Querida Edilie:
Al pasar por esta parte de la ciudad de Harpe, me es imposible evitar recordar tus adorados paseos en bicicleta hasta la base del puente, bajo cuya sombra solías recostarte a contemplar callada las nubes, o a comer las frutas que traías del mercado. Esos momentos permanecen en mi memoria como seres de luz dormidos, casi inertes, a los que nunca suelo acercarme porque sé que el menor atisbo los despertará de inmediato y encenderán en mi alma un aura de nostalgia que inundará mis pensamientos durante días. Sabrás que no he podido resistirme esta última vez y lo he hecho, por eso te estoy escribiendo esto.
Recuerdo una tarde en especial en la que te sorprendí leyendo un libro. Dijiste que era una novela de tu escritor favorito, que te hacía soñar todas las noches y llorar y reír durante el día. Yo, un completo ignorante del poder de las palabras, me pregunté qué magia, qué cadencia hacía falta para provocarte esas emociones. Si acaso había algún método, o si sólo bastaba con tener algo que contar. Me intrigaba la maestría casi inalcanzable que rige toda obra literaria capaz de merecer tu atención y tu tiempo. Fue por eso que quise emular aquellas obras, ser para ti alguien más que un amigo: un confidente que, mediante historias o expresiones, pudiera ocupar gran parte de tus encuentros a solas, cuando te alejabas de este mundo que siempre te resultó insuficiente, para sumergirte entre las líneas y páginas de aquellas novelas. Quiero pensar que lo logré, o que al menos hice un trabajo decente. Verte sonreír ante mis ocurrencias constituía una ilusión que se cumple; contarte de mis sueños raros, hablarte de los padres que nunca conocí pero que imaginaba todas las noches antes de dormir, de esa familia que formé con los pocos amigos que había hecho en el internado, de los libros que nos hacían leer en clase de Historia y de todas las lecciones que me impartían y que se suponía que iban a hacerme un hombre de provecho. Nunca pude escribir algo lo suficientemente respetable como para que cupiese en un libro que quisieras llevar a todas partes, pero todavía siento que algo de mí se quedó para siempre contigo: mi tiempo al verte, las palabras que cruzamos e incluso todos aquellos caminos que recorría para estar a tu lado. Me parecía que aquellas rutas, aquellos edificios, habían sido hechos sólo para ti. Todo valió la pena porque de ese modo me abriste tu vida. Me hablaste de sueños, me hablaste de historias, de poesía, de canciones —imposible olvidar tu amor por la guitarra—, como si fuesen descubrimientos astronómicos. Querías ser actriz y recorrer, en carroza y bañada de perfume y fama, todos los teatros de Harpe, porque por entonces —y aun hoy— era bien sabido que no hay ciudad más artística que la nuestra. Querías conquistar la cima del mundo a tus quince años, sin saber que ya te habías ganado mi corazón sin hacer el menor esfuerzo. Yo, también un quinceañero soñador, ya me imaginaba yendo a verte, siempre en primera fila, diciéndole a todo el mundo que eras la mejor en lo que hacías. Luego vino la guerra y se llevó por delante todos nuestros planes. Irónicamente, los episodios más catastróficos de aquella parte de nuestra historia son los que menos recuerdo. Sólo sé que, un día, ya no volviste a aquel puente bajo el que descansaba nuestra complicidad. No volví a oír tus cantos, ni tu risa. No volví a arrojar piedras al agua, ni a ver tu bicicleta tumbada en la orilla. Esos días de pronto se desvanecieron, como tantas otras personas que también se convirtieron en cenizas, arrastradas por la sombra del tiempo, como si jamás hubiesen existido.
Y he de admitir que, a veces, también me lo pregunto, querida Edilie: si acaso exististe, si en verdad pasamos tantas horas juntos, si eres la luz de un pasado que nunca ha existido, o si realmente te tuve cerca. Este puente me recuerda a aquellos días que ahora me parecen perdidos, irrecuperables ya. Y he tenido esa necesidad latente de escribirte, abrir esa escotilla de la memoria y extraerte para no sentir que te estoy perdiendo del único lugar donde todavía puedo verte. He tenido pesadillas, sueños extraños. Una noche en la que me había dormido recordándote, te vi volviendo con tu bicicleta a aquel puente, y me miraste sin decir nada, apenas un asomo de sonrisa curvando tus labios y, como si algún maleficio me hubiese poseído, fui incapaz de ir a tu encuentro, a apenas unos pasos. Caminaste, sin dejar de mirarme, hasta la orilla de aquel mar que poco a poco fue abriendo sus fauces líquidas hasta dejar de ti apenas un soplo burbujeante como prueba de tu presencia en sus profundidades. Desperté de madrugada, con el corazón latiendo con rabia. Supe entonces —o quizá lo comprendí por fin— que dedicaría mi vida a hilvanar en forma de palabras todas las experiencias que me regalaste, por eso escribo esto, esperando que, aunque los años hayan pasado y aunque tú ya no estés, pueda explicarme a mí mismo todo lo que significó aquella etapa de mi vida, para no olvidar que hubo quien se aprendió tus horarios de memoria, ida y vuelta bajo aquel puente que vio de cerca cómo me brillaban los ojos al contemplar tu maravillosa existencia, embelesado, agradeciendo cada minuto como si fuesen fruto de un milagro. Echo de menos aquella inocencia, aquella paz. Echo de menos verte al atardecer, tirar piedras al agua mientras escuchaba alguna canción nueva que habías escrito. Echo de menos esa soledad compartida, la complicidad que a veces no precisaba ni de palabras, porque nos bastaba tenernos cerca para que nos envolviera ese aura que convierte cualquier lugar en refugio, como un escape al caos citadino.
Mis memorias de Harpe te tienen como protagonista porque es tu rostro el mismo rostro que recuerdo de esta ciudad. Siempre perdido en sus innumerables callejones, pasadizos que dirigían a todas partes y a ninguna. Los inviernos despiadados, los veranos infernales, los otoños tan solitarios, las primaveras tan coloridas. Todo me recuerda a ti: los árboles deshojados, los cafés a los que siempre quise invitarte si tan sólo hubiese tenido un céntimo en el bolsillo. Me recuerdan a ti las canciones de aquel teatro, cuyos ecos resonaban estridentes, y que llegaban hasta mi habitación mientras vislumbraba los tejados de una Harpe nocturna a través de la ventana. Los sueños que tuve para ti, han de ser para ti eternamente, querida Edilie. Los planes en los que te incluí, las cartas llenas de confesiones que jamás te entregué, los libros a medio terminar, los poemas en hojas que terminé echando a la hoguera, todo será tuyo para siempre, porque perteneces a mi memoria, enjaulada y libre al mismo tiempo, pues ahí, en ese compartimento de recuerdos, continúas moviéndote a tus anchas, convirtiendo a mi mente en tantas ciudades y poniéndoles tu rostro a todas ellas. En todas las urbes encuentro este mismo puente, esta misma carretera. Y si es verdad que los años pasan y Harpe se va modernizando, también esas ciudades que construiste lo hacen. Cada época me devuelve una ciudad más iluminada por la electricidad que por el gas, una ciudad con más carros motorizados que carrozas con caballos, una ciudad con más rascacielos que catedrales. Y en todas ellas vives palpitante, actual, siendo una quinceañera eternamente, que sueña con convertirse en actriz y presentarse en todos los teatros de este doliente país.
Ninguna guerra, ningún otro paisaje, ningún paso del tiempo inexorable podrá borrarte de todas esas notas que, con tinta indeleble, escribí en mi alma para no olvidarte. Podrán decirme que nunca exististe; podrán decirme que, abrumado por la soledad y mi escasa conexión con el mundo más allá de las paredes de aquel internado que me aprisionó durante tantos años, te recreé con mi mente como un refugio de emergencia. Podrán decirme tantas cosas, querida Edilie, pero sólo tú y yo sabemos que aquellos días fueron tan reales como el exterminio de tantas vidas inocentes que se han esforzado en convencernos de que nunca existieron. En ciertas etapas de la historia de una ciudad siempre encontraremos a quienes piensen que, en medio de una guerra, el amor y la vida no valen nada, y que podemos reemplazarlos por consignas envenenadas como si acaso fuese posible escapar de la memoria. Tal como te dije, esta carta es mi intento de explicarme que todos mis recuerdos todavía tienen valor pese a las décadas con las que ahora cargo. Volveré a visitarte entre las páginas del libro de mi vida las veces que sean necesarias. Nunca he aprendido y ahora menos quiero olvidar. Recordarte es el único aliciente que me queda para darme cuenta de que no todo ha sido malo, que hubo un tiempo en el que creí haber encontrado las respuestas a todas las preguntas en ti, en mí, en nosotros, en un escenario sin testigos, en una época que ninguna circunstancia podrá robarnos.
Tuyo para siempre: Alberto
Sabes, leí hace poquito un libro, " La guerra no tiene rostro de mujer" de Svetlana Alexiévich es su autora y así como tu texto me generó una perspectiva distinta, intensa, de esas que te hacen ver, sentir y hasta oler otra realidad...
Si no lo conoces, te invito a que lo recorras!
Estoy de acuerdo contigo Matilde' sé que hay libros que te llevan a otra realidad buscas un lugar tranquilo te aseguras de tener una tarde como compañera y te sumerges en la concentración de leer hasta llegar a sentir quizás lo que el escritor quiso transmitir en su momento... Libros que te llevan a querer seguir leyendo y descubrir lo que tienen en su interior! Eso es algo mágico que solo los amantes de la lectura podemos descubrir!....