Querido lector:
Escribo esto el domingo 27 de julio a las 11:36 p. m. Si lo estás leyendo mucho después de esta fecha, es por el hecho de que los textos los programo para que se publiquen cada domingo. Y como no tengo prisa para publicarlo, he sido paciente. Creo que un texto, lo mismo que un libro, ha de ver la luz cuando sea el momento adecuado, pues, para un escritor —como bien decía Carlos Ruiz Zafón— el tiempo siempre corre a favor.
He pasado un día de lo más particular. Mi mejor amigo vino de visita y hemos pasado prácticamente todo el día juntos. Esto no sería más que una visita de las tantas que me hace de no ser porque la razón de la de hoy ha sido algo tan sintiente como un corazón roto. Sí, el suyo. Ayer volvió a ver a la que ahora es su ex. Se encontraron en una boda a la que ambos asistieron porque, meses antes de terminar, les habían prometido asistir a los novios, quienes son amigos suyos. Anoche, mientras estaba en la ceremonia, me escribía por WhatsApp de forma esporádica contándome lo que ocurría. La vio más hermosa que nunca, como solemos ver los hombres a la mujer con la que habíamos planeado pasar el resto de nuestra vida, cuando sabemos que ya la hemos perdido para siempre. Me contó que, en la recepción, tuvieron que compartir mesa. Los separaba sólo una persona y en todo el tiempo que duró la fiesta no faltaron las miradas de soslayo, accidentales e intencionales a la vez.
Le había escrito una carta de despedida. «Para cerrar con broche —me dijo—. Porque se lo merece. Se merece mis mejores deseos en su vida aunque ya no sea conmigo». No lo culpo, la verdad. Con el temple sensiblero que me manejo y que, en ocasiones, suele actuar a traición mía, sé que yo hubiera hecho lo mismo. La carta, al final, no se la entregó directamente. Cuando ella estaba bailando, aprovechó para dejar la carta en uno de los bolsillos de su chaqueta. Cerca de él estaba sentada una amiga que tenían en común, y le pidió que le dijera que, por favor, lea la dichosa carta. Sin más, se fue de ahí, incapaz de seguir fingiendo que no se le caía el alma por ver tan cerca y tan lejos a la que consideró el amor de su vida. Me volvió a escribir cuando llegó a su casa. Estaba llorando. Estaba destrozado. Nunca había visto llorar a mi mejor amigo y, aunque tampoco lo vi en esta ocasión, era la primera vez que sabía que estaba sumido en ese estado. No pude más que brindarle esas palabras de ánimo que ni siquiera yo me creía pero que sabía que eran necesarias en aquel momento. Eran las dos y media de la mañana. Minutos después, me dormí.
Cuando el domingo amaneció, vi que me había enviado una carta escrita por él. Me pidió que la publique en mis redes para que, con suerte, llegue a los ojos de ella. Le dije que así lo haría, que lo iba a publicar en la tarde. En la mañana le sugerí que me acompañe a hacer compras en el mercado, y así lo hizo. Luego llegamos a mi cuarto y me puse a cocinar un buen almuerzo que procedimos a devorar con fruición. Estaba con ánimos. A pesar de todo, tenía ganas de bromear y hablar de su dolor como si no lo estuviese viviendo en carne propia. Escuchamos música toda la tarde —sea cual fuere la situación, la música siempre es obligatoria—, y cantamos a pulmón pleno varias canciones de despecho. Para coronar el momento, destapamos la botella de vodka que había traído y, mezclando con otra bebida, dedicamos la tarde a ponernos ebrios mientras gastábamos las gargantas con letras de desamor, soledad y tristeza. No, no hubo lágrimas. Sólo desahogo. Él bebía por ella, yo bebía a la salud de mis propios recuerdos.
Compartir ese tipo de intimidad es lo que define a nuestra amistad. Si bien no hubo llanto de por medio —a ambos nos es difícil llorar en compañía—, sí que nos estábamos mostrando vulnerables, y esa vulnerabilidad es algo que valoro. Había terminado su relación hace más de tres meses y apenas estaba sintiendo el peso de la ruptura. A diferencia de lo que ocurre conmigo, él encaja en esa previsibilidad circunstancial que dicta que, mientras las mujeres sufren en el momento de terminar su relación, para luego superar el dolor, los varones no sufren tanto al terminar, sino que lo hacen después, con el tiempo. Él está en esa etapa. Y lo menos que podía ofrecerle era mi camaradería, mi apoyo sincero. Rescató el tema de la carta y me recordó que debía publicarla, así que eso fue lo que hice.
Por si te da curiosidad, la carta la puedes leer en Facebook e Instagram.
Hablamos acerca de lo curioso que resultaba que, durante años, él no había dedicado tiempo para leerme, salvo dos o tres veces, pero que ahora es posible que lo haga más seguido. Esto fue porque había abierto mi libro La ciudad de los recuerdos y se identificó con uno de los textos. Lo sintió como si lo hubiese escrito para él. De hecho, en un momento de la tarde, me dijo: «¿Sabes qué es lo bueno de todo esto? Que tienes más razón para escribir. Tú sabes mi historia, me conoces y la conoces a ella. Esto te puede dar para varios poemas». Y razón no le falta. No sería extraño que me ponga manos a la obra e, inspirado en su situación, redacte cartas, poemas y textos en prosa alrededor de ello. Después, con respecto a la carta que había publicado —y que, por cierto, a mí me llegó al alma—, le dije:
—Deberías escribir más. La gente ha reaccionado bien y varios guardaron la publicación en Instagram, esa es buena señal. Puedes ganar público y, quién sabe, hasta me puedes hacer competencia.
Él sonrió.
—Nah. No creo.
—Hasta podrías publicar un libro —insistí.
—¿Tú crees que esto dé para un libro?
—Mano —le dije, en tono irónico—, yo le escribí siete.
Y reímos. Fue una risa cargada de ironía y cierto matiz de tristeza. Ambos sabíamos que yo tenía razón y que su historia le podía dar para un libro. Me dijo que sí, que quería escribir más, porque le había gustado aquella carta que había escrito y que me pidió publicar.
Nuestra conversación fluyó como podía esperarse: tocando temas inevitables como nuestros amores pasados, y lo mucho que se puede llegar a querer a alguien hasta que se vuelve irremplazable en nuestra vida. Había llegado a la conclusión de que, lo que más duele al final, es todo el amor que se lleva ese alguien que se va, pues es un amor que nunca podremos recuperar. No importa cuántas mujeres vengan luego, no importa el tiempo que pase: si una mujer nos marca, lo hace para siempre, y nada ni nadie podrá borrar esa huella. Los planes, los sueños, la idealización, todo eso conforma un futuro que nunca volveremos a querer cumplir con nadie. «Yo quería casarme con ella —me dijo—. Después de esto, no voy a querer casarme con nadie más». Y yo lo entendí perfectamente, porque estuve en ese lugar también. Antes de volverme el agnóstico sentimental que soy ahora, tuve a alguien con quien anhelaba una vida de aquellas: matrimonio, hijos, trabajo seguro, iglesia los domingos. Después de ella, no me ha nacido esas ganas con nadie más, hasta el punto de que el tema ahora ya me es indiferente. Da igual si ella se lo merecía o no, da igual si aquello hubiera funcionado o no. Hubo alguien que se adueñó de ese sueño y, al irse, se lo llevó consigo. No por maldad, sino porque yo mismo se lo entregué. Y es exactamente lo que mi amigo le entregó a ella.
Luego de vaciarnos la botella de vodka, cayó rendido. En días anteriores, me dijo, había dormido poco, lo cual es algo que también comprendí: los pensamientos no tienen piedad y te atormentan, quitándote las ganas de dormir, así que hoy, el peso de todos aquellos desvelos le cayó encima y durmió de corrido tres horas en mi cama mientras, a su lado, yo intentaba conciliar el sueño también, pero me fue imposible. Si dormí, habrá sido apenas unos minutos.
Al final despertó, me puse a preparar algo de comer con lo que había sobrado del almuerzo, y cenamos. Pensé que iba a pasar la noche aquí, pero decidió irse. Y así concluyó el domingo.
Es la 1:41 a. m. del lunes 28 de julio. En mi país hoy se celebra fiestas patrias. Los días festivos me son también indiferentes, pero eso lo dejo como tema para otra carta.
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No sé si es un bajón de azúcar o de presión arterial, la Kriptonita de sus letras, pero se siente que el espíritu quiere abandonar el cuerpo...
Sé estas alturas no debería sorprenderme, pero tienes la capacidad de convertir una anécdota en un relato intimista de lo más interesante Heber. Admiro tu escritura, y mi enhorabuena por esa carta que escribió tu amigo. La leí y me sacó unas cuantas lágrimas. 🥹 Gracias por regalarnos estas líneas. La carta de hoy me ha encantado!