Un día me puse a reflexionar acerca de la música y su presencia en mi vida. Así como la escritura es algo infaltable ya en mi rutina, la música también tiene su lugar protagónico y es difícil que pueda contemplar mis días sin ella. He rescatado algunas nociones básicas tras mis cavilaciones: prefiero la música en inglés (aunque eso no significa que no oigo música en español), escucho canciones procurando alejarme de los prejuicios que giran alrededor de ellas, no soy bueno para las recomendaciones —tanto de las que vienen como de las que van— y, por último: la música que me encanta no tiene género.
No escribo esto para convencer a nadie, sino que se trata de un ejercicio de autoconocimiento. Dicho esto, comenzaré por el primer punto.
Prefiero la música en inglés
Una de las razones por las que escucho más música en inglés que en español es porque, simplemente, no me distrae. Yo oigo música todo el tiempo. Es mi forma de lidiar con la realidad. Si no hay música de fondo cuando vivo, siento que no vivo bien. A alguien le puede pasar con otro tipo de afición o vicio; en todo caso, me declaro adicto a la música.
Lo cierto es que las canciones en español hacen que, inevitablemente, me concentre en escuchar la letra, y deje a un lado lo que estoy haciendo. Es como si alguien viniera a mí cuando quiero estar solo —yo casi siempre quiero estar solo—, y comenzara a hablar para llevarse toda mi atención. En lugar de disfrutar de la charla, me hace pasar un mal rato. A la hora de escribir, esto es peor. Me desconcentra, simplemente.
No me sucede eso con la música en inglés. Las canciones en ese idioma me permiten disfrutar de las emociones que despiertan en mí con el ritmo, con la melodía, con la voz del cantante en cuestión. Oigo música en inglés porque es, como ya dije, como tener música de fondo que acompaña la rutina de mi vida, en lugar de intentar apropiarse de ella o interrumpirla.
Con las letras en inglés no tengo que preocuparme por interpretar ningún mensaje —ese trabajo se lo relego a mi subconsciente—, sino que se siente más bien como un complemento a mi actividad diaria. Ahora mismo, de hecho, mientras escribo esto, está sonando If/Then de Davis John Patton, y me resulta tan relajante como nostálgico. Como digo, no me distrae; más bien, me acompaña.
Esto no quiere decir que no escuche música en español. Por supuesto que lo hago, especialmente las canciones de rap, pues fueron mi primer incentivo para escribir poesía, allá por el año 2013, cuando sentía la obligación de que todo aquello que apuntaba en mi libreta debía tener rima. Pero creo que tiene que ver más bien con mi actividad. Como ahora me paso la mayor parte del tiempo escribiendo —algo que me resulta un logro—, necesito concentrarme, que la música no me distraiga, y por eso prefiero las canciones en inglés.
Escucho música lejos de los prejuicios
Debo admitir que no soy de aquellos que se toma el tiempo de aprenderse los títulos de las canciones —salvo que sean aquellas que me gusten mucho, y a veces ni así—, ni mucho menos los nombres de los cantantes. Mi reproductor está siempre en aleatorio y el algoritmo se encarga de recomendarme canciones que vayan de acuerdo a mis gustos. Con esto puedo rescatar una certeza: no me sé el título del 90 % de canciones que escucho a diario.
Y esto obedece, de forma inconsciente incluso, al hecho de que, igual que me pasa con el arte en general, yo oigo canciones sin fijarme en quién la canta. Porque procuro no dejarme influenciar de los prejuicios que las burlas que se proliferan en este vasto mundo de internet suscitan hacia ciertos cantantes. Por ejemplo, aunque reciba muchas burlas y críticas —sobre todo, sus fans—, he escuchado con muchísimo placer a Taylor Swift, así como a la banda Morat —¡cuántos poemas inspiraron sus canciones!—, al mismo Bad Bunny, Mon Laferte, Lady Gaga, y otros tantos que en su momento fueron criticados pero que, sinceramente, me hicieron disfrutar de un buen rato al escucharlos. Por supuesto, no he escuchado todas las canciones de los mencionados; esto va por aquellas que realmente tocaron esa fibra sensible en mí y me convencieron de que las reproduzca incluso en bucle. Sí, soy de los que piensa que hay que separar al arte del artista, o al producto de la marca.
Desde luego, me ha costado desprenderme de los prejuicios. Pero, tanto si son canciones basura —que no niego que algunas lo sean— como si no, he decidido permitirme disfrutar plenamente de esa libertad que aplico para otras áreas de mi vida, sin orientar mis decisiones a seguir ciertos moldes que resultan absurdos si uno los piensa detenidamente: el reguetón es para incultos; el trap es para los drogadictos; las canciones cantadas por mujeres no son para hombres; un hombre leído no usa lisuras; el rock y el metal son música del diablo, y otras joyitas que se han ganado un lugar de honor en el suntuoso palco de mi más completa indiferencia. Aunque haya ciertas afirmaciones que contengan algo de verdad, al final prevalece mi criterio y mi criterio se basa en disfrutar de mi libertad y, en lo posible, en ser feliz.
Así que me doy el permiso de escuchar lo que quiera, cuando quiera. Entendiendo, desde luego, que consumir cierta música por supuesto que tiene influencia, pero procuro siempre buscar un contrapeso. Yo, desde luego, tengo una variedad de gustos y aficiones, y en el conjunto de todas ellas encuentro un equilibrio que me permite contrarrestar los efectos negativos, si es que los hubiera. No porque una canción hable de drogas, sexo y alcohol, me voy a convertir en un promiscuo desorientado, que para empezar soy bastante asocial, así que si quisiera conseguir todo eso ya de por sí me resultaría una misión, si no imposible, por lo menos cuesta arriba, y cuando lo que hay en la cima no me interesa, ni siquiera me esfuerzo en dar el primer paso para escalar. Es ahí cuando salen a flote mis lecciones aprendidas de la sabiduría estoica, por ejemplo.
Acerca de las recomendaciones
Soy un tanto especial para recomendar canciones (entiéndase «especial» como un sustituto amable de «cargoso»). Si alguien me preguntara qué canciones son mis favoritas, por supuesto que tendría respuestas; pero dudo mucho que las tenga si me pidiera recomendaciones. Y es que me pasa lo mismo que con los libros. Yo no suelo recomendar libros ni canciones. Eso no quiere decir que no lo haga nunca; claro que lo hago, pero siempre con cierta reserva, y casi nunca por iniciativa mía, porque me parece que el arte es una experiencia que uno ha de vivir por cuenta propia, sin imposiciones ni influencias. A veces es algo casual. Un día llega una canción a tu vida y la cambia para siempre, y esa magia, aunque no deja de tener valor cuando proviene de la recomendación de otra persona, a mí siempre me va a parecer más meritoria cuando se consigue en solitario.
Incluso —aunque suene mal— me incomoda un poco cuando alguien me recomienda una canción (sobre todo si es en español), porque eso implica dedicar minutos de mi vida a algo que simplemente no quiero hacer, o no tenía planeado, como cuando tengo que lidiar con imprevistos, aunque eso ya es otro tema.
Pero lo cierto es que suelo reservarme las recomendaciones. Para bien o para mal.
La música que me encanta
La música que me encanta no tiene género definido. Es aquella que mueve mi alma, que me transmite algo más que una emoción, como si alguien me diera un abrazo justo cuando lo necesito, o como si me provocara suspirar profundamente. Es aquella que despierta mi ímpetu, que abre puertas en mi interior, que me trae recuerdos o me proyecta hacia el futuro. En definitiva, la música que me encanta es un viaje. Y este viaje puede ser una balada, una canción de rock, de pop, de rap, folk-pop, indie, música alternativa, orquesta, instrumental, electrónica, y más géneros cuyos nombres se me escapan. Hay canciones que llegan y se instalan en mi mente de inmediato, apenas con los primeros segundos, y no salen de ella. Procuro llenar mi lista de reproducción con dichas canciones, y lo que hace llevaderos mis días es poner esa lista en aleatorio y escucharlas por horas.
Desde luego, podría hablar de las canciones que me traen recuerdos. Una persona, una situación, un lugar. Son canciones que por lo general suelo escuchar a solas, y aquí, contrario a lo que ocurre en la primera parte de este artículo, las canciones en inglés no ocupan el protagonismo. Aquí las canciones en español reinan, precisamente porque el mensaje me resulta entendible, y he dedicado tiempo a interiorizar tanto la letra que cada canción me transporta no sólo a los recuerdos, sino también a las sensaciones de los recuerdos. Con esto no quiero decir que cuando las escucho me pongo triste (a Dios gracias, ya superé esa etapa), pero sí es verdad que me invade una sensación de nostalgia silenciosa, y me quedo absorto, pensando, dialogando con mis sombras, con mis ausencias. De aquellas canciones nacieron tantos poemas que ya ni sé cuántos fueron ni cuáles, pero sin duda me marcaron. Como si se tratase de un amor intenso, creo que uno nunca vuelve a ser el mismo después de una canción. De una buena canción.
Creo firmemente en que cada quien debe disfrutar de la música que le agrada y no ser juzgado por ello, porque es uno de esos artes que nos hacen pensar que el ser humano, con sus tantas limitaciones, es capaz de crear obras tan maravillosas que rozan lo divino. La música, como las demás artes, es libertad, una expresión de ella y, como personas, la libertad es lo más valioso que tenemos.
Así que disfrutemos de aquellos viajes que hacen que el mundo quepa en cuatro minutos. A veces no necesitamos más para sentir que la vida, a pesar de sus sinsabores, está llena de sentido y de propósito, aunque el único propósito sea simplemente disfrutar.
Con cariño: