Dos semanas después, un auto se estacionó frente a la casa de la familia. Dos adultos y un niño descendieron del taxi y se acercaron a la puerta. El padre sostenía en sus manos la misma maleta que habían llevado. Miguelito se sintió feliz. Su protegido estaba de vuelta en casa.
Aunque hubo una primera impresión llena de optimismo, fueron días de confusión para Miguelito. Daniel ya se encontraba ahí, pero no había salido a saludarlo. El niño pasaba el tiempo al amparo de sus padres. La mayor parte del día, Daniel se entregaba a aquellos sueños profundos que cada vez le asaltaban con más frecuencia. Eso era algo que el doctor Altea había previsto y, por eso mismo, les había dado a los padres un tratamiento para que el niño pudiera estar lo más tranquilo posible. Ahora Daniel estaba sometido a un régimen de jarabes y pastillas diluidas en líquido que le permitían mantenerse con cierta energía y vitalidad. Pero había algo más.
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