Era noche cerrada y un viento gélido cabalgaba entre los pasillos de la clínica del doctor Pelayo. Aquel lugar era fruto no sólo de su propia preparación, sino también de los múltiples sacrificios que había tenido que hacer durante años. «La Medicina —pensó una vez—, es una amante cruel: te exige tanto y te devuelve tan poco». A pesar de todo, se consideraba afortunado, porque no le había ido mal. Logró forjarse una buena reputación en Harquipec y ahora su nombre tenía peso. Luego de pasar años atendiendo a sus pacientes en un consultorio improvisado en su casa, ahora podía decir que tenía su propia clínica, que llevaba ya unos cuantos años funcionando en un modesto edificio con todas las instalaciones necesarias para un buen desempeño. A aquella empresa, con el tiempo, se habían unido colegas de distintas especialidades, y juntos ofrecían sus servicios, dotando a la clínica de buenas referencias.
Luego de atender a Daniel y a otros pacientes, se había tomado unos minutos al final del día para redactar la carta donde especificaba la situación médica del niño que los padres debían entregar al especialista de Askhala en cuanto llegasen. A aquellas horas tanto los doctores como varios enfermeros terminaban su turno. El doctor Pelayo estaba saliendo de su consultorio cuando fue interceptado por una enfermera que, por su expresión, uno hubiera dicho que acababa de ver a un fantasma. Portaba una mascarilla, pero el doctor la reconoció por el color de sus ojos.
—Señorita Alva, ¿qué pasó? ¿Por qué tan agitada?
Acostumbrado como estaba a los imprevistos tras veinte años de servicio ininterrumpido, el doctor Pelayo comprendió que no es que Liliana hubiera visto fantasma alguno, sino que era algo peor: una emergencia requería de sus servicios y experiencia.
—Es Daniel —dio por toda explicación la enfermera.
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