Diálogo con mi nostalgia favorita
De mi libro «La ciudad de los recuerdos»
¡Buenas, lectores!
Me hago presente hoy martes para inaugurar la nueva sección de mi blog, titulada simplemente como «Textos de mis libros», un espacio en el que, como su nombre lo indica, compartiré textos completos de mis libros ya publicados. La idea es ofrecer mi trabajo literario dos veces por semana: martes, libros ya publicados; domingos, textos inéditos. Procuraré alternar cada libro para ofrecer cada semana distintas opciones. Hoy he decidido comenzar con uno de mis textos más queridos: «Diálogo con mi nostalgia favorita», de mi libro «La Ciudad de los Recuerdos».
¡Que lo disfruten!
En alguna fecha de septiembre del 2017…
—Lorena, ¿por qué te pones ese vestido escotado?
Cuando la conocí paseaba tan cerca del mar, que temía que viniese una ola y se la llevara. La orilla era su parte favorita: ni tan lejos del mar para poder sentir su humedad, ni tan lejos de la arena, para poder sentir su firmeza. Vi las olas impetuosas abalanzarse sobre ella, pero cuando estaban a punto de llegar, aquella furia se reducía al sumiso acto de besar sus piernas, y luego regresaban, exánimes, como pidiendo perdón por aquella osadía. La escena era cíclica y aquella constancia perdía siempre su encanto al ponerse el sol, pues esa era la hora en que Lorena se marchaba y, aquello que yo siempre pensé que era la marea subiendo, sólo era el agua yendo tras ella, como pidiendo su regreso, como rogándole que volviera. A veces, contemplándola en ese vaivén hipnótico al que me sometían sus caderas, pensaba que ella era la razón por la que el mar se movía, y creaba sus ondas de agua, más feliz, porque había encontrado en ella su razón de ser, como si Lorena de pronto se hubiese convertido en musa del océano. Sin ella, las olas apenas se alzaban, con una voluntad desfallecida, y el mar lucía más vacío, más triste.
—¿No es así como te gusta verme? —preguntaba ella.
Lorena tenía la sutileza de responder a una pregunta formulando otra. Nunca perdía una discusión y, aunque yo sabía que había ciertas preguntas que más valía que carecieran de respuesta, nunca tuve ganas de sucumbir a la incertidumbre. Con ella, quedarse con las ganas de un mañana a su lado era quedarse sin las ganas de vivir el presente. La amaba, de eso estaba seguro. Estaba seguro de no poder amar a otra de la misma forma, y no porque no fuese capaz de hacerlo, sino porque ese amor que tenía para ella había nacido en el momento de conocerla y se había amoldado tanto a ella, que no podía ser igual a ningún otro. Era un amor a su medida.
—Además, lo hago por los dos —continuaba—. Porque a mí no me gusta verme ordinaria y a ti te encanta este vestido.
No mentía, aunque tampoco decía toda la verdad. A mí siempre me pareció más guapa estando desnuda, vistiendo de primavera los pasillos, encerrando en la habitación nuestras canciones, acompasando el tiempo con sus gemidos, borrando con un beso mis recuerdos. A mí siempre me gustó más cuando el único atuendo que llevaba era su sonrisa desafiante y sus piernas abriéndose lentamente, poniéndole precio a mi hambre. En aquellos momentos sólo existía su cuerpo y mi deseo de que el amanecer no llegara, que el sol se tome unas vacaciones, que la música sonara en bucle, que la noche nos aprisionara y esa sed que me embargaba, insaciable como siempre, sólo pudiera ser contenida entre sus labios, ahí donde la perversión suele jugar a las cartas con el verano. Nunca supe si hacíamos el amor o nos declarábamos la guerra, sólo sabía que ahí todo estaba permitido, desde la docilidad al frenetismo, desde el silencio hasta los estruendos que agrietaban los cristales, desde la inocencia hasta la culpa de no sentir más ganas, la culpa de sucumbir al cansancio en el que desembocaban las horas dedicadas a estudiarnos la geografía de los cuerpos. A su lado, el sueño siempre ocurrió estando despierto; lo demás, aquella realidad que salía a flote tras cerrar los ojos, era el eco de una vida lejana.
—¿Cuánto me quieres, Lorena?
No recuerdo haberle dicho que esa era una pregunta para la que nunca esperaba una respuesta, pero tampoco lo vi necesario. Lorena siempre odió medir al amor en números argumentando que, aunque era cierto que eran infinitos, el suyo era un amor que escapaba de las directrices de un paradigma cuantitativo. El amor que tenía para mí era empírico, demostrativo; ni siquiera de palabras, por esta razón únicamente me daba una sonrisa como respuesta, y acercaba sus labios a los míos, como si quisiera espantar todas mis dudas desde adentro. Los abrazos eran otro tema. No le gustaban mucho, aunque, cuando tenía ganas de uno, me lo daba, precisamente cuando lo necesitaba. Era como si estuviésemos conectados de alguna manera, y esa conexión la llevara a encerrarme en sus brazos justo cuando mi alma precisaba de algún refugio antisoledad. El suyo era un instinto casi sobrenatural y, en lugar de asustar, lograba ahuyentarme los miedos, como si con su abrazo estuviese recreando un mundo donde existíamos los dos solamente.
—La pregunta no es cuánto te quiero, sino cómo —me dijo—. Y lo hago bien.
La verdad es que ni siquiera parecía esforzarse. Esa era su manera de querer cotidiana: entregándolo todo, recibiéndolo todo, demostrándolo todo, haciendo de todo un cuánto y cómo únicos, de esa clase de amor difícil de categorizar, de ese amor que sólo aparece una vez y para siempre. Acariciarla era cumplir un deseo perdido, abrazarla era reconciliarse con la vida, besarla como saborear el infinito, poseerla como volver a nacer, una y tantas veces. Lorena era una mujer y varias al mismo tiempo. Solía tener divergencias entre todas sus facetas, pero si en algo coincidían ellas era en que, al momento de amar, al momento de elegir un compañero de vida, siempre terminaban señalándome. Esa era su manera de amar. Siendo absoluta, siendo una.
—Tú nunca te equivocas —le decía.
—Lo sé.
—¿Y qué es lo que más te gusta de mí?
—Tus buenos gustos —contestaba ella, señalando su rostro—. Me gusta que no te haga falta desnudarme para hacer el amor conmigo.
—¿Y qué es el amor?
No tuvo que pensarlo mucho.
—La sensación de estar segura cuando cierro los ojos porque sé que me cuidas. Cuando al terminar el día soy incapaz de acordarme de todo lo malo que alguna vez me tocó vivir. Te quiero por darme esa plenitud tan maravillosa…
La miré y me concedió una sonrisa pícara.
—Y porque el sexo es increíble —dijo—. En el amor siempre habrá sexo, pero esto no siempre se cumple de forma inversa. Para mí ambas cosas son lo mismo desde que te conozco.
—Gracias por estar en mi vida —respondí.
—Gracias por hacer de la mía una aventura.
Lograr que una mujer encuentre amor y sexo en el mismo hombre es como hacer cien apuestas a la vez y ganarlas todas. Estaba seguro de que nada enamora ni despierta el interés genuino de una mujer apasionada como Lorena que sentir un vínculo tan fuerte donde almas y cuerpos se funden en un vals de placer y gloria. Por esa razón me sentía invencible a su lado. Más fuerte, más completo.
—¿Qué buscas en mí, Lorena?
—Reciprocidad. Yo te necesito para compartir mi vida, tú me necesitas para complementar la tuya. Sin mí te ves muy triste, conmigo te ves más guapo.
—¿Por eso te has puesto ese vestido? ¿Para verme más guapo a tu lado?
—Y porque sé que te mueres de ganas de quitármelo.
La besé como besaba el mar a la orilla en aquella primera vez que la vi paseando en la playa, con el cabello dándole forma al aire, con aquel bikini blanco que contrastaba con la oscuridad de mi pasado. En su boca, yo era un mar impulsivo; mis olas la embestían, la buscaban, querían arrastrarla a mi interior. Pero al llegar a sus piernas me limitaba a lamer la ruta que seguirían mis manos en su piel, abriendo surcos, despertando sus instintos, para luego bajar y subir, y perderme en ese laberinto de emociones encendidas, de dudas apagadas. Luego ella se alejaba y yo la seguía. Lorena sonreía siempre, sabiendo que en aquel juego me sacaba ventaja, sabiendo además que la victoria era nuestra. Y, mientras se abría el escote, mi marea subía; mientras el sol se ocultaba, en sus ojos, un amanecer me daba la bienvenida. Todo comenzaba siempre con un beso. A ella los labios le sabían a canela, la piel a césped recién cortado, con ese aroma a promesa bajo las sábanas, a futuro sobre promesas.
—¿Y tú, Julián? ¿Tú también me quieres?
Sólo una vez me hizo esa pregunta. Y no tuve mejor respuesta que besarla.
¡Gracias por leer!
Este texto pertenece a mi libro «La ciudad de los recuerdos». Si te gustaría echarle un vistazo, te dejo el botón con el enlace a Amazon. Me honraría que le dieras el privilegio de ocupar un espacio en tu biblioteca personal.
El próximo martes compartiré otro texto de otro de mis libros. Cuéntame, ¿qué te ha parecido este? Te leo en comentarios.
¡Saludos!
Me encantó, sobre todo porque me llamo Lorena ❤️