Hache de silencio

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[La historia de Daniel] Capítulo 17

Crepúsculo

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Heber Snc Nur
oct 10, 2025
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Tras varios días oteando el jardín vacío y sin ver a Daniel más que a través de las ventanas de su casa, el árbol se sintió emocionado y agitó sus ramas, haciendo que una lluvia de hojas cayera sobre su rostro cuando, una tarde de aquellas, el niño se acercó a reponer existencias y lo abrazó porque también lo había echado de menos. A Miguelito le pareció que Daniel tenía un aspecto frágil y su sonrisa, aunque tierna, reflejaba un alma cansada. Su tacto era suave, delicado, como si temiera presionar demasiado, o como si simplemente careciera de fuerzas.

El árbol acarició a Daniel con cada hoja que dejó caer al agitar sus ramas.

—¡Te extrañé mucho, Miguelito!

El árbol le dijo que él también. Que por fin lo veía salir de casa para volver a visitarlo.

—Es que no podía —dijo el niño—. Me sentía mal.

Miguelito le dijo que lo importante es que ya estaba mejor.

Daniel asintió, y entonces notó algo distinto en su amigo. Acarició su tronco, como buscando alguna diferencia. Notó entonces aquellas cicatrices en el tronco del árbol, pues la aspereza de su corteza se sentía interrumpida por pequeñas planicies circulares.

—¡Tus ramas! —dijo Daniel—. Ya no están, ¿qué pasó?

Miguelito le respondió que se le habían caído en la última tormenta, pero que no se preocupara, porque ya volverían a crecer.

Daniel siguió con su mirada el tronco del árbol hasta las ramas más altas.

—Ya no podré subir —dijo, lamentándose.

El árbol le respondió que siempre podía contar con su sombra, y que cualquier día podía venir a jugar con él, porque siempre iba a estar ahí. El niño sonrió, más tranquilo, y dedicó el resto de aquella tarde a platicar con Miguelito, poniéndolo al día de los acontecimientos que habían tenido lugar en su vida mientras estaba ausente. Le contó su triunfo con el poema que le había escrito a la señorita Mariana, que uno de esos días había ido a visitarlos. Miguelito le respondió que él también la había visto, al llegar, e incluso cuando ellos no se encontraban en casa, hacía varias semanas. Le dijo que le parecía muy bonita, y que ahora podía entender por qué Daniel quería escribirle un poema. Daniel le contó también que el doctor, que siempre los atendía en su consulta, ahora venía hasta su casa. En una ocasión, sus padres le invitaron café y galletas mientras platicaban como si fuesen amigos de toda la vida. Antes de irse, el doctor le dio un regalo a Daniel, un carro de juguete que ahora el niño llevaba a todas partes.

Cuando el sol se ponía a lo lejos, Daniel suspiró y, sintiendo aquel leve desvanecimiento al que ya se había acostumbrado, decidió recostarse en el árbol, como solía hacerlo antes. Levantó la mirada hacia las ramas más altas de Miguelito y, más allá, en el cielo, observó el paso lento de las nubes.

—Estuve dentro de una nube —dijo Daniel.

Miguelito le preguntó a qué se refería.

—¿Recuerdas que te conté que viajé en tren? Pude verlas de cerca, estar dentro de ellas. Mi mamá me dijo que las nubes se llaman niebla cuando estás dentro. No están hechas de algodón, pero sí son frías.

Miguelito le respondió que aquello le parecía fascinante.

Daniel sonrió, entrecerrando los ojos.

—Hay algo que no te he dicho nunca, Miguelito. Te quiero. Eres mi mejor amigo.

Una lluvia de hojas cubrió el semblante sonriente de Daniel, que sabía que aquella respuesta no podía significar otra cosa que un sincero: «Yo también te quiero».

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