Primer pétalo: me quiere.
La primera vez fue en el baño de una discoteca. De una mirada pasamos al baile, del baile al contacto de una caricia, de la caricia a la humedad del beso, y del beso a los preservativos. Música y humo en aquella pista, droga y placer al otro lado de la puerta de servicio. Era guapa como todas las mujeres que me han dolido, alta como las expectativas que siempre rompo, ruidosa como una máquina de fabricar relámpagos, fría como invierno sin hoguera, caliente como el verano sin playa. No me dijo su nombre y yo no le di el mío. Me bastó con saber que existía aunque fuera anónima; y su piel llena de vida recibió mis caricias bajo su crop top, mientras con mis dedos estimulaba sus aureolas tan sensibles, besándola sin prisa.
Segundo pétalo: no me quiere.
Esta ciudad engulle las almas; pasos perdidos sobre puentes malditos, preguntas lanzadas desde ventanas que se desvanecen antes de dar con una respuesta. Y yo no he vuelto a verla. Las noches desfilan como suicidas por acantilados, y suelo frecuentar la esquina donde las rubias teñidas ponen en oferta el fin de mi apetito. Se me ha quedado grabada la canción de aquella primera vez, y sueño con verla, tal vez en mitad de la pista, tal vez al fondo de la copa, tal vez al otro lado de la puerta. Su sombra me persigue cuando cierro los ojos; sus pasos llenan las aceras de mi ciudad interna, y soy incapaz de hallar un resquicio donde poder sentir un ápice de su presencia.
Tercer pétalo: me quiere.
Recuerdo su sonrisa al trasluz de mis anhelos, mágica y perversa como un sueño húmedo, tierna y cálida como la sonrisa después del beso. No olvidé tampoco sus manos: pequeñas tenazas encadenadas a las mías; sus caderas: la fuerza gravitacional de mi galaxia; sus piernas: serpientes enroscadas a mi cintura; y su boca: recipiente de besos y centellas. No olvidé su forma de mirarme, acomplejando a todas las actrices porno de mi adolescencia. Y al follarla sentí estar en una orgía, porque ella era tantas mujeres al mismo tiempo; sus gemidos jamás quedaron ahogados por la música; el brillo de su piel desnuda opacaba la luz de los fluorescentes. Perdí la cuenta al tercer orgasmo. Convertimos aquel pequeño compartimento en una suite de hotel de lujo. No echamos de menos sábanas ni almohadas; nunca hacen falta cuando las ganas son las que gobiernan.
Cuarto pétalo: no me quiere.
En nuestro segundo encuentro me confesó su delito: también me había echado de menos. Fue la casualidad quien fijó fecha y hora, como la primera vez; y así como la primera vez, también decidió el lugar: mi bar nocturno predilecto. Apareció como una sorpresa, toda sonrisas y exuberancia. Caminando discreta con pasos felinos y en zapatos de tacón, dejando sus muslos descubiertos y hablando firme con voz de jueza. «¿Tienes algo que hacer esta noche?», fue su interrogatorio. «Si quieres podemos bailar de nuevo, todavía es temprano». Esa, su amenaza. «Mira, ni tú estás para rodeos ni yo para perder el tiempo, te espero aquí», y esa última, su sentencia.
Quinto pétalo: me quiere.
«Aquí» resultó ser una habitación con vistas a la calle: diez metros cuadrados de perfume alimonado, rostros de mirada perdida oteando desde fotografías sobre veladores, una lámpara a media intensidad que teñía las paredes de una tiniebla ocre. Se acercó a un rincón y encendió un parlante. «Nunca hago nada sin música», dijo. Nuevamente la música guio mis movimientos. Acercarme primero, tomar su cintura luego, besarla al instante, lento al inicio, con lengua después. Dejar fluir los minutos resbaladizos sobre su piel, descubriendo su cuello como la primera vez, desnudándola a conciencia, ni tan rápido como para matar el encanto, ni tan lento como para restar el deseo. La vislumbré entera, embelesado, tomando rutas y desvíos para contemplar mejor el paisaje, tan de cerca que el calor conmovía mis instintos, y por cada roce que le daba con mis labios, ella me devolvía un gemido que hubiese competido con el bramido de los mares.
Y así se eternizaron las canciones en esta ciudad de los suicidas. Ya no necesité la suerte ni la cábala, ni tuve que volver a aquella discoteca. Partí aquella noche al lugar de mis sueños, para encontrarme con la chica de los bailes eróticos, mezclando respiración y saliva, armonizando los gemidos con música. Ni siquiera necesité margaritas para decidir mi destino, pero tampoco estoy seguro del veredicto, pues me sigue sobrando un pétalo y, aunque mi sentencia sea una negativa, nadie me quitará la recompensa de haberla poseído completa.
¡Gracias por leer!
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