Siento el alma desprenderse como gotas de lluvia que caen del cielo, y mi cuerpo queda vacío, como rompecabezas sin piezas. Aquella voz de esperanza que un día me mostró un mundo más amable y limpio, hoy ya no se escucha. Pienso en todas las cosas que no digo, y un laberinto sin salida se comienza a vislumbrar en mi interior, los nervios se resquebrajan, y los mares de sangre que alimentaban la caldera de mi vida, pronto se evaporan al contacto con la realidad.
Este es el mundo, me digo: un montón de figuras grises que ensucian los mapas, un manojo de visiones sesgadas, un puñado de irracionalidad deliberada, un abismo que respira y traga, insaciable, todas las verdades inventadas. Yo soy un par de ojos que siempre están en búsqueda de pasillos, una triste silueta que camina entre tinieblas, dejando tras de sí fragmentos de esperanza, como huellas oscuras que trazan metas erráticas. Yo también estoy perdido, y quizá algo más que el resto. Me encuentro ahogado por todas las palabras que disfracé de suspiros, y las no dichas se atoran en mi garganta, ahorcándome. Pero soy consciente de mi tendencia a la muerte y me digo: escribir es un suicidio que nunca te mata. Y en aquellos lugares en los que alguna vez fui feliz, sólo queda un aroma a ropa vieja, un muro agrietado por el tiempo. Son lugares donde alguna vez alguien me dio un abrazo, donde también pensé que iba a querer para siempre. Pero, como no podía ser de otra forma, me he equivocado. Aquí, ni las verdades perduran, y se desvanecen en un rincón todas las buenas noticias que me dieron.
Sólo soy un hombre, pero eso no importa. La perfidia que alguna vez usó mi voz, me condenó a la justicia de los años. Sólo soy un hombre, repito, aunque nadie me escuche. Un hombre hecho de palabras, de letras sangrantes que algún ingenuo se atrevió a llamar poesía. Soy un hombre que escribe, y donde todos vieron belleza, yo puse una llamada de auxilio. Por eso el mundo no me perdona. No es capaz de admitir que también se equivoca, pues me devuelve un aplauso por cada verso, mientras muero apartado y a solas, recibiendo el fragor de la ovación vacía, resignado a derramar mi aliento entre las alcantarillas de esta urbe.
Es lo que me queda: la tristeza prohibida, la soledad abrasadora, los recuerdos que a veces me devuelven un resplandor de la mirada que algún día tuve. Soy incapaz de evadir los golpes, porque nunca aprendí que no siempre tenía que ser valiente, y ahora me limito a procurar que nadie note las cicatrices que llevo bajo la ropa. Que nadie, al fijarse en mis ojos, se encuentre con una ciudad fantasma, con habitaciones abandonadas, de cortinas raídas al viento, de voces que aún deambulan entre la niebla de mi mirada. Yo voy a seguir caminando, aunque para eso tenga que arrastrar el alma, en busca de más pasillos de sombras, confundiéndome entre la marea de figuras grises que ensucian los mapas, siendo uno de ellos, compartiendo sus anhelos, procurando que nadie me mire más de lo necesario y me descubra triste, sin vida, escribiendo versos que los demás aplauden.
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