Fueron doce las horas que necesitó Rubén Altea para llevar a cabo la intervención. La misma cantidad de tiempo fue lo que hizo falta para que Beatrice se repusiera de la noticia que les dio en la sala de espera. Luego de la operación, Altea se acercó a la pareja que esperaba en la sala, dos adultos que en aquel momento se veían como niños asustados. Con las manos temblorosas y los ojos cargados de sueño, les habló traicionando aquel tono de voz que delataba culpa y cansancio, además de un deseo irreprimible de no ser él quien tuviera que darles la noticia: logró extraer la masa visible, pero el carcinoma se había infiltrado tanto que no era posible garantizar la cura. «Es sólo cuestión de tiempo», les dijo con una voz apagada. Aquellas palabras atormentarían a Beatrice durante días.
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