[La certeza del pasado] Capítulo 3

El encuentro

Rafael vivía solo. Su madre había muerto en el hospital tras languidecer en cama durante meses a causa de unas fiebres que la habían reducido a un estado de constante somnolencia. Aquella era una herida que ya había sanado, pero no había día que no se acordara de ella. De aquel evento trágico distaba por lo menos una década. Su ausencia había dejado un piso demasiado grande para su esposo y su hijo, y había empujado a este último a buscarse su propio sustento en trabajos esporádicos durante años hasta que llegó el día en que se dio cuenta de que podía utilizar su intelecto como herramienta. Desde entonces y, más aún, desde que se quedó solo, Rafael dedicaba sus tiempos libres a escribir poemas o artículos académicos por encargo para los estudiantes de algunas escuelas secundarias de Askhala. No era mucho el dinero que ganaba, pero le servía para cubrir gastos básicos.

El sábado amaneció con un áurea violáceo tiñendo las sombras de los callejones del barrio donde vivía. Rafael descendió las escaleras de su piso con una carpeta bajo el brazo y enfiló la calle Tarpe Falgor con dirección a uno de los colegios donde tenía que dejar un pedido. No demoró en llegar. Antes de la hora de entrada de los alumnos, Rafael se presentó en la esquina que había acordado con su cliente habitual. Ahí, uno de esos estudiantes que, en lugar de usar su cabeza para aprobar materias, usaba la del resto, le esperaba con un pequeño fajo de billetes en la mano. El encargo tenía que ver con la investigación acerca del linaje de un monarca lejano que siglos atrás había gobernado esas tierras. Historia: el área favorita de Rafael. No le resultó fácil elaborar el trabajo y, habida cuenta de que su cliente no reparaba en gastos, había decidido cobrárselo a precio de oro.

Una vez hecha la transacción y con dinero fresco en los bolsillos, se permitió un lujo que guardaba para días de paga: tomar un taxi. Al abrigo del interior del vehículo, llegó en quince minutos al barrio del Ángel. El jirón Real era de tránsito estrictamente peatonal, por lo que el taxista le dejó en una esquina y Rafael se apeó. El frío le hizo caminar con premura. A aquellas horas el lugar estaba prácticamente desierto y apenas se veían a unos cuantos tempraneros, la mayoría pasando de largo; otros, acudiendo a inaugurar una nueva jornada comercial.

Rafael avanzó y pudo notar que la librería ya estaba abierta. Se acercó a la puerta y accedió al local con el sonido de la campanilla anunciando su llegada. Iba a frotarse las manos y a saludar a don Raimundo cuando la vio.

Parecía escapada de las páginas de su novelista favorito. Una criatura hecha de luz que sólo aparece en los sueños febriles de principios de la pubertad. Rafael la contempló como si observara un milagro. La chica estaba tras el mostrador, anotando algo en un cuaderno, cuando levantó la vista. Tenía la piel blanca, ojos atentos y tocados de un color esmeralda que se le antojó imposible. Su cabellera azabache le caía hasta los hombros y recortaba limpiamente el marco de un rostro de facciones angulosas y finas que dibujaban una nariz respingada y labios arqueados, como si cada detalle de sus rasgos hubiese sido tallado por la mano experta de un artista o un ángel. Rafael se preguntó si aquella mujer era real.