Después de haber marcado el número y esperar, sonó el primer timbre, largo y tendido.
Él pensaba en algo que decirle. Podría comenzar, por ejemplo, por pedir perdón. Con frecuencia, en las fases más avanzadas de la tragedia, la desesperación dicta su más sabio consejo: la piedad ajena se alcanza con la aceptación del error propio. Le había estado dando vueltas a eso. Durante muchos días, no podía ni conciliar el sueño al pensar que ella podría haber dejado de dormir sola. Aun así, en mitad de aquel terrible suplicio, aguardaba una esperanza. Le temblaba la mano y el sudor comenzaba a hacerle cosquillas en la espalda.
Sonó el segundo timbre, largo y tendido.
Suspiró. Tenía varios suspiros con un solo nombre. Se preguntaba a qué sabía la esperanza y si tendría el mismo sabor que sus labios. Quizá no volvería a besarla nunca, pero aquella mirada —innegablemente— nunca volvería a dejarlo dormir tranquilo. Había conocido a muchas mujeres después de ella y siempre había deseado volver a sus brazos. Nunca se le ocurrió pensar que del amor no se escapa oteando otras puertas, sino cambiando el camino, y si aquel camino no llevaba a ningún sitio, es porque nunca necesitó realmente escapar. Pero ella lo había atrapado. Incluso con sus defectos, que es la típica artimaña tan socorrida de la ilusión, cuando creemos ver en otra persona todo lo que nadie nunca vio en nosotros.
Sonó el tercer timbre, largo y tendido.
La espera comenzaba a arderle en las entrañas. No habían sido las demás mujeres el problema. Cuando uno quiere a alguien, lo hace sin saberlo y, cuando se da cuenta, no sólo el retorno se vuelve imposible, sino que, además, el mundo que creía haber construido, ese mundo tan fiel a sus sueños, sencillamente desaparece. Ella era su mundo. Quizá por esa razón le parecía que, al perderla, una parte de él se perdería también. No es nada raro considerarlo de esa forma. Alguien tan cercano tiende a convertirse en extraño cuando quien era la razón de su estadía de pronto se aleja sin dar explicaciones. Así que el problema era él, sin duda. Quiso que todo fuera distinto, quiso ver en otras ese brillo en los ojos que ya no veía en los de ella. Días de congoja los habían dirigido a esa situación. Silencios, disculpas, roces, rutina. Lo último era lo peor. Si quieres matar el amor, no lo engañes, simplemente consigue que se aburra.
Sonó el cuarto timbre, largo y tendido.
¿Es que acaso ella no pensaba contestar? Probablemente le costaba lidiar con la incertidumbre, tal como le había costado a él marcar su número. El orgullo y el miedo, cuando se juntan, logran acabar con el progreso de toda una vida. Hacía tiempo que no sabían nada el uno del otro. Un malentendido resultó ser la catástrofe. Creó un vacío con sus ondas expansivas y en cada rincón de su ausencia brillaban los recuerdos. A veces sonreían con tristeza, rememorando el tiempo que se les fue de entre las manos, cada quien por su lado, cada quien con ese orgullo disfrazado de miedo, de profunda incertidumbre ante el futuro, porque todos le tenemos miedo a aquello que no puede verse, pero le tenemos verdadero pavor a aquello que no podemos controlar. Ella dedicaba canciones a las fotografías. Y él, con una lágrima, escribía su nombre en el libro más profundo de su alma.
Sonó el quinto timbre, largo y tendido.
Seguro que ella está haciendo algo importante, se dijo. «No deberías interrumpirla a menos que sea urgente». Pero ahora que es su día libre, ahora que es fin de semana, ¿qué podría impedirle contestar el teléfono? O quizá ella ya lo sabía y estaba esperando su llamada precisamente para no contestarle.
Tal vez, amparada en ese maravilloso y terrible sexto sentido, ella ya esperaba sus pretextos al otro lado de la línea, en un intento de pintar de rosa lo que nunca dejó de ser gris. Pero él no quería aceptar esa idea. No dejar ir a alguien que ya se ha ido nos convierte en esclavos de un deseo que no va a cumplirse.
Sonó el sexto timbre, largo y tendido.
El sexto es el vencido, pensó. Si no contesta ahora lo habrá entendido todo. Y mientras el momento se acercaba, decidió dejar su destino atado al auricular, contando los segundos a precio de condena. Al otro lado reinaba el silencio y todos aquellos recuerdos se rompían en jirones que ondeaban en su mente y se desvanecían al mínimo contacto del olvido. Esperó y esta vez no hubo timbre. Alguien levantó el auricular, una voz al otro lado le encendió los nervios; iba a comenzar a hablar, a confesarse, a rendirse, a poner la cabeza bajo la guillotina y rogar que nunca se le ocurriera soltar la cuchilla. Pero entonces una estocada en el corazón hizo que volviera a la realidad de forma brusca.
Si desea, deje su mensaje después de la señal.
Pero ya había colgado.
¡Gracias por leer!
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