Una llamada, eso bastó. Una llamada para volver a saber de mí. Dijiste que habías vuelto a la ciudad, que querías verme, saber en qué líos andaba metido ahora. Llegaste con el otoño, a finales de un marzo que —ahora lo sé— me será difícil de olvidar. El encuentro tuvo lugar en el café de siempre, al lado de una plazuela cuyos árboles habían comenzado a desprenderse de su frondosidad.
Por estas fechas todo tiende a lucir el ocre de una belleza fugaz, o quizá incomprendida. Las calles se alfombran de decrepitud, el cielo se cubre de un gris oscuro, de amenaza: nubes cargadas, pero sin lluvia. Todo se ve inerte, menos tú. El café volvió a tener sabor aquel día. Tu mirada no había cambiado, tu sonrisa volvía a enamorar a las flores del alféizar, y a través de la ventana la gente parecía haber recuperado el brillo en los ojos que el otoño les estaba robando.
Me hablaste de tus planes, de lo bien que te iba en aquella otra ciudad. Y luego me preguntaste lo inevitable: si te había echado de menos. No te dije que ese era un secreto callado a voces, que mis palabras todavía se embriagaban en la silueta abstracta de tu ausencia, que los versos driblaban entre las vocales de tu nombre, arrebatando a su paso los recuerdos y disfrazándolos de una ficción estudiada. No te dije que, si estuve nervioso aquella tarde, no fue tanto por volver a verte, sino porque aquel que fui contigo pedía a gritos regresar también, y no podía. No fui capaz de admitir que, a pesar del tiempo que estuvimos separados, aquellas canciones todavía me unían a ti, que tu sombra todavía iba junto a la mía, al caminar por aquellos lugares que alguna vez nos vieron juntos.
No cedí a la tentación de decir que te quería, por no romper el tratado de paz con aquel que tuvo que soportar la incertidumbre de tus caricias robadas, que tuvo que coleccionar los pretextos que ponías, las guerras que siempre se libraban bajo las sábanas, creando un abismo de distancia en mitad de nuestro abrazo.
Habrá sido el otoño, supongo. En esta estación todo se sigue viendo hermoso, aunque se esté muriendo. Me permití abrazar mis razones para plantarte cara y decirte que me daba gusto verte, pero que aquella tarde iba a ser la última vez y para siempre.
Una llamada, quién lo diría. Una llamada bastó para juntarnos nuevamente, y un silencio para distanciarnos por completo.
Hermoso, definitivamente. Siempre es gusto leerte y saber que inspiras. Gracias!