidad propia de aquellas mujeres que saben lo que quieren y lo consiguen. Al mirarla, me parecía un reto muy grande ganarme un espacio en su vida, un espacio que fuera tan especial que no se le ocurriera sacarme de ahí nunca. Supuse que aquel sitio tenía que ganármelo (Erika desde entonces me ha inspirado a ser siempre un mejor hombre), así que me dediqué a no apresurar nada, sino a conocerla más, y a dejarme conocer también. No recuerdo haber sido más sincero con ninguna otra chica. Luego de haberle confesado varios secretos, su presencia llegó a inspirarme esa rara sensación entre miedo y seguridad. Una vez leí eso de que no hay nada más peligroso para un hombre que una mujer que lo conozca perfectamente, y no puedo estar más de acuerdo; pero con ella era imposible mentir o fingir que algo no me importaba. Llegó a saber incluso cuándo quería hacerle una pregunta con sólo mirarme. Supe que llegados a este punto no había marcha atrás, así que sonreí, ansioso por saber qué otras sorpresas venían con ella.
Fuimos construyendo, a espaldas del mundo, algo que nunca sabré cómo definir. Lo nuestro era eso que no se cuenta, que no se admite ni se niega, pero que cuidábamos con la vida. Teníamos algo que sólo nosotros podíamos entender. No sé qué era, pero lo teníamos. Y era especial. Pero no todo fue perfecto. Cuánto me hubiese gustado que la nuestra hubiese sido una de esas historias en las que todo va tan bien que resulta difícil de creer, pero eso lo hubiese vuelto todo demasiado aburrido. Los sinsabores, los altibajos, son los que hacen más interesante una relación (o lo que fuera que teníamos). A veces ella perdonaba mis errores, otras veces yo perdonaba los suyos. Me gustaba que aquella perfección estuviera cargada de defectos.
Me enamoré de su silueta cansada que era incapaz de seguir, me enamoré de sus inseguridades, de ciertos miedos, de sus secretos, de sus manos suaves, de sus ocurrencias, de las malas horas por las que siempre tiene que pasar una chica como ella. Me aprendí de memoria sus horarios para alimentar su espíritu, sus citas con la lluvia, con la soledad, las reflexiones en las que, para encontrarse con ella misma, primero perdía de vista al resto del mundo. Su nombre llegó a convertirse para mí en sinónimo de paz, y eso es algo que ninguna persona había logrado nunca. Una tarde, cuando había llegado la hora de despedirnos, le pedí encontrarnos en un sitio que no fuera habitual. Había una playa cercana, y ese fue el lugar que escogió. A mí no me gustaba mucho ir a la playa —ese era uno de los poquísimos detalles que se me olvidó mencionarle— pero tampoco hubiese desperdiciado aquella oportunidad de verla, porque se notaba que a ella sí le gustaba y que era uno de sus lugares favoritos. Llegué temprano y me senté a esperarla en un banco, con el móvil en la mano.
Entonces, mientras observaba su foto en el móvil, en mitad de aquella gente que pasaba de largo y con el frío envolviéndome por completo, acaricié la pantalla dibujando las curvas de su boca y sus mejillas. Cuando levanté la vista, Erika ya estaba ahí; había llegado justo a tiempo. La abracé como si no la hubiese visto hacía mucho y nos pusimos a caminar por el empedrado del balneario. Para entonces la niebla se había disipado y, más allá, divisamos un mirador. Esperamos un poco a que la gente que se estaba tomando fotos ahí descendiera y luego subimos nosotros. En el horizonte, el sol teñía de púrpura y abría una franja naranja en mitad del cielo. Su silueta temblaba en el reflejo del mar. Algunas gaviotas volaban a lo lejos. Y Erika estaba a mi lado. Nunca la había visto más hermosa. Sus ojos brillaban; su cabello, ondeando al viento, le confería aquel aura de libertad con el que siempre estaba envuelta. Y su sonrisa... maldita sea. ¿Alguna vez han visto un atardecer en la playa? Pues la misma calma, la misma magia, pero en su boca. En aquel momento me sentí invencible. Y supe que aquella historia prometía ir mucho más lejos de lo que ya había llegado, por lo que decidí hacer siempre lo que hago cuando me toca manejar una situación que me supera: dejarme llevar. Dejarme llevar, simplemente.
Después de todo, ya no quería irme de su lado, aunque viésemos el mismo cielo en partes distintas, aunque aquella playa ya no fuera la misma que ahora recuerdo. De entre todas la elegí por ser diferente, por desencajar de lo monótono. Por ella hoy soy un mejor hombre, y me siento más grande, pleno, completo, afortunado.
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