La señorita Mariana ingresó, como de costumbre, al aula de los niños de primer grado. Si había algo que le gustaba mucho era precisamente eso, el tratar con niños, pues se sentía cómoda entre ellos y le enternecían. Sabía que la educación que ella les daba sería vital para el resto de su vida, por eso procuraba sacar lo mejor de sí para que se sintieran bien al verla y para mantenerlos ocupados, distraídos, concentrados, o lo que demandara la lección del día. Cuando entró la recibió el jolgorio de siempre, un coro de niños diciendo a viva voz: «¡Buenos días, señorita Mariana!» Ella los saludó a su vez y se dirigió a su escritorio, sobre el que encontró un clavel de un rojo profundo y limpio, de esos que a ella tanto le encantaban. Se detuvo un instante, sonriendo.
—¿Quién dejó este clavel aquí? —preguntó.
—¡Es para usted! —respondió una voz conocida.
Mariana observó a sus alumnos, buscando al responsable, aunque ya se imaginaba de quién se trataba.
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