De ella siempre amé su luz propia. La mejor manera de saber cuánto puede brillar una mujer no es cuando todo alrededor se apaga, sino cuando, en medio de tantas luces, ella es capaz de brillar más que las otras. Su luz puede verse en su manera de mirar, de quedarse callada e incluso en su boca, cuando sus labios se tornan temblorosos ante un ademán de saludo o de una invitación. Así era ella y así la conocí. Permanecía sentada al fondo del bar, en aquel rincón reservado para quien gustase de mirar al resto y conocer a fondo sus secretos sin llegar a inmiscuirse entre ellos. Mi cita a aquel purgatorio de alcohólicos de esa noche iba por otras materias, pero apenas entré supe que había algo diferente, y es que su luz no era de aquellas que sólo pueden verse; la suya era una luz que también podía sentirse.
La primera palabra que cruzamos no fue precisamente «Hola», fue más bien una declaración de guerra parapetada tras un gesto de cordialidad y un sugerente indicio de coquetería. Durante toda la noche hablamos sin ser conscientes del tiempo ni del lugar.
—¿A qué te dedicas?
—A volar más allá de mis fronteras.
—Debe ser tedioso.
—Divertido, diría yo. Es un sueño cumplido.
Supongo que no estaba del todo desencaminado, pero lo cierto es que, tanto en la guerra como en el amor, todo está permitido, aunque esta ley se aplique más para la guerra que para el amor. La parcialidad es una de las cosas que siempre están presentes.
—¿Y tienes novio?
—No.
Mala respuesta. Si hay algo que incita a un hombre a urdir con más profundidad sus garras es precisamente una plaza vacía.
—Y que Dios me libre —remató, mirándome a los ojos con un cinismo abierto.
Pero nadie la libró. Luego de semanas de ires y venires, de coqueteos sutiles y una que otra cita en bares y alamedas, aceptó quedarse conmigo. Poco a poco se había ido desvistiendo de aquella faz defensiva y descubrí que, si hablamos en tono de proporcionalidades, la resistencia que mostró al inicio equivalía al miedo de arriesgarse a un final doloroso. Era comprensible, puesto que yo, en el fondo, también tenía ese miedo, pero decidí dar el paso, a riesgo quedarme sin nada en el intento de alcanzarlo todo.
—¿Tienes planes para hoy? —solía preguntarle.
—Nunca tengo planes si eres tú el que pregunta —respondía ella.
Aquella noche la luna derramaba su luz plateada sobre cornisas y callejones. Un soplo de aire primaveral jugaba con su cabello, que olía a flores, en aquel limbo nocturno que se había convertido su compañía. Buscábamos portales desolados y en más de uno nos detuvimos a resguardarnos de la mirada indiscreta de la gente para entregarnos a besos y caricias que encendían ese fuego que no podía apagarse sino entre las sábanas. Nuestros pasos siempre nos llevaban a hoteles con vistas a la playa o al centro de la ciudad. Tenía una locura que hacía juego con la mía; amaba el riesgo tanto como yo amaba sentirla y poseerla en los lugares más insospechados. Lo único a lo que nunca terminé de acostumbrarme era a sus constantes temores e insinuaciones de que tarde o temprano tendría que derrumbarse aquel castillo que habíamos construido con una voluntad mutua rayana en la pasión y el deseo. ¿Cómo procurarse una eternidad al lado de alguien que sólo ve finales? Entonces supe que el momento de poner una tregua había llegado.
Es cierto que en ella vi una luz distinta —por no decir superior— a las otras; es cierto que su presencia la delataba aun si pretendía pasar desapercibida. Es cierto que la quise, que la llevaba conmigo adonde fuera aunque estuviera lejos. Sin embargo, no puedo negar que aunque hubo sinceridad de por medio, en toda relación es necesario el afán y anhelo recíprocos para mantener el equilibrio y evitar un derrumbe, algo que ocurre con mucha frecuencia en las guerras que no se planean, sino que, simplemente, se ejecutan.
En los días siguientes, para cuando decidí que la contienda no tenía que seguir, ella vino y me comenzó a hablar de amor. Fue entonces cuando no supe si lo que llevaba viviendo con ella tanto tiempo, incluyendo deslices y roces varios, formaba parte de una aventura pasajera, o si verdaderamente la había tomado tan en serio que mi anhelo de poseerla de forma vitalicia iba a cegarme y a decidir por mí. Pero ahora, cuando era tan mía que ni siquiera podía apartarla un solo momento de mi mente, me entró un miedo intenso, no de aquellos que gritan que te alejes, sino de aquellos otros que te piden que no falles.
Y es que, en mi proclividad a dotar de un tono bélico a mi vida, se me olvidó darle a entender que en la guerra también existe la tregua, una especie de paz que se pacta en mutuo acuerdo y que dura hasta nuevo aviso, hasta que dos terminen de examinarse con minuciosidad y vuelven, para terminar de matarse o redirigir las cosas, pero vuelven. De todo eso sólo cumplí la parte central, porque no resolví ningún acuerdo y jamás volví, y eso es algo de lo que me arrepiento todas las noches.
Nunca olvidaré su sonrisa, ni el calor ni la textura de su cuerpo, cuando junto al mío éramos capaces de darle envidia a la poesía. Estábamos tan ajenos y tan juntos. Lo nuestro era tan patéticamente malicioso y tan escalofriantemente ingenuo. Recuerdo que, mientras oíamos una canción en bucle, yo saboreaba el espectáculo delicioso de su espalda desnuda. Teníamos la sábana cubriéndonos sólo hasta la mitad. Había puesto su cabello a un lado, y cedí a la tentación de besar su nuca. Ella se volvió, me miró a los ojos, y sonrió. Se incorporó y se inclinó para juntar sus labios con los míos. En aquel beso sentí que formábamos el epicentro de una tormenta que llevaba nuestros nombres. Sin embargo, su constante insinuación de que todo tenía que terminar tarde o temprano había hecho mella en mi conciencia, y la idea de irme de su vida resurgió. Mientras estaba acostado a su lado comprendí que iba a ser incapaz de sostener un romance que me llamaba a gritos pero que nunca supe oír.
Con aquel pensamiento instalado en mi mente, aquella noche me acosté a su lado. Y a la luz mortecina de la luna revivimos una magia de aquellas que sólo se sienten dentro de los límites de dos cuerpos que se procuran un lugar resguardado del frío. La amé de todas las formas posibles en una sola noche. Nuestras sombras danzaban en las paredes mientras llenábamos la habitación de gemidos, humedad y ardor. Creí que la hice mía, pero con cada caricia, con cada roce, con cada embestida, con cada beso y cada mirada, me di cuenta de que en realidad quien se hizo más suyo fui yo. Luego, cuando noté que dormía profundamente, me acerqué a ella para darle un beso silencioso. Me incorporé y comencé a vestirme, decidido a dejarla aquella misma noche. Antes de irme, le escribí una nota que luego dejé bajo su almohada. Aquel fue el final de nuestra historia. No he vuelto a saber de ella desde entonces.
Querida, aquí el adiós que nunca quise darte:
No es que esto no tuviera un sentido ni que teniendo yo no lo hubiese encontrado. Simplemente ambos tuvimos las respuestas desde el principio y, aunque intentamos que esto funcione, debo confesar que tu pesimismo me ahoga. No quiero envolverme en guerras que no son mías. Hoy me voy. Todavía no sé si lo hago para hacer realidad tu más grande miedo, o si realmente es hartazgo. Sea como fuere, no espero que me perdones. No espero que me entiendas. Ya ni siquiera espero que me recuerdes con cariño. Ahora, mientras escribo esto, comprendo que, cuando dos se aman con tanto deseo, la tregua puede convertirse también en una locura. Si te sirve de consuelo, una parte de mí no quiere irse. Pensé que alejarme me devolvería la calma, y ahora sé que jamás me libraré de la guerra.
Tú sé feliz. O al menos inténtalo. Hazlo más por ti que por mí. Hazlo por todos los planes que dejamos pendientes.
Te quiero.
A ver a ver a ver ¿Que pasó?