Los rayos del sol se filtraban entre los entresijos que formaban las ramas de Miguelito, aquel árbol que Daniel gustaba visitar casi a la misma hora después de hacer la tarea y antes de regresar a casa para cenar. Era un niño alegre y risueño, juguetón y cargado de mil mundos aunque sólo contaba con seis años. No era bueno para el fútbol, pero sí que lo era para los números. En más de una ocasión la profesora lo tomó de ejemplo delante de toda el aula para destacar las buenas cualidades matemáticas de aquel encantador jovencito cuya sonrisa rebosaba inocencia y pulcritud.
Un buen día se presentó en la clase una señorita llamada Mariana, que figuraría como el reemplazo de la maestra durante lo que quedaba del año, pues ella había sido designada a otro cargo dentro de la institución y no podía volver a las aulas. A Daniel, la señorita Mariana le pareció muy bonita y, aunque lo intentó, durante el resto de la clase no pudo desviar los ojos de aquella su nueva profesora; sin embargo, algo le decía que no debía mirarla más de la cuenta por si luego la señorita Mariana se enojaba. Daniel encontró en su interior un sentimiento raro, algo que no podía explicar, ese nosequé bendito que cobra lugar en el alma de un niño que a su temprana edad sentía eso que los adultos llamaban «mariposas en el estómago». Sabiendo que nadie vería con buenos ojos ese atrevimiento de su parte —pues su nueva maestra le cuadruplicaba la edad— decidió que debía mantener el secreto. A nadie iba a contarle sobre la sonrisa de la señorita Mariana, sobre lo mucho que le gustaba que ella pronunciara su nombre y que, cuando ella se ponía a dar la clase, él deseaba en silencio que las horas se alargaran. Al único que le contó todas estas cosas fue a Miguelito. Sólo con él se sentía libre de compartir sus más íntimos secretos.
Miguelito, el árbol de las grandes ramas, sabía escuchar pacientemente y no dar opiniones inoportunas. Miguelito era alto y daba buena sombra, era el mejor árbol de todo el jardín que había en la parte trasera de su casa y —estaba seguro—, de todo el barrio. Ni siquiera en el jardín de don Anacleto, el viejo cascarrabias, había un árbol más bonito que Miguelito. Daniel nunca tuvo un amigo invisible, pero sí un árbol y estaba seguro de que nadie podía negarle ese privilegio.
—¡Miguelito, hoy la señorita Mariana me felicitó por resolver un ejercicio de mate! —exclamó Daniel—. Fui el primero de nuevo.
Miguelito lo felicitó sinceramente.
—Gracias, Miguelito. ¿Sabes qué? Ella tiene una sonrisa muy bonita. Me gusta cuando dice que soy muy inteligente y que puedo llegar muy lejos.
Miguelito le preguntó qué lugar era ese «muy lejos» del que hablaba Daniel.
—No lo sé, sólo dijo que muy lejos. A lo mejor quiere que yo sea como mi papá, que es abogado. ¿No te parece?
Miguelito le dijo que sí, que eso era lo más probable.
Daniel se quedó callado, oyendo una canción que flotaba en el aire y que provenía de algún lugar del barrio.
—¡Oye! Tengo que hacer algo bonito por ella.
Miguelito le preguntó qué era lo que le rondaba esta vez por la cabeza.
—Nada malo, de verdad —respondió Daniel—. Mira hacia allá. ¿Ves el jardín de don Anacleto?
Miguelito le dijo que sí, que lo veía perfectamente.
—Ese viejo tiene las flores más bonitas de todo el vecindario, ¿sabes? Hasta tiene rosas rojas, esas que les gustan mucho a las chicas.
Miguelito le dijo que sospechaba que lo que a Daniel le rondaba por la cabeza no era buena idea.
—¡Pero déjame contarte primero! Mañana temprano pasaré por su jardín y arrancaré una flor para dársela a la señorita Mariana. Ella es muy bonita, como las flores. Debería tener una.
Miguelito comentó que estaba yendo demasiado lejos muy rápido y le recomendó pensar en lo que pasaría si don Anacleto llegaba a descubrirlo.
—Iré temprano, antes de que salga a regar sus plantas, para que no me vea —concluyó Daniel.
Miguelito iba a replicar algo, pero en ese momento, la madre de Daniel llamó a su hijo para que pasara a cenar a casa.
—Oye, Miguelito, tengo que irme, mi mamá me está llamando. ¡Ya te contaré cómo me fue!
Al siguiente día, Daniel se levantó más temprano que de costumbre. Se vistió rápido, para sorpresa de su madre, y mientras ella se dirigía a sacar el auto de la cochera, Daniel aprovechó para escabullirse y pasar por la casa de don Anacleto. El jardín de aquel peculiar vecino estaba cercado por una verja de lanzas, pero en aquellos días las flores se habían proliferado tanto que muchas de ellas llegaban a estar muy próximas, prácticamente al alcance del brazo de Daniel. Antes de cometer su pequeña fechoría, se aseguró de que nadie lo mirara y estiró la mano para alcanzar la más bonita. Una vez que la tuvo entre sus dedos, tiró de ella y regresó feliz a casa, dando saltos y pensando en la enorme sonrisa que pondría la señorita Mariana al recibir la flor.