En aquella tarde perteneciente a un día, a una fecha y a una hora que escapa de mi memoria —esa que se empeña en ordenar con precisión el cronograma de mi vida—, la volví a ver por casualidad, y tuve la certeza de que, en el fondo, la seguía queriendo.
Una mirada puede no significar nada: en esta ciudad de personas grises las miradas son una extensión más de una sombra colectiva. Pero hay contextos que redefinen un simple gesto como enfocar a alguien con los ojos. Así, una mirada puede contener una carga de recuerdos. Uno no siempre se siente impactado por el color de los ojos, o por la belleza intrínseca de un rostro, sino que el impacto proviene de algo más profundo: una historia que se entrelaza a la nuestra, y cuyo detonante, la nostalgia, es capaz de ralentizar el tiempo en que dejamos que esa mirada nos desnude, nos descubra, nos detenga en seco y haga que nos preguntemos si realmente sabemos qué estamos haciendo en ese preciso momento.
Al menos, ese fue el efecto que me provocó su mirada. Entre un río de gente que en aquel momento discurría por aquella avenida, a través de la cristalera de un café, la vi. Sentada a la mesa, sosteniendo una taza humeante. Sus ojos se clavaron en los míos y yo, que esperaba a que el semáforo cambie de color para cruzar, fui incapaz de mirar a otra parte. No sabría explicar este efecto sino diciendo que la suya era una mirada que podía sentirse. Que, sin saberlo, me había buscado entre el gentío, que antes de encontrarla ya la venía sintiendo cuadras atrás. No la había vuelto a ver desde hace tiempo. La nuestra es de esas historias que, aunque caben en una canción, nadie podría entenderla hasta vivirla personalmente. Pero ahí estaba, su mirada y todo lo que adornaba aquel marco: sus labios, sus mejillas, su nariz, sus cejas, sus pestañas y, extendiéndose más allá, su cabellera, que le llegaba hasta los hombros. No hubo sonrisa, tan sólo un gesto pausado, casi inexpresivo. Supongo que encontrarme le causó el mismo efecto que tuvo su mirada sobre mí.
Y como decía, hacía tiempo que no la había visto. Su círculo y el mío no encontraron lugares en común y siempre creí que no volvería a cruzarme con ella en esta misma ciudad. Porque hay mundos que están destinados a coincidir pero nunca a continuar juntos hasta el final.
En una milésima de segundo me transporté a aquellos días de cuando nuestra historia estaba en desarrollo, cuando compartíamos un quinto piso con vistas a un bosque de tejados que se extiende hacia los cuatro puntos cardinales. Eran días en los que nunca faltaban las lecturas, las listas de reproducción en bucle, los besos robados, las caricias que, amparados en esa complicidad íntima tan nuestra, nos dábamos de forma indiscreta, como sólo pueden dárselas dos que han aprendido a faltarse al respeto sin decoro, sin espera, pero con mucho deseo de por medio. Volvieron a mí las imágenes de su cuerpo desnudo, de sus piernas abriéndose para dejarme entrar, de aquella sensación dolorosa y sublime de cuando la penetraba, vaciándome en ella, dejándome llevar por aquellos gemidos que provenían de su garganta y que en aquel momento me pertenecían. Y volvió la necesidad, claro. Uno nunca es consciente de cuánto extraña a alguien hasta que comienza a necesitarla, porque extrañar es eso: necesitar, adolecer la falta, el beneficio que obteníamos de la otra persona y del que ya nunca más gozaremos. Y esto es algo que no se limita al sexo, pero sin duda es la falta que más se percibe. Porque por muchas veces que te acuestes con alguien que amas, cuando ese alguien se va, siempre quedará la sensación de que nunca fueron suficientes noches, suficientes caricias, suficientes orgasmos. Queda la idea de que pudimos habernos entregado más, como un eterno pendiente, una deuda que nunca será saldada.
Pensé en todo eso cuando me quedó mirando, como si sus ojos estuviesen narrándome, a través de aquella ventana y de aquella avenida que nos separaba, la historia que protagonizaron alguna vez nuestros cuerpos, porque hay poemas, confesiones y confidencias que sólo se pueden transmitir a través de un abrazo, de entrelazar nuestras manos, del tacto cálido y húmedo de un par de labios que se buscan. De ese modo fue que recordé, como se recuerda un retazo de sueño, las veces que bailábamos lentamente, que caminábamos por la calle, que nos mirábamos como si tuviésemos todas las respuestas del mundo frente al otro. Y es inevitable pensar que toda esa magia se ha perdido, que en lugar de sus manos y su calor, ahora hay un vacío que me persigue como una sombra, y que aunque yo forme parte de su historia también, hace tiempo que dejé de ser el mismo que la tomaba por la cintura, que la besaba con lentitud, que la hacía reír, que le dedicaba poemas para convertirla en mi musa. Hubo un poeta que vivió con ella, que tuvo mi nombre, mi historia, mi cuerpo, mi rostro, pero ese poeta ya no soy yo. Alguna vez escribí con mi piel sobre la suya y, aunque me cueste reconocerlo, todo rastro de existencia ahora se ha evaporado, como un idioma de dos hablantes que han dejado de comunicarse.
Sólo cuando me miró comprendí cuánto la echaba de menos en ese preciso momento. Cuánta falta me hacía desnudarla con rabia y abandono. Cuántas ganas tenía de volver a ser, de existir con su presencia en mi vida, de cuidarla, de protegerla, de ver por ella y asegurarme de que siempre estuviera bien. Porque aunque eche en falta lo que ella hacía por mí, también extrañaba todo lo que dejé de hacer por ella. Por un tiempo mi identidad se forjó en función de lo que ella necesitaba. En ese sentido —y en muchos otros, por supuesto— yo era suyo. Y amaba serlo.
Así que me costó dar el primer paso cuando el semáforo se puso en verde, y por un momento pensé que no iba a darlo. Pero lo hice. Caminé con calma, con esa frialdad calculada de quien intenta huir de la escena del crimen confiando en que nadie sospecha de él. Mi crimen fue desearla nuevamente, descubrirme vulnerable, haber evidenciado que, en el fondo, la seguía queriendo como el último día en que se fue.
Pero en aquel momento no me dolía tanto eso, porque hace tiempo que ya había aprendido a convivir con los recuerdos y su ausencia. Lo que me dolió mientras me alejaba y daba por terminado aquel raudo encuentro fue que, frente a ella, sentado a su misma mesa, había un hombre, su acompañante. Su nueva vida, su nuevo mundo. Sentí que mi crimen había sido descubierto, así que intenté no traicionar expresión alguna, mientras mis pasos me llevaban lejos de aquella casualidad hasta que doblé la esquina y la perdí de vista como si nunca hubiese estado ahí…