Ciudad de Askhala, 1955
Rafael contemplaba el atardecer sentado en uno de los bancos que punteaban la alameda. Ante él, un espectáculo crepuscular forjado de un mar de cristal y fuego, con nubes encendidas de ámbar y la silueta circular del sol fundiéndose en el horizonte le recordaba que, en Askhala, aun los días tristes merecían tan opulento decorado.
La ciudad había sido construida sobre un terreno elevado que sobrevolaba el mar. Una línea de acantilados separaba la ciudad del litoral y se extendía por casi todo el borde, atravesando distritos y perdiéndose hasta donde daba la vista. La Alameda del Faro se hallaba en la superficie de uno de esos acantilados. A una treintena de metros de donde estaba Rafael, se erigía aquella atalaya que le otorgaba el nombre al lugar: una torre cilíndrica que se levantaba en vertical, en cuya cima se advertía una cúpula bajo la cual descansaba una enorme linterna. Aquellos días, la luz de cañón que el faro proyectaba estaba apagada. No era necesaria. Con todo, la torre del faro, símbolo característico de la zona, era la principal razón por la que muchas personas dejaban el calor de sus hogares para pasear frente al mar.
Rafael, como era de esperarse, no tenía la misma motivación que el resto. Él visitaba la alameda por varias razones, pero la mera actividad contemplativa no era una de ellas. Sus pasos a su rincón predilecto de la ciudad eran guiados normalmente por la necesidad de congraciarse con ese torrente de emociones que a sus dieciocho años todavía le carcomían los pensamientos. Tristeza, nostalgia, soledad, eran los componentes del abanico con que sus hormonas —o quizá fuera solamente la vida— le diezmaban sin piedad ni consideración.
El desencanto con la que consideraba la chica más bonita del mundo era la razón de su presencia en la alameda. El evento drástico había tenido lugar hacía un par de horas, no muy lejos de ahí, a las afueras del cine Primavera, cuando habían salido de la función y, armándose de todo el valor que no había tenido en casi medio año de haberla conocido, decidió plantarse frente a ella, sostener su mirada de cristal y decirle todo cuanto guardaba en su corazón. Si no se había atrevido antes era por el miedo al rechazo. Un instante después de que él se hubiera callado tras preguntarle si quería ser su novia, ese miedo se hizo realidad. La chica le cortó la respiración con una negativa sucinta y se marchó del lugar sin siquiera despedirse. Rafael había leído en uno de sus libros que nada inspira más la búsqueda de soledad y sosiego que una desilusión. En aquel momento, mientras la brisa del mar, fría y salada, se llevaba las hojas de los árboles que decoraban la Alameda del Faro, comprendió que era verdad.
Entre sus planes de vida, Rafael contaba con su ingreso a la Escuela de Derecho. Perseguía el objetivo de convertirse en abogado, sobre todo porque se sentía en la responsabilidad de sacar a su padre de la cárcel de Kadros, ubicada a las afueras de Askhala, donde lo habían condenado a diez años por un crimen que, estaba seguro, no había cometido. Para ingresar a la Escuela de Derecho debía rendir un examen de admisión. Con el objetivo de aprobarlo llegado el momento es que dedicaba todas sus tardes al estudio y la lectura de tomos y tomos de Historia y el Código Civil en la Biblioteca Estatal de Askhala. Aquella tarde había sacrificado sus lecturas con la esperanza de recibir el tan ansiado sí de la chica que lo tenía prendado. Tras un instante de meditación, levantó la vista y observó al sol despedirse de la ciudad. Comprendió así que había sido un error. Enamorarse era un desliz entre sus planes. Decidido a no permitir que ocurriera de nuevo, se incorporó de la banca y caminó con parsimonia de vuelta a casa, confundiéndose entre el gentío que transitaba a aquellas horas en la Alameda del Faro.