No soporto que la gente se vaya. Quizá por eso también mi reticencia a aceptar nuevas personas en mi vida haya ido en aumento en los últimos años. La idea de que alguien viene a aportarle luz a tu mundo y luego se lleva el resplandor me exaspera y me induce a un estado de permanente alerta. Quizá es que estoy tan acostumbrado a las despedidas que sólo veo adioses en cada saludo que recibo y, en lugar de asumir una nueva pérdida, lo que hago es evitar los nuevos comienzos: no puede terminar aquello que jamás tuvo un inicio. Por eso rehúyo las reuniones, los momentos compartidos o cualquier circunstancia que pueda sugerirme conocer nuevas personas. Porque sé que, una vez que conozcan esta personalidad forjada por el rencor y la soledad, se alejarán de mí inevitablemente. Y yo lo entendería, pues todos, al final, lo hacen tarde o temprano.
Esto se resiente en mi actividad literaria: no escribo como antes, porque no vivo como antes. Y no es que antes tuviera más amigos, es sólo que les daba rienda suelta a mis sentimientos, y eran ellos los que encendían la caldera que alimentaba mi producción artística. Es triste que mi oficio tenga una relación directa con mi vida sentimental y social; al estar solo, al no sentirme parte de nada, esa coraza de indiferencia a las emociones se endurece precisamente para protegerme de la tara de la soledad, y la consecuencia es que luego nada me inspira a escribir. Hay ideas, hay líneas temáticas, pero la iniciativa que antes guiaba mis manos simplemente se desvanece, y cae en el vacío infértil de las producciones nunca iniciadas. Por eso me siento improductivo en cuanto a la escritura, y tal vez por esa misma razón es que le he dado más desarrollo a mi faceta de editor, y me dedico a editar libros más que a escribirlos, todo sea por mantenerme ocupado, haciendo algo, aunque luego no encuentre satisfacción más allá de un simple consuelo que no puede velar el vacío que a veces se refleja en mis ojos o en la forma en que miro al mundo.
Es un limbo, esta indiferencia. Veo las emociones flotar alrededor de mí, veo mi debilidad queriendo envolverse en ellas, veo mi frustración tras cada fracaso, veo mis ilusiones prendidas en planes que se evaporan, veo mis sueños cumplirse y no, ni siquiera eso logra encenderme la mirada. Ninguna emoción me atraviesa, me estruja el alma, hace suyos mis suspiros, o le induce a mi corazón a palpitar más fuerte. Estoy ahí, como quien observa portadas de libros que hablan de él y ninguno le atrae. Soy la sombra de mi propia sombra, un reflejo borroso de mí mismo, la contraparte de aquel que se supone que soy y nunca he sido, el hombre que idealicé y terminé abandonando.
Son inevitables también las cuestiones. No dejo de preguntarme qué es lo que me falta, a qué le tengo miedo —si es que lo tengo—, por qué me esfuerzo en reprimir lo que siento, por qué no me permito sentir como antes, cuando era más iluso, más valiente o más débil. Tal vez —me digo—, tener el alma rota valga la pena más que tenerla vacía, un camino inconcluso adorne el paisaje mejor que un desierto. Porque sólo veo eso: planes dejados a la mitad, proyectos iniciados y no concretados. No soy un coleccionista de buena fortuna, la suerte nunca visitó mis lares, y cada oportunidad en que me terminé enamorando se convirtió en un eslabón más de la cadena que me ata a lo imposible. Estos grilletes son más fuertes, porque la confianza, una vez rota, pesa el doble, sólo que en forma de remordimiento y desvelos que se llevan toda mi energía.
Hubo quienes, claro, han logrado sobrepasar los muros que me alejan del mundo. Se han quedado, hemos trabado amistad, han acompañado mis cicatrices e incluso han aplaudido como obras de arte todos los gritos que lancé pidiendo auxilio, un abrazo. Y valoro su estadía, aprecio que puedan ver en mí algo más que un nombre, que se hayan atrevido a dar el primer paso al escribirme y saber que soy tan humano como cualquiera. Pero ni siquiera ellos conocen al Heber en el que me convierto cuando no quiero saber nada del mundo, cuando tengo que sumergirme en el lodazal de mis pensamientos, un campo con el paso vedado. Lo que digo es que todo este caos mental es mío. Los años me han enseñado que no quiero darle a nadie la responsabilidad de reparar las grietas que adornan cada poema que escribo. Donde hablo de tristeza, ellos ven magia, donde hablo de soledad, ellos ven poesía, donde hablo de abandonos y despedidas, ellos se ven a sí mismos, pero nadie me ve a mí. Y no los culpo. En parte la ignorancia ajena es también un consuelo, pues hablo mejor en mis poemas de aquello que sería incapaz de explicarle a alguien sin sonar ridículo. Tampoco me gustan los consejos: nadie en absoluto me dice nada que no sepa de antemano.
Son esas personas las que hacen de esta soledad algo menos tediosa. No espero que se queden, no espero que sus ojos de admiración duren para siempre, no espero que sepan entenderme toda la vida. Y aunque es verdad que no soporto que las personas se vayan, lo cierto es que tampoco me atrae la idea de que se queden. Nadie merece echar raíces en la vida de alguien que siempre quiere huir de su propia piel y sus recuerdos. Estoy acostumbrado a este caminar en solitario. Después de todo, es lo único que sé que tendré para siempre: mi propia compañía, la sombra de mi propia sombra, el reflejo borroso de mí mismo...
Más que un escrito y vernos reflejados de cierta manera con esto, presentas para nosotros algo tan íntimo tan fuerte que pocos estarían verdaderamente puestos en la piel de alguien como tú! Gracias
Ya todo está dicho por Lorena, Matilde y Venezia. Sencillamente hermoso como el cielo, en ocasiones apacible y en otras hecho un caos.