Se cumplían tres meses desde que se había ido. Tuve semanas en que soñaba frecuentemente con Erika. En todos los sueños, sin embargo, sufría la crueldad de su indiferencia. Recuerdo uno de ellos, en los que fui a verla a su casa. Era una tarde gris y hacía frío. Me abrió la puerta y sonrió, feliz de verme. Me abrazó eufórica pero cuando le pedí que saliéramos la sonrisa se le esfumó. Dudó antes de decir que sí.
En el camino casi no hablamos, y el brillo que había visto en sus ojos al llegar a su casa se había esfumado. Fue inútil sacarle una plática. Erika incluso estaba cruzada de brazos, caminando como si estuviese siendo obligada. «¿Pasa algo?», le pregunté. No respondió. «¿Cómo ha estado tu día?». «Bien», y nada más. Llevábamos apenas media cuadra de caminata, pero se sentía como si le hubiésemos dado diez vueltas al perímetro de toda la ciudad. De pronto, se detuvo. No quiso caminar más. Apenas me miraba, como si temiese dar un solo paso. La tomé de la mano. «¿Qué pasa?». «Creo que no quiero salir hoy». «Entonces será otro día. Te dejaré en tu casa».
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