Las semanas transcurrieron entre lecturas, apuntes y viajes hacia eventos del pasado que narraban los libros de historia que devoraba con avidez entre las paredes de la biblioteca. Alejado del ruido exterior, aquel santuario albergaba incontables criaturas de papel y tinta llenas de sabiduría y conocimientos de todo tipo. La cúpula que coronaba el recinto de cristal filtraba la claridad del exterior y dejaba ingresar cascadas de luz en polvo, desvelando una colmena de estantes y andamios que tapizaban las altas paredes y hacían que cualquiera que las mirase se sintiera diminuto. Pasillos completos, cuyos muros parecían estar hechos de libros, se bifurcaban en todas las direcciones y llevaban a salas de lectura ovaladas, algunas de las cuales estaban dispuestas frente a los ventanales que miraban a la ciudad. Una de ellas era la favorita de Rafael. Pertrechado de libros que escogía previamente, tomaba asiento en una confortable butaca al lado de las ventanas. Frente a sí tenía una mesa de patas cortas sobre la que dejaba los libros pendientes de lectura. La biblioteca, junto a la Alameda del Faro, era su lugar favorito de toda Askhala.
El aire había transportado una neblina húmeda que provenía del mar aquel viernes en que Rafael llegó a la biblioteca para reintegrarse a sus lecturas. La fachada del inmueble exhibía matices catedralicios y, a sus pies, una breve escalinata conducía las puertas de entrada. Aquel era un buen ejemplar heredado de la añorada época del estilo barroco, cuya edificación estaba hecha casi en su totalidad de piedra blanquecina, material que compartía con la mayoría de las construcciones colindantes. En el rellano principal, la bibliotecaria le obsequió esa sonrisa diligente que usaba para recibir a los asiduos lectores que hacían de aquel recinto su segundo hogar.
—Muy buenas tardes, señorita Edilie —saludó Rafael.
Edilie Kavit, mujer guardiana y recepcionista oficial de la biblioteca, era una criatura de aspecto frágil a la que los años, un marido alcohólico y dos hijos perdidos por abortos espontáneos no le habían conseguido borrar la sonrisa y el buen humor en el que siempre parecía estar envuelta. Llevaba casi dos décadas al mando de aquella casa del saber y, pese a su veteranía, todos se empeñaban en tratarla de señorita por el cariño que inspiraba.
—Hola, joven Rafael. Qué guapo está.
—Nunca más que usted, señorita Edilie. Ese peinado que lleva hoy es de revista —elogió el chico.
Edilie negó, ruborizada.
—Qué cosas dice usted, Rafael. Así me peino todos los días.
Rafael se acercó a la dama, por cuya cabellera pulcramente peinada ya comenzaban a asomarle algunas canas, y besó con delicadeza el dorso de su mano, en cumplimiento con aquel ritual que se había vuelto rutinario.
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