Este es un domingo como cualquiera, aunque se diferencia de los demás por una leve interferencia de la memoria, de ese tipo de intervenciones que coloca una rutina normal en una encrucijada. Porque necesito contar una historia, de esas que no se cuentan todos los días.
Desde mi escritorio observo la ropa que ella dobló antes de irse. Un par de mis camisas, un pantalón. Les otorgó un olor especial. Yo, que nunca había conocido las bondades de un suavizante para ropa, me sorprendí un día cuando, además de estar más perfumada, las prendas que usaba se sentían más cómodas, más suaves. Esto es algo que captamos rápido aquellos que estamos acostumbrados a la tosquedad diaria. Y eso era porque ella se había dado el tiempo de lavar mi ropa.
Si me pongo a pensarlo, me parece curioso cuánto vino a significar su presencia en mi vida. Desde que había llegado, todo se volvió más suave, comenzando por la soledad, que durante aquellos días tuvo que convertirse en verdugo de otra víctima, y se fue de mi lado. También cambiaron otros detalles, como el orden que reinaba en mi habitación. Estaba acostumbrado a que las cosas encontraran su propio sitio en el espacio; ella, desde luego, tuvo que hacerlo todo a su manera. En aquellos días ni siquiera volví a experimentar las constantes parálisis de sueño que me aquejaban. Las sombras que ocuparon este espacio también se fueron. Mi habitación se veía más iluminada, y cada noche, cuando llegaba a casa, ella me recibía con los brazos abiertos, siempre con un beso, siempre con caricias. Cenábamos juntos, hablábamos del día, reíamos.
Era venezolana. Había venido por mí, por un futuro. «Yo contigo quiero la vida», me dijo una vez. Creo que nunca nadie me había amado tanto como ella. Entre estas cuatro paredes que ahora me encierran, convivimos durante unas cuantas semanas. Veíamos películas, escuchábamos música, hacíamos el amor antes de dormir, nos duchábamos juntos. Existía entre nosotros aquella complicidad que pensé que nunca iba a volver a tener con nadie.
Una de las cosas que aprendí de ella fue a notar la belleza del cielo. Aunque siempre he sido amante de los atardeceres para decorar mis relatos y poemas, la realidad es que en mi día a día no suelo darme el tiempo para observarlos. Tal vez por eso siempre he tenido la idea errónea de que en esta ciudad el cielo no es tan bonito. Pero ella, una vez más, vino a hacerme cambiar de parecer. Comencé a observar el cielo con más frecuencia, los arreboles violáceos que el sol deja tras su paso al ocultarse. Y volví a amar los atardeceres. Volví a fijarme en la luna, en las estrellas. A partir de entonces, cada vez que veía el cielo, pensaba en su nombre, en sus manos, en sus labios. La belleza del cosmos, que otros veían a través de telescopios, yo la redescubrí al besarla, al observar sus ojos preciosos, al dejarme envolver por su sonrisa.
Un día subimos a la azotea de este edificio. En Chiclayo el viento siempre ha sido impetuoso, y aquella tarde no iba a ser la excepción. Observando a nuestros pies el parque y las casas alrededor, la abracé por la cintura, besé sus labios, y ella me abrazó a su vez. Nos convertimos en un refugio mutuo contra el frío. Ahí comprendí que el miedo inherente a los nuevos comienzos llega a silenciarse en los brazos correctos, aunque sea por un momento. El espectáculo de un horizonte rojizo abría una franja horizontal sobre la que se recortaban los edificios. Observaba aquel paisaje mientras la tenía a ella conmigo, y supe que no me faltaba nada más. Que ella era toda la certeza que quería para mi vida. Luego de un momento, descendimos, de vuelta al interior.
Recuerdo una noche en que le leí uno de mis textos favoritos, de esos que no tenían dedicatoria. Se trataba de «Las cuatro estaciones de mi vida», que había escrito el año 2020 y que aquella noche decidí dedicárselo. Al terminar de leer, la besé, sellando aquel trato vitalicio: a partir de ahora, aquel texto le pertenecía, al igual que yo. Luego la desnudé despacio. Besé cada parte de su preciosa anatomía. Su piel se hizo luz, su tacto se hizo fuego. Los gemidos no tardaron en llegar, y el frenetismo vino después. Siempre me pareció hermosa la forma en que se dejaba acariciar, cediendo a mi avance, sin oponer resistencia, como si en cada centímetro de piel que acariciaba con mi lengua me estuviera diciendo: «soy tuya». Entraba en ella y toda la vida se reducía a aquel instante, tan fugaz y permanente. Ella, frágil y fuerte, tierna y salvaje, gobernaba aquel éxtasis divino. Siempre intensa y apasionada, disfrutaba y se dejaba disfrutar. Fue ahí que sentí que mi existencia sólo podía ser comprendida con la suya. Mi hogar estaba entre sus piernas, en su pecho, en aquella humedad que compartimos. Por supuesto que llegué a sentirme afortunado por tenerla, pero, sobre todo, por ser suyo.
Por eso no me pareció extraño sentir que las sombras volvieron a ocupar cada esquina de mi habitación cuando se fue. Se trataba de un viaje por emergencia de salud. Debía regresar a su país para hacerse un tratamiento. La acompañé a la agencia, y fue inevitable que, durante el camino, no haya dejado de pensar en toda la falta que iba a hacerme. La despedí con un beso, y regresé a casa. No tuve el valor de quedarme a ver cómo el bus se marchaba con una parte de mi vida.
Había comenzado a extrañarla incluso antes de haber salido de mi habitación, y cuando volví, la soledad volvió a instalarse también. Su perfume todavía estaba impregnado en las sábanas, y cada noche dormía con la esperanza de volver a encontrarla a mi lado al día siguiente. Notaba su ausencia en cada prenda que me ponía, porque todas desprendían aquel aroma a suavizante que llevaba su nombre. Luego, cuando volvía a lavar mi ropa, el aroma se marchaba. Por eso no me he sentido capaz de usar aquel par de camisas y aquel pantalón que permanecen ahí, intactos desde la última noche en que se fue. No quiero que el aroma se vaya, porque sería como desprenderme del último rastro que dejó ella en mi vida.
Y es que es inevitable sentir que quedó tanto pendiente. Que debí amarla más cuando la tenía. Aprovechar más el tiempo. Porque desde que se fue, no hay un solo día en que no haya pensado en ella. Y yo, que siempre había amado estar solo, he tenido que acoplarme a esta soledad extraña que regresó aquella noche en que la embarqué. Volví a tener parálisis de sueño, el caos volvió a gobernar mi vida, y como si no fuera suficiente la avalancha de pensamientos que todas las noches me asaltan, no he vuelto a mirar al cielo con frecuencia, porque cada atardecer me menciona su nombre: su inicial aparece en las formas que toman las nubes. He tenido que convivir con el peso de su recuerdo, y tal vez por eso he tenido la imperiosa necesidad de escribir estas líneas.
Al final, me queda decir que ella fue mi verano hermoso. Uno que durará las cuatro estaciones de mi vida.
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