La maté. No fue fácil: cuando estás tan cerca de terminar con la vida de quien amas, sabes que inevitablemente se morirá con una parte de la tuya. En ese sentido, deshacerse de alguien es deshacerse de uno mismo, y no hay nada que me dé más vértigo que el abismo que se abre ante la perspectiva de un olvido. Ni el tiempo ni la distancia logran fraguar la estocada adecuada para que un alma se libre de otra y quedar intacta. Porque no hay alma que resista tal golpe, ni arma capaz de propinarlo.
Pero la maté, como se mata un gorrión mientras vuela: sintiendo por adelantado todo el asco que podría sentir cualquier ser humano por mancillar una belleza ajena y frágil. Supongo que las decisiones difíciles no están hechas para alguien con sangre en la cara. Se necesita algo más que determinación, se necesita algo más que frialdad: una absoluta certeza que se obtiene sólo cuando se mira a la muerte a los ojos y se es capaz de sostenerle la mirada hasta que uno de los dos finalmente baja la vista. Y yo la obtuve. Me abracé a la resignación de dejar una parte de mí sobre este pavimento infinito. Por eso la maté, sabiendo que una parte de mí moriría con ella, sabiendo que aquel era un camino inexorable, que una vez que daba un paso al frente, ya no habría marcha atrás.
No hay muerte peor que el olvido, o que la superación. Podría resumirlo en un acto de indiferencia profunda, pero nadie que sepa de olvido sabe que la indiferencia es suficiente. Se necesita desprecio. Así que comencé a desprenderme de los ideales que antes defendía, me libré de las ataduras de la moral imperante, y solté por el camino las promesas que me hice a mí mismo. Me traicioné en más de una ocasión. Así que no me siento culpable. Antes de matarla, tuve que matarme a mí. Dejé morir al poeta y rescaté al hombre, al escritor maldito. Cuando vi a aquel que fui con ella, me fue inevitable sentir lástima, pero también sentí un desprecio venenoso, corrosivo, que me hizo comprender por fin lo grave que hubiera sido seguir por ese camino. Y me sentí aliviado. Fue una especie de redención un tanto irónica: ambos compartíamos la identidad, pero sólo uno de los dos iba a disfrutar del futuro. Era él o yo. Y por primera vez en mi vida, tuve los huevos suficientes para elegirme a mí.
Sólo de ese modo pude comprobar que hay vida después del olvido. Una vez que solté la responsabilidad de cargar con mis propias expectativas, el vuelo se volvió más ligero. Ni ideales, ni principios, ni reglas: ningún camino que dirige a la libertad está plagado de cadenas que impiden llegar a ella. Lo comprendí después de tantos años, pero estuve a tiempo. Ahora sólo busco esa soledad placentera de aquellos que forjan su propia ruta. Una vez que matas, que olvidas, que te llega a dar igual el fantasma del pasado, lo único que buscas es no perder todo el progreso conseguido. Murieron dos aquel día, pero nació un hombre más fuerte, que juega con sus recuerdos como si fuesen piezas de dominó sobre un tablero. Y es el hombre que siempre debió haber existido.
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Qué alegoría tan peligrosa esa de hablar del olvido como si fuese un asesinato, pero me gusta. Al final, cuando olvidamos, de alguna manera estamos matando lo que fue pero, sobre todo, lo que pudo haber sido. Gracias por esto. 💕