—Cuando estás tan jodido como yo, un abandono más no hace daño. De hecho, se convierte en una buena salida porque lo único que puede quitarte la libertad es la presencia de otra persona —me dijo Alex tras la segunda copa.
Era un buen tipo, pero mal llevado, al menos en apariencia. Tenía la edad de mi padre cuando murió y, aunque pagaba el alquiler de un cuartucho en un jirón lúgubre, lo cierto es que parecía vivir en el bar porque cada vez que la sed de ahogar mariposas en mi interior nacía y visitaba aquel nido de alcohólicos, él ya llevaba horas agotando las existencias de cuantos piscos que poblaban los almacenes. La particularidad de Alex era que había llegado a ese punto poco convencional en el que el alcohol ya no le nublaba el juicio, como si se hubiese vuelto inmune a sus efectos etílicos y hubiese obtenido el privilegio de mantener el control de sus capacidades motrices tras una larga jornada de ingesta. Era de los más envidiados del bar, por su conocida capacidad casi milagrosa y, sobre todo, por el misterioso origen de sus ingresos, pues Alex era un hombre de recursos al que, sin embargo, nadie había visto trabajar. Por ello mismo se rumoraba que era el dueño del establecimiento, y que su cuarto lúgubre de alquiler, junto con el gerente que administraba el negocio y que se aparecía por el lugar un par de horas al día eran una simple fachada, un modo de desviar la atención de la clientela, una puesta en escena típica de los magnates que desean vivir como cualquier parroquiano para evitar convertirse en el foco de las miradas indiscretas de la élite social y de la plebe indeseable.
Por supuesto, sólo eran rumores. La verdad era que Alex se dedicaba a vivir de las rentas de ciertos negocios cuya naturalidad nunca desvelaba, pero que por lo visto eran muy bien remunerados, pues, a pesar de que se dedicaba a ellos sólo por temporadas, le granjeaban un saldo contante y sonante que le permitía vivir a sus anchas.
—Tú eres muy joven todavía, pero algún día comprenderás que lo único que necesitas en la vida es enamorarte de ti mismo. Ninguna mujer se queda a tu lado si nota que la necesitas, y la necesidad te hace dependiente. Cuando te libras de esa necesidad y aprendes a depender solamente de ti, la mujer que se quede lo hará porque realmente le nace y desea compartir su vida contigo.
Quise preguntarle por qué entonces estaba solo, pero me abstuve. Llevaba años conociéndolo, desde que me refugié en aquel infierno tras la muerte de mi padre y, de algún modo, me recordaba a él. En lo que diferían es que, mientras Alex bebía como si tuviera un desierto por estómago, mi padre suscribía una actitud de abstinencia y aborrecía el alcohol como si se tratara de un chiste contado en un velatorio. No me costaba imaginar lo que hubiera pensado si me veía con una copa en la mano y, en cierto modo, cada vez que frecuentaba aquel bar sentía que traicionada su memoria.
—¿En qué piensas, Abel?
Una ráfaga de luz paisajística con curvas de mujer pasó frente a mí portando un vestido de encaje y calzando tacones negros. Mis ojos, contra mi voluntad, siguieron sus pasos y el meneo de sus caderas hasta que su silueta se ocultó tras el mostrador que daba al interior del bar.
—¿Abel?
Cuando volví a mirarlo, me di cuenta de que las palabras salían de la boca de mi padre. Lo vi: era su cabello, su nariz, e incluso aquel lunar adornaba su mandíbula. Estaba ahí, con aquellos ojos que reprobaban mi presencia en aquel lugar. Un miedo infantil se apoderó de mí y quise pedir perdón, pero entonces el rostro de Alex se superpuso al rostro de mi padre y me miró confundido, preocupado incluso.
—¿Estás bien? Te has puesto pálido, como si hubieras visto un fantasma —dijo, prestándome su pañuelo para limpiarme el sudor de la frente—. Ya le dije a Marita que esta no es bebida para niños, un día de estos va a matar a alguien por imprudente.
No le dije que, con frecuencia, es uno quien elige el veneno. Tomé un trago más y cerré los ojos para que el efecto de somnolencia se fuera desvaneciendo.
—Cristina es una puta, como todas. No cometas el error de enamorarte de ella —dijo.
Mi mirada de confusión debió alertarlo.
—Cristina, la mujer que acaba de pasar y por la que te quedaste babeando. Es ajena. Otros mejores que tú lo han intentado y todos han terminado donde empezaron: sentados aquí, bebiendo para olvidar y mirándola siempre. Nunca lo logran. Creo que es una estrategia para atraer clientes habituales al bar, en todo caso resulta muy efectiva.
—Es la primera vez que la veo.
—Viene sólo en las mañanas. Algún ajuste de última hora la habrá hecho venir en este horario.
Luego de un asentimiento, le pregunté:
—¿De qué hablábamos?
—De nada, porque no hablábamos. Yo hablaba, tú sólo escuchabas. Y en síntesis te decía que no dependas de nadie si lo que quieres es mantener tu libertad. Mírame, el único amor que tengo es por el pisco y hace menos daño que una mujer.
«Libertad», pensé, mientras observaba los dedos de Alex sujetando con tanta firmeza su vaso, que se me ocurrió que lo único que faltaba ahí era un grillete que encadenara su muñeca al pisco de por vida.
—Dijiste que nadie se quedaría conmigo si no la necesito y que si lo hace será por voluntad propia.
Alex asintió.
—Tú no dependes de nadie, ¿verdad? —le pregunté.
—Eso también te dije, sí.
—¿Y por qué estás tan solo?
Alex suspiró profundamente antes de responder.
—Voluntad propia. Todo hombre llega a un punto de su vida en que ya no busca tener una relación, sino que solamente desea paz. Y en este mundo, las relaciones y la paz son conceptos prácticamente antagónicos. Eso y porque soy incapaz de olvidar. Mi exesposa se fue con un compañero suyo del trabajo. Después de ciertas decepciones, no vuelves a ver a las mujeres de la misma forma, y lo único que te queda por comprender es que en el fondo los animales racionales somos más animales que racionales, así que en lugar de amar hasta entregar el alma, lo más sensato que puedes hacer es priorizar tu libertad y evitar todo tipo de lazo sentimental. En todo caso, aferrarte a eso que llaman amor propio, que, si bien resulta algo egoísta, lo cierto es que te libra de exponerte a situaciones indeseables y te ahorra unos cuantos traspiés, además de, por qué no decirlo, también una buena cantidad de billetes —respondió, palmeándose suavemente el bolsillo del abrigo.
Alex siempre hablaba de su exesposa como si lo hubiera abandonado el día anterior. Esa ruptura había tenido lugar hacía más de una década, tal vez la misma cantidad de tiempo que Alex llevaba viviendo más en el bar que en su cuarto. Supuse que era una herida que el alcohol sólo acrecienta con el tiempo. No se puede escapar de quien no se olvida.
—Las cosas están así, qué quieres que te diga… La lealtad es un mito que nos inventamos para alimentar esperanzas. Necesitamos creer en algo, lo que sea. Al final, la única persona que se quedará contigo es aquel que está al otro lado del espejo y ese tipo es incapaz de pensar por sí mismo, y menos mal, porque si ese tipo que te observa desde el otro lado del espejo tuviera consciencia, créeme, Abel, también se iría. Así que más vale llevarse bien con él.
—De todos modos —dejé caer, aunque sólo fuera para decir algo y no quedarme callado—, no está en mis planes enamorarme. Hasta ahora no conozco esa sensación de amor que implica dependencia, ni siquiera el tipo de amor del que hablas.
Alex me dedicó una sonrisa paternal.
—Tiempo al tiempo. Para conocer el amor libre tienes que pasar por el amor dependiente. Es ley de vida. La libertad se valora sólo cuando conocemos de cerca la cautividad.
—Aun así…
—¿Aun así qué?
—Quisiera sentirlo, ¿sabes? Eso de enamorarme. No porque espere que sea perfecto, sino por el hecho de experimentar. Siempre he pensado que la vida se compone de un todo, y que no hay felicidad sin tristeza; amor sin odio; placer sin dolor; bonanza sin desventura.
No mentía, pero tampoco le estaba siendo completamente sincero. Claro que me había enamorado, de lo contrario no estaría ahí, inmiscuyéndome con el resto de aquellas siluetas ocres y anónimas que ocupaban las demás mesas. Mi breve pero sentida experiencia en las artes amatorias me había hecho coleccionar únicamente desamores de paso, pero era algo con lo que estaba dispuesto a conformarme, al menos de momento. No fueron amores intensos, de esos de novelas, o que podrían inspirar libros enteros de poemas cursis y melosos. Fueron más bien ilusiones fugaces, un acto de inercia que obedece a las bajas necesidades biológicas más que a las urgencias del corazón y el alma.
—¿Cuántas novias has tenido? —preguntó.
—Ninguna.
—Ya. Seguro sólo eran aventuras, o esa mierda de «casi algo», que tan de moda está.
—Algo así.
Alex vació el resto de su vaso de un trago y se sirvió más de la botella. Vi que lo llenó más de lo estéticamente recomendado y enarqué una ceja; él advirtió mi gesto.
—Una copa de pisco servida a menos de la mitad es un insulto. Todo buen bebedor que se respete sabe que la sed no entiende de medidas, sólo de saciedad.
Sonreí.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
—Siempre que no sea tan comprometedor…
—¿Por qué me dijiste que estás tan jodido?
—Es mi forma de decir que he aguantado tantos golpes que los demás ya no los siento, o no me lastiman como antes. Es como… ¿has visto a las señoras que venden frituras en los mercados? Muchas veces, al poner a freír la carne, sus dedos tocan el aceite hirviendo, y de tanto tocarlo, llega un punto en que se les forma una especie de callo que inhibe el dolor, como si las primeras ampollas se hubiesen convertido en segundas pieles, y así hasta cubrir piel sobre piel, pero sin tacto. No sólo no les duele el aceite hirviendo, sino que esa parte de su piel es incapaz de sentir cualquier cosa. Es lo mismo, pero con el alma. Se forma una capa de indiferencia sobre otra y al final esa coraza te protege… aunque es engañosa.
—¿Por qué?
—Porque eso es lo que uno piensa en primera instancia, que los golpes son los que a uno le moldean el carácter, y le permiten controlar los sentimientos.
—¿Y no es así?
Alex se encogió de hombros.
—Últimamente he pensado que esa segunda piel es formada por los sentimientos que uno reprime al recibir los golpes, no por los golpes en sí. Que la capa que ahora me protege es el resultado del dolor, sí, pero no de un dolor provocado por ataques externos, sino internos; que los golpes siempre los he estado recibiendo desde dentro. Supongo que ese es un efecto colateral de tener el alma atormentada.
Se quedó en silencio durante un minuto, y escanció vaso tras vaso hasta vaciar la botella, para luego abrir otra que esperaba su turno, paciente. Yo hice lo propio con la mía. Eché un vistazo al mostrador. Cristina, la chica que había pasado ante mis ojos hace un momento, hablaba con Marita, la encargada de atender en la barra. Reían.
—Si quieres un consejo —dijo Alex—, el único que puedo darte es: vive. Por alguna razón, me da la impresión de que no lo haces. ¿Hace cuánto que nos conocemos?
—El próximo mes hará un año.
—¿Y qué edad tienes? Nunca me lo dijiste, o si lo hiciste, no recuerdo.
—Veintitrés.
—Estás en una edad apropiada para sentir esos golpes de los que hablo, si es que no los has sentido ya.
Preferí dejarlo con la duda.
—¿Qué es lo que buscas en una mujer, Abel?
Me quedé mirando a Cristina. Su escote exhibía un generoso busto de formas apetecibles. Estaba cerca de la caja, trajinando entre papeles. Boletas y facturas, imaginé. Marita, al otro extremo, limpiaba por cuarta vez una copa vacía, brillante y traslúcida. La presencia de Cristina en el bar resultó ser una revelación casi divina de su existencia.
—Supongo que busco que me inspire la sensación de que estoy viviendo todo como si fuera la primera vez que lo hago.
—¿A qué te refieres?
—A que me haga redescubrir el mundo con otros ojos. Ya sabes, la magia de las primeras veces.
Oí un ruido gutural, como un rugido entrecortado, hasta que volví mi vista y comprendí que Alex se estaba riendo.
—«La magia de las primeras veces», tremenda cursilería —dijo, recomponiéndose—. Pero no te preocupes, pipiolo. Llegará el día en que mirarás el mundo como es y no como tu ingenuidad te dicta que puede ser. Madurez, le llaman. La única primera vez que necesitas con una mujer es la de desnudarla a conciencia, lo demás es complemento.
Luego me dio una palmada en el hombro y me sonrió.
Fue entonces que, ante mi asombro, se incorporó de su asiento y se dirigió directamente a la salida. Era la primera vez que lo veía retirarse antes que yo. Me pregunté si algún asunto importante le habría hecho tomar esa decisión y si acaso alguien le estaba esperando fuera, pero una oscura certeza me dijo que era improbable, que a aquel hombre cincuentón de caminar lerdo que arrastraba el alma nadie lo esperaba, nadie lo necesitaba, y que su único refugio era la oscuridad mortuoria de aquella habitación sin ventanas que lo encerraba como un sarcófago todas las noches, alargando el silencio y la espera, devolviéndole el recuerdo de la esposa que alguna vez tuvo.
Lo vi atravesar la puerta de salida y emerger al callejón oscuro en el que quedaba el bar. Ni siquiera me lanzó una mirada de despedida. Su único saludo y su única despedida eran el silencio. Muchos lo tomaban como una indiferencia cruel; yo lo veía simplemente como una particularidad suya.
Me bebí lo que quedaba de la botella huérfana que Alex había abandonado con premura y me levanté también. Dejé unas monedas en la mesa y me encaminé a la puerta de salida. Antes de poner un pie afuera pude notar que un rostro familiar me miraba desde el reflejo de la puerta de cristal. Cuando me volví, vi a Cristina sonriéndome desde el otro extremo del salón, guiñándome un ojo como si me conociera de toda la vida.
Me encantó la historia, gracias por tus escritos 🙌🏽✨
Segunda parteeeeee un mes es mucho tiempoooooo