Querido amigo:
Durante mucho tiempo me he preguntado por qué me resulta difícil mantener una relación, tanto de amor y de amistad, con otras personas. Más pronto que tarde me aíslo, y quienes podrían haber formado parte de mi vida, un día de pronto ya no están porque se fueron, y no siempre porque hayan querido irse, sino porque no supe mantenerlos conmigo. He escrito tanto sobre aquellas ausencias dolorosas que dejan quienes se van, pero muy poco sobre las ausencias que he provocado yo.
Porque sí, querido amigo, yo he dado razones para que las personas se vayan de mi vida. No hablo de fallas ni traiciones, simplemente de la desidia, o esta aparente indiferencia que me caracteriza: mi nulo interés en la vida de los demás. A veces, para perder a alguien, no hace falta más que un paso no dado, silencios que son peores que la distancia. En una época que se caracteriza por su gran proliferación de medios para conectar con las personas, soy aquel que elige permanecer en el umbral de las tendencias, y me quedo siempre en un rincón, observando, esperando, viendo cómo, al final, todos terminan por alejarse.
Durante mucho tiempo pensé que había algo en mí proclive al envilecimiento paulatino, como una maldad camuflada que siempre tomaba las decisiones por mí, pero luego comprendí que se trata de algo más profundo, que tiene que ver con esta coraza emocional que, de forma inconsciente, sale siempre a flote cuando me encuentro en una interrelación: yo, simplemente, no estoy acostumbrado a recibir amor, atención, cariño, ni una mínima señal de interés. Me he amoldado tanto al rechazo que cuando alguien, de forma genuina, quiere darme lo mejor de sí, no sé qué hacer con tanto, y prefiero alejarme.
Me escudo siempre en ese pretexto desgastado de «prefiero estar solo», pero lo cierto es que nunca he aprendido a hacerme responsable de un alma desnuda, de un cariño sincero, de una muestra de interés que vaya más allá de mis dotes artísticas. Las veces que he esperado algo recíproco por mi entrega, fue cuando más daño me hicieron, y es normal deducir que esas malas experiencias han forjado en mí un rechazo a las relaciones, y han dinamitado mis ganas de empeñar tiempo y energía para hacer que algo funcione.
Porque cansa, claro. Eso de estar al pendiente, invertir tiempo para construir un edificio con autodestrucción programada, se convierte en un desgaste que, cuando todo acaba, no da ganas de repetir con nadie. Luego todo el sentimiento que un día hubo, se convierte en hastío, y es ahí cuando nace el temor disfrazado de indiferencia. Supongo que lo que me hace huir de las relaciones no es tanto el odio hacia la idea del amor, sino el miedo a ser querido y que todo vuelva a salir mal. Un miedo absurdo, quizá, pero que se ha convertido en una pandemia emocional que siempre está en alza.
Por ejemplo, ponte a pensar en aquellos amigos o conocidos que te rodean, los que están solteros y los que están en una relación. Los primeros permanecen así porque no superan a alguien, o simplemente tampoco desean iniciar una relación por miedo; los segundos, muchos de ellos, están en relaciones porque no quieren estar solos, y lo que es peor: están en el fondo resignados a que esa relación va a terminar tarde o temprano, por cualquier razón. Es un miedo que nos tiene —si no a todos, al menos a la mayoría— tomados por el cuello, asfixiados, como si no hubiese más opción que cargar con él hasta que las cosas cambien algún día.
Y esto no sólo va en cuestiones de pareja, sino también de amistades. He perdido contacto con tantas personas que se acercaron a mí en busca de compañerismo y algo de complicidad. Nos unió el mismo centro de trabajo, el mismo instituto, el mismo gimnasio, y una vez que aquella etapa termina, no vuelvo a retomar el contacto. No es odio lo que me aleja, no es rechazo, pues la mayoría de personas que he conocido no sólo me cayeron bien, sino que incluso me dejaron buenas experiencias y recuerdos. Pero como siempre me gusta decir: ningún puente se sostiene de un solo lado. Sin iniciativa por mi parte, al final no volvemos a cruzar palabra, y conforme pasa el tiempo, nos vamos convirtiendo en los mismos extraños que éramos antes de conocernos.
Es normal entonces que termine solo. Sin tristeza, sin dolor, sin vacío, pero solo. Es una soledad que ya se ha vuelto peligrosamente adictiva, pero que, por lo menos, no me pone en la riesgosa posición de volver a salir herido. No, querido amigo, no es algo que recomiendo. Pero ese es otro tema.
He escrito esta carta como si fuese una confesión, porque en realidad lo es. El miedo a exponerme a las mismas malas experiencias me hace seguir valorando aquello que todavía no he perdido: los pocos pero verdaderos amigos que tengo, los mismos con los que puedo pasar meses sin hablar o ver y que nada entre nosotros cambie.
Por muchas personas que al final se vayan, los tengo a ellos y eso siempre ha sido y seguirá siendo suficiente.
Hasta la próxima carta.
Con cariño:
Ya puedes apoyar mi arte
Si te gusta mi trabajo y está en tus posibilidades apoyarme monetariamente, ahora puedes hacerlo suscribiéndote a mi página de Patreon. Échale un vistazo. Tienes siete días gratis sin compromiso:
¡Gracias de antemano!