Mansardas sobre edificios, verjas cercando residencias, palacios que vivían tiempos nuevos y construcciones modernistas. La calle Belicé tendía un manto de hojarasca que por aquella época llovía de los árboles plantados en mitad de la calzada y cuyo ramaje ya comenzaba a quedarse desnudo. Rafael se había dedicado a callejear por los rincones de la ciudad en aquella mañana de domingo tibio. Portaba un libro de poesía bajo el brazo y una sonrisa bendita en el rostro.
Los últimos habían sido días felices. Por las mañanas se dedicaba a cumplir con sus pedidos académicos que cada vez eran más y le granjeaban buenas ganancias con las que llevaba a Nadia, en las tardes, al cine, a cenar en los cafés o, de vez en cuando, entrar en alguna tienda para hacerle un regalo. Cuando ella tenía libre, solía acompañarlo en su casa y repasar con él los temas de sus estudios. Luego, él la iba a dejar en la puerta de la librería. «Oiga, granuja. Aparece usted después de tiempo y lo primero que hace es endosarse a mi sobrina —le dijo don Raimundo una vez, para luego reírse—. Ya le tengo que tratar como si fuese de la familia, habrase visto». Momentos como aquellos le resultaban reconfortantes. Rafael poco a poco había ido entendiendo por qué no funcionó con nadie más. Incluso agradecía las negativas de las chicas anteriores. Nadia las superaba a todas. Y con creces.
Llevaba apenas tres meses de relación con aquella encarnación de lo divino pero le parecía que llevaban juntos toda una vida. No había un solo día en que no se sintiera afortunado de tenerla. Sus nuevos ánimos decoraban las calles de colores que sólo él podía ver. Sus lugares predilectos ahora tenían nuevo significado por la reciente presencia de Nadia. Incluso la bibliotecaria había advertido ese nuevo aire que inspiraba Rafael, cuando lo veía ingresar a la biblioteca prácticamente levitando y tarareando canciones melosas. Más de una vez tuvo que advertirle que a la biblioteca se va a leer y a guardar silencio. Él, con aquel talante de galán imperturbable, besaba su mano como siempre lo hacía y se adentraba en busca de su lugar de lectura acostumbrado.
Nadia se deshacía en sonrisas cada vez que Rafael leía para ella los poemas que le había escrito. Y los que seguía escribiéndole. La chica observaba aquel montón de páginas que nunca llegaba a creer que había inspirado y un día decidió que iba a reunir cada pliego para, una vez que fueran suficientes, formar un libro con ellos.
—Si es para ti, será mi obra maestra —le dijo él.
—Últimamente te has vuelto muy zalamero.
—Es lo que me provocas, ¿qué culpa tengo yo?
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